lunes, 30 de noviembre de 2009

Maktub


Me resistía yo a leer ningún libro de Paulo Coelho, porque siempre que he leído alguno de sus artículos me ha parecido algo cargante y a veces hasta un poco simplón: pareciera que fuese un predicador sin sotana desde lo alto de un púlpito, o un visionario que se creyera lleno de sabiduría e infalibilidad. Sin embargo, al caer en mis manos “El Alquimista”, libro que leyó hace tiempo mi cuñado y que me recomendó porque a él en su momento le había gustado mucho y le había servido para comprender ciertas cosas que suceden en la vida, en una etapa que fue difícil para él, mi visión sobre su forma de plantear las historias cambió, quizá porque en un libro tiene la oportunidad de desarrollarlas más ampliamente y adquieren más sentido.
Aquí vemos al protagonista, un pastor de ovejas en Andalucía, que decide un día acudir a una anciana que interpreta los sueños. “Los sueños son el lenguaje de Dios”, le dice ella. El muchacho había soñado varias veces con la misma cosa: que tenía que ir a las Pirámides de Egipto porque allí encontraría un tesoro.
Cuando comienza su viaje se encuentra con un hombre muy mayor que resulta ser un rey disfrazado de mendigo. Él sabe del pasado del muchacho con sólo mirarle, y le habla de la vida. “En un determinado momento de nuestra existencia, perdemos el control de nuestras vidas, y éstas pasan a ser gobernadas por el destino. Ésta es la mayor mentira del mundo”, le dice. El mendigo rey es la primera persona que hace mención a su Leyenda Personal: “Es tu misión en la Tierra (…) Cuando quieres algo, todo el Universo conspira para que realices tu deseo”. En la juventud estamos llenos de ilusiones y buscamos nuestra Leyenda Personal, pero según va pasando el tiempo, si no hemos conseguido encontrarla, desistimos y procuramos olvidarnos de ella, de modo que la mayoría de la gente se va de este mundo sin haberla llevado a cabo.
Al empezar a buscar esa Leyenda, nos asiste el Principio Favorable. “Es la suerte del principiante”, le dice el rey mendigo. El muchacho tiene todas las bazas a su favor, sólo tiene que jugarlas.
El anciano rey le cuenta una historia acerca de un mercader que envía a su hijo, a través del desierto, hasta el castillo de un Sabio, para que le explique el Secreto de la Felicidad. Éste le dijo que primero tenía que recorrer su castillo y a su vuelta describirle todas las maravillas que había visto, pero debía hacerlo llevando una cucharilla en la mano con dos gotas de aceite que no debía derramar. El chico, sólo pendiente de que no se le cayera el contenido de la cucharilla, no pudo contarle al Sabio las maravillas del castillo después de recorrerlo. El Sabio le hizo repetir la visita, y esta vez tenía que ser capaz de narrarle lo que había visto. Al regresar el chico le describió todo lo que había en el castillo, pero el aceite había desaparecido de la cucharilla. Y entonces el Sabio le dijo: “El Secreto de la Felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de aceite en la cuchara”.
Cuando el pastor llega a África es robado por un hombre que le engaña. “Soy como todas las personas”, piensa, “veo el mundo tal como desearía que sucedieran las cosas, y no como realmente suceden”.
Al llegar a una plaza ve a unos comerciantes que están montando sus tenderetes, y se fija especialmente en uno, que mientras está trabajando no deja de sonreir. Supo que estaba contento no porque persiguiera ningún fin sino porque le gustaba lo que hacía. En realidad era alguien que estaba cumpliendo su Leyenda Personal, y era fácil advertirlo, se le notaba. “Existe un lenguaje que va más allá de las palabras”, pensó.
Luego conoció a un Mercader de Cristales que tenía su tienda en lo alto de una colina. Cuando le hizo ver al muchacho que por mucho que trabajara allí no conseguiría reunir el dinero suficiente para ir a las Pirámides, el chico se quedó con la mirada vacía y le entraron unas ganas enormes de morir en aquel mismo instante. El Mercader se asustó y lo empleó en su negocio, gracias a lo cual empezó a tener muchas ganancias. Al saber de los proyectos del joven pastor le dijo “Maktub”, que en árabe significa “está escrito”.
Más tarde el chico se unió a una caravana que atravesaba el desierto, y conoció a un Alquimista, que sabía transformar el plomo en oro y que le enseñó otras muchas cosas; se ofreció a conducirle hasta poco antes de llegar a las Pirámides. Una vez junto a ellas, al contemplarlas desde lo alto de una duna lloró de emoción, y en el lugar donde cayeron sus lágrimas vio un escarabajo, que en Egipto es el símbolo de Dios. Se puso a cavar, pero llegaron unos asaltantes que creyeron que ocultaba un tesoro, y como no encontraron nada le dieron una paliza. Uno de ellos, el jefe, le dijo que no se podía hacer caso de los sueños, que él había soñado varias veces en aquel mismo lugar que tenía que ir a España a descubrir un tesoro escondido en las raíces de un sicomoro plantado en la sacristía de una iglesia que había en una plaza. Por la descripción, el pastor supo de qué sitio se trataba: había tenido que llegar hasta tan lejos para darse cuenta que su tesoro estaba más cerca de él de lo que hubiera imaginado.
Me quedo con algunas de las cosas que le dijeron al pastor en su camino iniciático por el mundo: que todo en la vida tiene un precio, que toda persona tiene a otra en alguna parte que lo está esperando, y que todos tenemos un tesoro por descubrir. Maktub.

viernes, 27 de noviembre de 2009

El fin del mundo




Hace poco, viendo con mi hijo un reportaje en el canal Historia del Digital, contemplábamos en una magnífica recreación por ordenador cómo debió ser el impacto de un gran meteoro sobre la Tierra en no recuerdo qué época de la Prehistoria, que fue el causante de la extinción de los dinosaurios. El choque originó una reacción equivalente a no se cuántas bombas atómicas, que asoló la superficie de nuestro planeta y oscureció la atmósfera durante años, de forma que los rayos del Sol no llegaban hasta nosotros. Le comenté a Miguel Ángel que aunque el meteoro hubiera originado un desastre tan enorme, sin embargo una explosión nuclear me causaría más pavor. “Pero mamá, es mucho peor que impacte un meteoro porque las consecuencias son mucho más grandes”, me dijo. “Pero a mí la radiactividad me da mucho miedo”, le respondí.
Cómo nos gusta especular con desastres reales y posibles. Raro sería que sobreviviéramos a ninguno de esos acontecimientos, por lo que de poco sirve que hagamos elucubraciones sobre los perjuicios que nos acarrearían. No nos vale la idea, muy espectacular y original pero poco realista, que nos vendió Spielberg en su última entrega de las aventuras de Indiana Jones: no vamos a poder meternos en un frigorífico vacío para ser despedidos pero indemnes del efecto de la explosión nuclear de turno, para luego salir y poder contemplar de cerca la belleza aterradora del hongo que se forma después.
Cuando anunciaron otro reportaje que iban a poner sobre las profecías y el final del mundo, que últimamente se dice que va a tener lugar en el 2012, y hasta han hecho una película sobre ello, en la que podemos contemplar estupefactos y fascinados cómo van sucumbiendo todos los monumentos más famosos conocidos (nada aterroriza más al género humano que ver cómo son destruidos o desaparecen los símbolos de nuestra historia y nuestra supuesta grandeza), ahí ya me planté, porque nada me exaspera más que tener que escuchar a los agoreros amenazando siempre con nuestra violenta y cercana extinción.
Según las últimas noticias, nos quedan dos años y un poco más para hacer todo aquello que aún no hayamos hecho en la vida porque después va a haber un cataclismo, vendrá el final de los tiempos y Dios nos dividirá en dos sectores: a su izquierda los que hayan sido malos (me temo que vamos a ser muchos más los que engrosemos esa zona que la otra), y a su derecha los que hayan sido buenos (unos cuantos). Los que hayan sido regulares no sé si ocuparán una zona intermedia. Tampoco sé cómo será la puesta en escena, si sonarán trompetas, rayos y truenos y demás parafernalia apocalíptica, pero si es así el acojone va a estar asegurado, hayamos sido como hayamos sido.
La verdad es que no tengo ningún interés en saber cuándo se va a acabar el mundo, por mucho que quieran las mentes tan imaginativas que pululan por ahí especular y regodearse con el tema. Para hacer películas queda muy bien, porque el tema es muy espectacular, pero el interés resulta ya un poco excesivo. Lo suyo es que este escenario en el que tiene lugar la representación que tenemos montada no se acabara nunca, aunque nosotros, los actores, vayamos desapareciendo uno a uno. Parece injusto que las cosas nos sobrevivan, mientras nosotros tenemos fecha de caducidad. Por lo menos es un testimonio de nuestro paso por el mundo.
Lo que sí es cierto es que, a pesar de meteoros, glaciaciones y calentamientos globales, la vida se resiste a llegar a su fin definitivamente. Algo tendrá este mundo que nos ata a él con tanta fuerza, el instinto de supervivencia supongo, que nos hace luchar por lo que creemos nuestro, la vida, que es lo único que en realidad tenemos. Si este planeta azul en el que estamos no se termina, nosotros seguiremos en él.

jueves, 26 de noviembre de 2009

En busca de la libertad




No es la primera vez que se trata el tema de una utópica sociedad libre, sin prejuicios, en la que cada uno haga su vida sin someterse a normas. La anarquía no en su sentido más radical sino como forma de llevar una existencia sin limitaciones, placentera, el comunismo primitivo en el que todo se comparte y se disfruta tanto de una libertad individual como colectiva.
Ya en “La costa de los mosquitos” un hombre decide romper con su rutina y el consumismo de la sociedad en la que le ha tocado desenvolverse para empezar, junto a su familia, una nueva andadura en una playa paradisíaca, en la que se las tendrá que ingeniar para sobrevivir sin las comodidades a las que normalmente estaba acostumbrado. Él, su mujer y sus hijos constituyen una pequeña sociedad en la que cada uno tiene una función, son autosuficientes, aunque la vehemencia del protagonista le llevará a perder la cordura y a que la aventura acabe en desastre.
En “El planeta de los simios” el fin de la esperanza de libertad se acaba en la escena final, cuando el protagonista encuentra en la playa los restos de la Estatua de la Libertad, en una simbólica destrucción de todo aquello a lo que aspiramos. Recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que la vi, Charlton Heston arrodillado a sus pies, llorando, desesperado, derrotado.
En “La playa” se repite el tema de una sociedad libre, hippy en este caso. Hay una única autoridad, una líder del grupo, que es la que pone a todo el mundo de acuerdo y que ejerce su preeminencia con verdadero despotismo. Aquel es un paraíso perdido del que nadie debe saber su existencia. Son una pequeña sociedad muy cerrada en la que se reparten las tareas y hay mucho tiempo para el ocio y el placer. Hedonismo puro.
Se canta y se baila, se hacen juegos en la playa, el amor libre reina por doquier. Tan sólo cuando surge algún problema el sistema se derrumba: cuando uno de sus miembros necesita asistencia médica queda al descubierto la dureza de las condiciones que les han llevado a esa supuesta idílica situación, pues no está permitido que ningún extraño entre allí ni siquiera para salvar la vida de alguno de ellos. El enfermo es abandonado en la selva para que sus lamentos no interrumpan el ritmo habitual de la vida que llevan.
El protagonista, que al principio disfruta de una aventura que nunca hubiera imaginado, consiguiendo una gran popularidad en el grupo por su simpatía, después es testigo de estas inhumanidades y su mente se rebela ante el derrumbe de unos ideales y el despotismo con el que la líder ejerce su poder. Llega un momento en que el terror hace que pierda transitoriamente la cordura, sintiéndose amenazado por todo y por todos.
Aunque todos estos intentos de libertad absoluta y de búsqueda del placer siempre nos son presentados como un esfuerzo vano que termina de mala manera, en realidad tenemos el ejemplo de las sociedades primitivas, la vida de los miembros de las tribus, sea cual fuere el punto del planeta en el que se encuentren, en las que predomina una vida sencilla, planificada de tal forma que cada cual sepa de qué tiene que ocuparse, y todos se prestan ayuda entre sí cuando es necesario. Ellos, considerados por la sociedad civilizada como salvajes, son en realidad un ejemplo de organización y civilización, aunque algunas de sus costumbres sean bárbaras. Conservan buena parte de la inocencia perdida, porque actúan con el ánimo y los esquemas básicos de los que no han sido contaminados por la malicia, con la mentalidad de los niños. Su simpleza es con frecuencia motivo de burla, frente a la sofisticación de la sociedad industrializada actual. Viven en contacto con la Naturaleza, no han perdido las raíces ancestrales que nos son propias, se mantienen genuinos en su forma de vivir. Todo se decide en comunidad, hay un respeto por los mayores, y la justicia se reparte por igual sin mediar ningún tipo de interés.
DiCaprio, siempre inefable, sabe transmitir una vez más el espíritu del personaje que en cada momento tiene que interpretar: con él tocamos la libertad con las manos, él nos hace integrarnos en el paisaje, en la Naturaleza, en esa playa maravillosa de arena blanca y mar esmeralda; él nos lleva por las pesadillas de la locura, el vacío y la desorientación, nos hace mirar dentro de nosotros mismos para recuperar el sentido de las cosas, nuestros valores primigenios, para volver a ser los que somos, los que nunca debimos dejar de ser. Pasó rozando un ideal que todos perseguimos en mayor o menor medida, el anhelo de libertad, vivir y dejar vivir, la búsqueda de nuestra propia esencia, de nuestra identidad.
La música que compuso Angelo Badalamenti, autor de grandes bandas sonoras de cine, etérea y maravillosa, que acompaña esas imágenes, que impulsa la historia, que nos envuelve con su plasticidad, es el toque justo que hará que relacione inevitablemente esa armonía sonora con la idea de libertad.
Es curioso ver cómo se asocia la idea de libertad a la conquista de mundos paradisíacos, remotos, casi vírgenes, a la playa. No creo que la concepción del paraíso que podamos tener en nuestra cabeza pase necesariamente por el Caribe o cualquier otro lugar exótico. El paraíso puede ser cualquier sitio, o simplemente un estado mental y emocional, un espacio en el que ante todo reine la libertad.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El pijama de rayas


Pensaba yo que “El niño con el pijama de rayas” tendría escenas más truculentas, pero no ha sido así. Las del final de la película, eso sí, no me sentí capaz de verlas.
La primera vez que oí hablar del libro, antes de que hicieran la película, fue hace dos años, cuando el profesor que venía a casa a darle clases a mi hijo me habló de él, pues lo tenían como lectura obligada en el instituto en el que también ejercía la docencia. Ya entonces me impresionó la historia.
En realidad se trata de un relato sencillo: la visión que un niño de ocho años, hijo de un oficial nazi, tiene del ambiente antisemita que se empieza a extender a su alrededor en la Alemania de la 2ª Guerra Mundial. No sabe lo que es un campo de concentración, ni que sea malo ser judío, ni a qué se dedica realmente su padre. No entiende nada de lo que pretenden inculcarle, y como es un niño observador e inteligente, compara la realidad con aquello que quieren hacerle creer y ve que ambas cosas no se corresponden.
El niño judío encerrado en el campo de exterminio y con el que trabará una bonita amistad, a pesar de las circunstancias, y su trato con el asistente de la casa, un prisionero ya mayor que es un buen hombre, serán los únicos momentos de verdadera compañía que tenga.
Es terrible y doloroso el contraste entre el niño alemán, limpio, bien vestido, cuidado y alimentado, y el estado en el que se encuentra el niño judío, sucio, desnutrido, asustado. Y sin embargo parecen compartir un mundo aparte, un lugar que es ajeno a todo lo que les rodea, donde no existen las desigualdades sociales, ni la xenofobia, ni ninguna de las miserias que asolan a la Humanidad, y más en esa época que les ha tocado vivir. Son sólo dos niños que comparten su asombro por la crudeza sólo apenas atisbada de la situación en la que se encuentran, y que lo único que quieren es jugar.
La suya es una curiosa relación que tiene lugar a través de una alambrada, porque les ha tocado vivir dos realidades muy distintas. Pero cuando el niño alemán se pone también el pijama de rayas no parecen tan diferentes.
Nunca antes había visto en una película la llegada de un grupo de judíos en el campo de exterminio hasta las mismas puertas de las cámaras de gas: las voces asustadas, los empujones, las prisas, la confusión. Cómo les hacen desnudarse y les engañan para que pasen a su destino final sin oponer resistencia. Los niños metidos en medio del revuelo, sin saber lo que va a suceder.
Es curioso que por el hecho de ponerse una determinada ropa la vida de las personas puede cambiar radicalmente. La ropa es a veces un símbolo que representa el prejuicio, la etiqueta, la vejación.
La confusión creada pone al descubierto lo absurdo del sistema: cualquiera puede pasar por algo que no es y sufrir el mismo destino, injusto y cruel en cualquier caso.
Cuando leí “El pianista”, otro gran libro sobre el exterminio judío, su autor resaltaba el absurdo de unos hechos como los que tuvieron lugar con Hitler: de la noche a la mañana el vecino que se relacionaba contigo amistosamente, el tendero que te vendía sus mercancías como lo había hecho siempre, el trabajo al que acudías sin mayor problema, de repente se convertían en enemigos por el hecho de ser tú judío, y secundaba las barbaridades que tuvieron lugar no tanto por temor a las represalias como por auténtico fanatismo. Sin duda el odio antisemita no era un sentimiento que surgiera de un día para otro, estaba ya latente a través de siglos de Historia, y sólo faltó que prendiera por el fuego provocado por un loco para que saltase el polvorín.
Es increíble la facilidad con la que se extienden los comportamientos irracionales. Basta con que una persona tenga el suficiente carisma como para convertirse en líder y que el resto del mundo le siga ciegamente. Somos gregarios. Por desgracia los líderes con ideas constructivas y racionales son los menos, parece que la maldad engancha más.
Es hermosa la historia de estos dos niños que vivieron al margen de las miserias ajenas, conservando su bondad y su inocencia pese a todo.
Me ha conmovido especialmente la interpretación del niño judío en el campo de exterminio, tan desvalido, tan resignado al horror que envuelve su vida, tan ignorante de la verdadera situación en la que se encuentra, todo candor. Inspira una ternura enorme y un gran deseo de protección. Un encanto de criatura. Sencilla y estupenda actuación del pequeño actor.

martes, 24 de noviembre de 2009

Inspiración


Cuando empecé a escribir este blog pensé que me sería difícil hallar la inspiración necesaria para darle vida y permanencia. Estaba convencida de que mi capacidad literaria para tratar sobre cualquier cosa se vería muchas veces limitada por los confines de mi conocimiento, que son pequeños, y la disponibilidad de mi corazón, que andaba un poco indispuesto por aquel entonces.
Pero me equivocaba. Todo lo que necesito saber está guardado en un sitio en el que me puedo sumergir cada vez que quiera a través de la pantalla de mi ordenador, y mi ánimo está ya tan acostumbrado a la gimnasia de la introspección que me resulta muy fácil ahondar en él para extraer todo lo que tiene acumulado, cosas que muchas veces ni siquiera yo sabía que estaban allí.
Hace poco leí una forma de describir la inspiración que tenemos los que nos dedicamos a esto de la escritura que me gustó, y que me parece bastante cercana a la realidad: la “espiral de autorreflexiones”, lo llamaban. A veces, cuando te sientas delante del ordenador, de la hoja de papel o de la máquina de escribir, pues cada cual tiene su método, puede que tengas una idea más o menos exacta de lo que vas a escribir. Otras veces tienes una idea relativa, algunas frases redondeadas almacenadas en algún recóndito desván del cerebro, de esas que surgen cuando no tienes nada a mano para apuntarlas y casi siempre el olvido hace que sea muy difícil traerlas de nuevo a colación. A mí me pasa cuando estoy en la cama, será porque es un momento de reposo y los pensamientos acuden con más facilidad. Y otras muchas veces, la mayoría en mi caso, no tienes ni la más remota idea de cómo vas a enfocar el asunto, ni siquiera de cómo lo vas a empezar, porque el escopetazo de salida suele ser más complicado que la llegada a la meta, y ésta no siempre tan triunfal como querrías. Lo que sí tienes siempre es el pálpito, la sensación de que algo bulle en tu interior y necesitas sacarlo a la luz porque si no viene como una incomodidad, la necesidad que no es satisfecha, la frustración.
Yo hablo, grito, río, lloro y me enfado a través de las teclas del ordenador, porque ya casi he abandonado la costumbre de escribir primero sobre el papel. Antes era la tinta la que me parecía que salía a borbotones cuando plasmaba en una hoja todo lo que se me pasaba por la cabeza y el corazón. Ahora es el teclado el que, unas veces con calma y otras casi echando chispas, transmite el impulso nervioso, el ritmo de mis pensamientos y sentimientos.
Dicen que es una catarsis, una forma de comunicarse, una expresión artística, en fin, se lo llama de muchas maneras, aunque no sé en qué grado la inspiración será necesaria según de quién se trate. Los hay que se limitan a constatar los acontecimientos de que son testigos o en los que participan, los paisajes que visitan, las personas que conocen, como si transcribieran la realidad sin más adornos. Pero cuando se le pone literatura al asunto, cuando la imaginación y el corazón andan por medio, la cosa cambia bastante.
He visto hace poco un anuncio por la calle que decía que crear nos hace distintos. No creo que eso sea así porque todos, en mayor o menor medida, estamos creando cada día: el trabajo que hacemos, la receta que cocinamos, la opinión que emitimos, los hijos que traemos al mundo…, en fin, todo lo que surge de la nada y nosotros lo convertimos en realidad.
La inspiración literaria no es otra cosa que imaginar aquello sobre lo que queremos escribir y dejarnos invadir por ello, examinar tu corazón mientras estás experimentando el sentimiento que ese asunto te provoca y traducirlo a palabras. Hay que tener cuidado con algunas cuestiones de índole formal, como la acumulación de adjetivos, reiteración de palabras, el orden de los pensamientos que a veces acuden atropelladamente, y otras menudencias. A veces hay que depurar el resultado final de tal forma que lo que se termina publicando en poco o en nada tienen que ver con el planteamiento que inicialmente habíamos construido. Es como el escultor que, tras acabar su obra, se dedica a dar pequeños golpes aquí y allá para eliminar lo que sobra o mejorar el resultado, la apariencia final. O como el cocinero que va añadiendo los condimentos en el momento y en la cantidad que considera adecuados hasta conseguir un plato sabroso.
En ese proceso de interiorizar aquello sobre lo que queremos escribir hay un ejercicio de transfiguración, parecido al del actor cuando se mete en el personaje que tiene que interpretar, un abandono del propio yo que nos conduce a lo más hondo de unos océanos que no sabemos cuánta profundidad pueden llegar a tener. Sabes como vas a empezar pero nunca hasta dónde vas a llegar, pero también sabes que en el camino hay un gozo sin límites, un enorme placer. Ciertas cosas te hacen disfrutar más que otras, y cada vez que vuelves a leer lo que has escrito ríes y lloras, según de lo que se trate, con la misma emoción que tuviste la primera vez que lo plasmaste en palabras.
Cuando te quieres dar cuenta, al salir del lugar al que has viajado, crees que sólo ha pasado un rato y al mirar el reloj compruebas que pueden haber transcurrido horas.
Si las musas de la inspiración no acuden en tropel cuando se las convoca quizá sea porque no es el momento adecuado. A veces puedes tener ganas de escribir sobre determinado asunto pero el ánimo, que es nuestro motor, está apagado y resulta difícil encenderlo. Cuando esto sucede es bastante desalentador, te queda como un vacío, una impotencia ante la imposibilidad de abrir la mente y el espíritu. Sin embargo, no hay que forzar las cosas, suelen venir por sí solas.
Por eso me encanta esa parte de “Mejor imposible”, cuando el escritor, solo en su casa, sumamente concentrado y dándole a la tecla de su ordenador para escribir la última novela que piensa publicar en breve, es interrumpido en varias ocasiones por el vecino que llama a su puerta, y cada vez que esto sucede su furia va en aumento hasta alcanzar grados paroxísticos y muy cómicos. Al vecino le parece la suya una reacción desmesurada, pues no alcanza a comprender que parar un proceso creativo es casi un pecado que merece como poco la pena capital. Detener la “espiral de autorreflexiones” a la que antes aludíamos puede ser peligroso para el que lo causa, ya que volver a coger el hilo de los pensamientos cuando éste se ha roto a veces es tan difícil como intentar coger el globo que salió volando después de haberlo soltado. El vecino es también un espíritu creador, pues se dedica a la pintura, pero quizá dejar de dar una pincelada en un momento dado por una interrupción no haga que la inspiración se volatilice.
Por algún extraño motivo, unas veces las palabras más adecuadas y menos usadas acuden sin problema a nuestra mente, dándole al resultado final ese puntito que lo hace distinto de los demás y que configura nuestro estilo personal. Otras veces, sin embargo, sólo acuden las palabras más corrientes y menos significativas, y no conseguimos rematar la faena con ese estilo propio que hace que nuestra escritura sea inconfundible.
Deberíamos dejar que la inspiración acudiera a nosotros con más frecuencia, para todo en la vida. Sólo tenemos que dejarle las puertas abiertas de nuestra mente y nuestro corazón y las nueve musas, traviesas y cambiantes, se colarán en tropel sin apenas darnos cuenta.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Gran Torino


Hay películas que por su peculiaridad resultan de difícil clasificación. “Gran Torino” es una de ellas.
Clint Eastwood no deja de sorprendernos con nuevas aportaciones de su talento creativo a todos los niveles: dirección, producción, interpretación, composición musical...Como actor ha tenido una trayectoria bastante lineal, casi siempre interpretando el mismo tipo de papeles, pero en la madurez, y ahora en la vejez, ha enriquecido su repertorio mostrándonos emociones y temas que nunca hubiéramos sospechado en él.
En “Gran Torino” se le ve vulnerable, a sus 79 años. Pareciera que aprovechara su propia decrepitud para darle más realismo a su personaje. Cuántos actores se desesperan intentando mantener la misma imagen durante años, sin poderse adaptar al inevitable paso del tiempo que deja huella en todos. No es ese su caso. A su eterna fijación con el tipo de hombre duro y malhablado, que casi ha repetido hasta la exasperación a lo largo de décadas, ha añadido algunos toques de sensibilidad y ternura que le hacen interpretativamente irresistible.
A un porte increíble para los años que tiene se une como un cierto cansancio al moverse, una vacilación en el caminar, una dificultad en hallar expresividad corporal y facial. Y, pese a todo esto, resulta conmovedor.
En esta película comienza librando su propia batalla personal con los miembros de su familia, dos hijos, sus esposas y unos cuantos nietos, que son retratados casi caricaturescamente como un atajo de necios. Él los juzga implacablemente, no encontrando ninguna cosa en común con ellos, le parecen extraños.
Luego hay otra batalla, la batalla social con sus vecinos, pues su calle ha sido invadida en los últimos tiempos por gente de todas las razas imaginables, especialmente orientales. Esto le trae recuerdos de sus pasado militar, cuando combatía con los “amarillos”, como él los llama, imágenes terribles que no puede apartar de su memoria y le atormentan constantemente. Su ojeriza se centra sobre todo en la anciana que vive en la casa de al lado, profesándose una mutua animadversación que resulta cómica en muchas ocasiones.
Sin embargo, las circunstancias hacen que tenga que mantener una relación vecinal más estrecha con la familia que vive justamente en esa casa, relación que derivará en una auténtica amistad y afecto. “Tengo más en común con estos cara pomelo que con mi malcriada familia”, llega a decir en un cierto momento. Él se encuentra solo y enfermo, sus prejuicios raciales se van desmoronando en el trato con esas personas, en las que descubre valores y tradiciones que, aunque muchas veces no llegue a comprender, se aproximan más a sus ideales y su concepción de la vida que las de la mayoría de la gente que le rodea. Es inolvidable la cara que pone cuando la barriada entera deja comida y flores en las escaleras de su casa para agradecerle la ayuda que ha prestado a esa familia, o cuando le invitan a una fiesta para celebrar el nacimiento de un bebé y aparece sentado en la cocina de la casa de sus vecinos, rodeado de mujeres que no dejan de atenderle y de llenarle el plato de una comida que, aún exótica, él encuentra deliciosa.
Sus conversaciones con el sacerdote de su parroquia le sirven a Eastwood para sacar a relucir sus dudas sobre religión, algo que no es la primera vez que hace en una película, haciendo bromas que ponen en entredicho todo lo espiritual.
Es particularmente especial su relación con Tao, el hijo que es siempre criticado porque obedece las órdenes de las mujeres de su familia, lo que parece poner en entredicho su virilidad. En su afán por hacer de él un hombre le dedica todo tipo de epítetos, desde “atontao”, haciendo un símil peyorativo con su nombre, hasta gallina y otras cosas peor sonantes. Es inefable el momento en que le lleva a la barbería donde suele cortarse el pelo para que aprenda a hablar como los tíos, mostrando delante de él todo un repertorio de palabrotas que harían temblar al más pintado.
El rápido desenlace de los acontecimientos acaba en tragedia cuando ofrece su vida para conseguir que una banda de delincuentes que no deja de molestar a la familia vecina vaya a prisión. Es también una forma, aunque terrible, de expiar sus culpas del pasado.
Recuerdo que en el cine, la mayoría de la gente no sabía cuál iba a ser el final y casi todo el mundo se quedó estupefacto, nadie se lo esperaba, y hubo alguna que otra lágrima de alguna espectadora.
Mis hijos conectaron enseguida con la forma como interpretó el personaje Eastwood y con su mensaje. No existen las barreras idiomáticas, religiosas, de raza ni de ninguna otra clase cuando se trata de establecer lazos de humanidad con los demás.
Se puede cambiar la opinión que se tenía sobre todas las cosas, es agradable dejarse seducir por nuevas formas de ver la vida, de comer, de sentir… Y, sobre todo, fue una oportunidad de sacar de su interior lo mejor que lleva dentro, pues hace falta mucha generosidad para entregar la propia vida por una causa que se cree justa, aunque esa vida ya le parezca a uno que no merece la pena ser vivida.
Al final el protagonista muere en una guerra, una guerra urbana, después de haber conseguido sobrevivir durante años a guerras armadas en las que se libró por los pelos de la muerte en más de una ocasión. Y lo hace, algo en él inesperado, sin presentar batalla, como el cordero que es llevado al matadero. En realidad nunca había abandonado la idea de la lucha como algo que da sentido a la existencia, y como algo capaz de rubricar una vida entera.
“Gran Torino”, su preciado coche que todos querían tener (una belleza, la verdad), pasa finalmente a las manos adecuadas, unas manos que lo sabrán cuidar, y es como si una parte de él siguiera vivo cuando Tao lo conduce, como si emprendiera una nueva andadura a través de la existencia de su nuevo propietario, alguien que lo conoció y que lo quiso, y que por su juventud aún tiene toda la vida por delante.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Sueños



Hace tiempo empecé a leer “La interpretación de los sueños” de Freud y me fue imposible llegar siquiera a la mitad del libro. Su forma de explicar el funcionamiento del subconsciente es complicada, y relacionar la mayor parte de las cosas que ocurren en esa zona de nuestra mente con el tema del sexo resulta en exceso reiterativo y un tanto estomagante. Muchos son los que han contradicho sus teorías.
Las explicaciones que se pueden ver en Internet sobre los sueños más comunes y algunas pesadillas menos corrientes son bastante simplonas. Desde que me di cuenta de que no consigo encontrar una interpretación plausible de todo lo que mi cerebro genera durante las horas nocturnas, decidí soñar sin control y, a veces, autointerpretar lo que me parecía más lógico o se asemejaba más a mi realidad, pues nadie mejor que uno mismo para conocerse.
En la infancia soñaba con frecuencia que se me caían los dientes. He leído muchas veces que esto significa inseguridad personal. La verdad es que era muy angustioso, porque se me caían casi al mismo tiempo y por un momento veía mi imagen desdentada monstruosa y patética. Alguna vez he vuelto a soñar con eso.
También con que una presencia oscura e inquietante estaba debajo de mi cama, y si sacaba una mano o un brazo de las sábanas me cogería de repente. Siempre veía una especie de garra cubierta con un ropaje negro que me agarraba, no veía más. Lo que fuera a hacer conmigo nunca lo supe porque me despertaba sobresaltada.
Lo de volar era muy frecuente en mí. A veces era por encima de los tejados de las casas, a vista de pájaro, y a veces era casi a ras de suelo, o bajando las escaleras de mi casa a gran velocidad, dando vueltas en cada recodo una y otra vez, como impelida por la inercia. Dicen que soñar que se vuela es síntoma de deseos de libertad e independencia.
Algunas pesadillas son constantes en mí desde hace muchos años. Todavía sigo soñando que me persiguen, nunca sé quién, y que la distancia que me separa de mi perseguidor se va acortando sin que yo pueda evitarlo. Lo típico de que quieres correr más deprisa y no puedes, es lo que me pasa a mí. Se supone que significa que nos sentimos amenazados, desprotegidos, vulnerables. Hay miedos que son atávicos y de los que es muy difícil desembarazarse.
Con frecuencia me despierto sobresaltada porque de repente me parece que pierdo pie, justo cuando me voy a quedar dormida, como si bajara un escalón y fuera a caer al vacío. En tiempos mis caídas eran mucho más espectaculares: soñaba que me caía por el patio de mi casa e iba bajando descolgándome de las cuerdas de tender la ropa, como si fuera una trapecista. Alguna vez he soñado que era mi hijo quien se paseaba por los tendederos como un equilibrista, y aunque yo le decía que no hiciera eso él se reía y no hacía caso. Supongo que es temor a que corra peligro y que no de importancia a los riesgos. La inconsciencia de la juventud.
Lo peor para mí es cuando sueño con una cara diabólica y terrible que se me aproxima deprisa desde cierta distancia en la oscuridad, amenazándome, con unos ojos rojos que no dejan de mirarme fijamente. Cuando he visto ese tipo de cosas en alguna película de miedo no lo puedo resistir. Siempre que sueño eso me despierto ahogando un grito en la garganta.
Si he visto algo en televisión que me haya impactado, tengo pesadilla asegurada. Hubo una época, cuando los terroristas no paraban de cometer atentados, que se metían en mis sueños y me producían un enorme malestar. Con estas angustias y con otras basadas en cosas más personales suelo llorar, con un leve murmullo que parece más el de un niño pequeño. Cuando me despierto el caudal de mis lágrimas es escaso en relación al dolor sentido.
Soñar con seres queridos que ya fallecieron suele querer decir que les echamos de menos. Si es que alguien muere dicen que le alargamos la vida, pero la angustia que produce hace que sea una de las pesadillas que preferiría no tener nunca. Curiosamente hace poco soñé que se moría Pérez Reverte, y de forma violenta. No sé si será porque en sus artículos suele haber siempre tanta crudeza que me parece que él mismo termina siendo víctima de ella.
Un sueño que tuve con frecuencia durante una época y que aún tengo a veces es que conduzco un coche sin carrocería por el paseo donde vivo, y la verdad es que me divierto mucho cuando lo tengo. Podría parecer un vehículo como los de Pedropicapiedra. Cuando aprendí a conducir me lo pasé muy bien y, como luego no he utilizado el carné, debe ser que lo echo de menos.
Luego hay sueños, aparentemente absurdos e incluso diría yo que aburridos, que no consigo recordar más que durante un rato, y que son recurrentes. Dicen que esta repetición casi inalterable es porque tenemos una preocupación que no logramos solucionar. Soñar parece que es como una sesión de cine continua, y nosotros somos a la vez protagonistas y espectadores de nuestras propias fantasías. Yo además sueño en technicolor.
Mi hijo sueña con unos efectos visuales más propios de una película que de otra cosa. Recuerdo especialmente uno que me contó, y que tuvo estando en la casa que la familia de su padre tiene en el pueblo. Él estaba sentado en la litera de arriba, que es la suya, e iban apareciendo uno por uno la mayoría de los ocupantes de la casa, que son muchos, por la puerta de su habitación convertidos en papeles con forma de dianas móviles. Él les aguardaba con una metralleta de verdad que tenía que utilizar porque eran como zombis y su vida corría peligro. No daba abasto a disparar. Me parece que alguno se libró.
Yo casi nunca he tenido sueños bonitos, suelen ser pesadillas, o cosas que parecen no tener sentido. He leído que ese absurdo aparente es en realidad una censura que nuestro propio cerebro pone para evitar afrontar ciertas cosas. Me cuesta creer que incluso en estado subconsciente pongamos barreras a la libre fluctuación de emociones.
Me gustaría que me pasara como a Lewis Carroll, que dicen que basó su cuento “Alicia en el País de las Maravillas” en un sueño que tuvo. Lo que no sé si fue de una vez o en varias sesiones, porque es muy largo. También es verdad que solemos tener la sensación de haber estado soñando mucho tiempo cuando en realidad ha sido muy poco.
Lo que sí parece cierto es que los sueños son la expresión de nuestros más profundos traumas y deseos, que con frecuencia sólo afloran en esos estados de semiinconsciencia. También son una forma de deshacernos de la “basura mental”, todos aquellos productos de desecho que no nos hacen falta y que son una carga para nuestro cerebro.
Los hay que afirman que no sueñan nunca. Se dice que en realidad es que no lo recuerdan, que todo el mundo sueña.
Soñar despierto es lo mejor que se puede hacer, pero confundir los sueños con la realidad no es muy recomendable. O eso dicen.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El vuelo trasatlántico de Lindbergh


Charles Lindbergh realizó el primer vuelo en solitario sin escalas sobre el Atlántico diez años antes de que Amelia Earhart hiciera lo propio.
En la escuela en la que aprendió a volar, el instructor jamás le dejó usar su avión por temor a que se lo estropeara, pues era muy impulsivo y arriesgado, sufría muchos percances y no parecía tener condiciones para ser piloto.
El primer avión que tuvo lo compró a cambio de su moto Harley Davidson y 440 dólares. El vendedor quiso deshacer la transacción cuando vio que casi no sabía ni despegar, temeroso de que perdiera la vida en el intento, después de que él le hiciera una demostración que resultó penosa.
Al principio trabajaba con un amigo haciendo acrobacias en un circo, ya que estaba muy bien pagado. Hacían un número juntos en el que sus aeroplanos despedían humo con los colores de la bandera norteamericana y se cruzaban en el cielo con arriesgadas piruetas. También caminaban sobre las alas o saltaban de un aeroplano a otro en pleno vuelo. Era un trabajo que no le gustaba pero sirvió para ahorrar algún dinero.
Más tarde se alistó en el Ejército como piloto cadete. Aterrizó con su desvencijado aeroplano en plena pista de entrenamiento, ante la cólera de su superior, que quedó horrorizado de lo maltrecho del aparato, al que nada más dejar aparcado se le partieron los cables que sujetaban las alas, se le reventó una rueda y comenzó a desplazarse por la pista antes de que él volviera a montarlo. Al despegar para sacarlo de allí se le desprendió una rueda que casi le da al caer a su superior.
Cuando se propuso atravesar el Atlántico en solitario, diseñó su propio avión y se lo hizo construir artesanalmente en un taller en el que se fabricaban modelos de gran calidad que resistían las más duras condiciones, duraban eternamente.
Durante aquel vuelo pasó por muchas penalidades y las dudas y miedos le atormentaron sin cesar. Cuando volaba muy cerca del Círculo Polar Ártico su avión se cubrió de hielo y tuvo que bajar hasta casi volar al nivel del mar para que las temperaturas más suaves hicieran que se fuera desprendiendo a trozos.
En un momento dado en que la brújula no funcionaba bien, elevaba la vista a través del diminuto cristal que en ese modelo de avión tenía justo sobre su cabeza y se dejaba guiar por las estrellas cuando anochecía. En 1927 se construían aparatos que no tenían grandes cristales delanteros como los conocemos ahora, pues el depósito de carburante lo llevaban en esa parte. Parecía que viajaran casi a ciegas.
Debido a la falta de descanso hubo momentos en que perdió la coordinación de sus movimientos y la capacidad de razonar. Todo le daba vueltas y tenía la visión borrosa, mientras luchaba titánicamente para no dejarse vencer por el sueño. Pero, finalmente, se apoderó de él cuando ya no le quedaba mucho para llegar a su destino, perdiendo el control de los mandos, y justo cuando el avión se iba a precipitar al mar trazando grandes círculos en el aire, el reflejo alternativo del sol cegador sobre los cristalitos de los medidores que le dieron de lleno en sus ojos cerrados, en aquella luminosa mañana, le despertó de su inesperado y profundo sueño.
Cuando ya avistaba el lugar donde tenía que aterrizar, se aseó la cara con lo que le quedaba del agua de una cantimplora. Al sacar unos sandwiches de la bolsa, descubrió que uno de los amigos que le ayudaron con su proyecto le había metido la medalla de un santo para que le protegiera. Él la colgó de uno de los medidores.
Su llegada fue triunfal y sería recordado a partir de entonces por esta hazaña. Años después ganaría el Premio Pulitzer por el relato de su aventura.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Hijos


Es cierto que el tiempo siempre es el mismo y lo que cambia es la percepción que tenemos de él, pero cuando miro a mis hijos y los veo ya tan grandes, me parece mentira que haya pasado tan rápido.
No hace tanto que me asombraba al escuchar la voz de mi hijo, echado en su cuna en mi habitación, mientras me estaba arreglando frente al espejo en el cuarto de baño. Hacía poco que acabábamos de llegar del hospital. Nunca antes había oído el arrullo de un niño en casa. Fue como si hasta ese momento no hubiera tenido conciencia realmente de que un nuevo ser estaba allí para formar parte de mi vida para siempre. Qué gran responsabilidad, alguien me necesitaba por completo durante el día entero, para todo. Pero a un cierto agobio inicial se sucedió un sentimiento de ternura.
Recuerdo despertándome todas las noches para amamantarle. Medio dormida, sentada en mi cama, él se cogía de mi pecho y me lo vaciaba, para alivio mío. La leche se salía sola y me empapaba los camisones. Al principio se me hacían heridas, porque aunque él no succionaba con fuerza, la presión constante de sus mandíbulas sin dientes era un tormento al que mi piel no estaba acostumbrada. Nada me puse para aliviar el dolor por temor a perjudicarle.
Perdí la cuenta de los pañales que cambié. Luego, cuando empezó a tomar papillas, comía si estaba distraído. Miguel Ángel fue un niño que creció tranquilo y feliz.
Sus primeros dientes, la primera vez que empezó a hablar y a caminar, hasta la primera vez que le cortaron el pelo, todo está guardado en mi memoria para siempre.
Con Ana fue todo mucho más fácil porque ya tenía la experiencia de su hermano. Ella mamaba deprisa, era muy alegre y sonriente. Estuvo pelona hasta que cumplió el año y luego empezaron a salirle rizos rubios que cayeron en forma de bucles en cuanto le creció un poco el pelo. Cuando la llevábamos en brazos saludaba con la manita a todo el mundo. Era muy dulce y muy simpática.
Los únicos nubarrones consistieron en que Miguel Ángel le tenía muchos celos a su hermana y había que estar muy pendiente. Se veía que no lo podía remediar, pero con el tiempo salió a relucir el cariño que en realidad siempre le había tenido, y ahora se quieren mucho y se cuentan sus cosas a un nivel de entendimiento que con nadie más tendrían. A veces tienen alguna discusión, es como una secuela de aquel tiempo en que había celos, pero sin mayores consecuencias. Ana siempre ha tenido mucha paciencia y es muy inteligente, parece mayor para su edad.
A Miguel Ángel le gusta en ocasiones dibujar a su hermana y a él mismo como si fueran dos bolas, ella mucho más grande y con el pelo rizado y él más pequeño con los pelos de punta. En sus dibujos imagina divertidas escenas en las que Ana aparece manejándole a su antojo y haciéndole todo tipo de perrerías: metiéndolo por el ojo de un cañón como si fuera una bala para dispararle, jugando con él como si fuera a hacer una canasta mientras practica baloncesto, apuntando él con una pequeña pistola y ella con una gran metralleta, o la dibuja a ella sentada en una mecedora haciendo punto mientras muchas pequeñas bolas que son su reproducción en miniatura pululan a su alrededor. Se inventa miles de situaciones, llenas de movimiento, en las que ella es importante y poderosa, y él parece casi un microbio a su lado, y a mí me hace reír mucho.
Ahora pasan por esa etapa adolescente en la que no quieren demostraciones de afecto porque creen que si no se les trata como si fueran niños: ya no les puedo dar besos, abrazos y caricias como solía, sólo consigo hacerlo en alguna ocasión, esporádicamente y como al descuido, para que no les de tiempo a rechazarme o quejarse.
En el fondo les gusta pero se hacen los duros. Me cuesta creer que Miguel Ángel haya dejado de ser un niño por completo, aunque le hayan crecido pelos en las piernas y un poco de bigote, su voz se vaya haciendo cada vez más grave y su complexión se asemeje más a la de un hombre que a la de un crío. Cuando le veo echado en su cama al ir acostarse cada noche, nunca dejo de darle un beso en la cabeza y de acariciarle aunque a veces proteste un poco, sólo un poco. Siempre ha sido muy dulce, aunque el primer pronto pueda parecer muy serio. Es un chico afectuoso, inteligente e imaginativo, y con un particular sentido del humor.
Con Ana es más fácil tener demostraciones sentimentales porque entre mujeres la cosa es diferente. Los chicos parece que tienen que demostrar su virilidad con la ausencia de muestras afectivas. Pero aún así también se siente molesta si me pongo más empalagosa de lo habitual. Me pasa lo mismo que con su hermano, que aunque ya la veo hecha una mujer, tan sugerente, con su pecho que ha crecido tanto en tan poco tiempo, y sus habilidades para el arreglo personal que ya quisiera yo para mí, su toque tan femenino, la sigo viendo como una niña, la flor de mi jardín como siempre la llamé, mi rubia cabeza de rizos rubios.
Y sé que por muchos años que pasen, por muy dispares que son y puedan ser las circunstancias de nuestra vida, ellos son mi tesoro, el motivo de mi existencia, lo más importante que me ha pasado nunca.

martes, 17 de noviembre de 2009

Las ecuaciones del amor


Cada vez que veo “Una mente maravillosa” me quedo muy impresionada por el caso de John Nash, el brillante matemático que consiguió llevar una vida casi normal y sacar adelante sus investigaciones a pesar de padecer esquizofrenia y paranoia.
Aunque en su vida real todo fue un poco más difícil de lo que nos cuenta la película basada en su biografía, ya que sí estuvo varios años separado de su mujer e ingresó durante varios meses en diversas instituciones psiquiátricas, el sentido que sin embargo se desprende de esta cinta del siempre sorprendente y polifacético Ron Howard es francamente hermoso.
Saber que John Nash sobrevivió gracias a la fuerza que el amor de su mujer le proporcionaba es un ejemplo difícilmente emulable. Aunque su tesón y su extraordinaria inteligencia le hicieron ser capaz de controlar la situación, a base de un increíble entrenamiento y disciplina mental con los que consiguió dejar a un lado sus pánicos y alucinaciones, casi sin medicación ni internamientos prolongados en centros de salud mental, lo cierto es que fue por el apoyo que ella le dio, a pesar de las muchas dudas y temores que lógicamente tuvo, de las muchas ocasiones en que quiso tirar la toalla, por lo que pudieron salir adelante. Sin duda ella era una mujer extraordinaria, con una inteligencia y sensibilidad poco comunes, y aquella mutua atracción que sintieron cuando se conocieron, aquella pasión y aquel amor que surgió entre ellos fue lo bastante fuerte como para superar las muchas dificultades que la vida les depararía después, cuando descubrieron la enfermedad de él.
Cada vez que veo esta película no puedo por más que recordar al que fue mi marido, un hombre que nunca estuvo bien psíquicamente, que ya desde el primer día de casados dio muestras de inestabilidad emocional, fruto en aquella ocasión del stress de la boda, pues es bien sabido que las personas con desequilibrios mentales, sean en el grado que sean, responden mal a las situaciones de tensión y preocupación.
Él ya había dado señales de un comportamiento agresivo esporádico en el corto periodo de tiempo en que fuimos novios. Era una violencia verbal que aparecía por el más mínimo contratiempo. Tras el nacimiento de nuestro primer hijo su hostilidad no hizo sino crecer a lo largo de los años. Tuvimos épocas de bonanza, pero fueron desapareciendo para dar paso cada vez más, sin llegar a entender nunca por qué, a la incomunicación, los continuos reproches y desprecios, las faltas de respeto contra mi dignidad personal y las humillaciones delante de cualquiera que estuviera en ese momento cerca de nosotros.
Yo le decía que tenía que ir al psicólogo, pero como no era inteligente y sí bastante ignorante se lo tomaba como una ofensa personal y decía que era yo la que lo necesitaba. Tan sólo cuando vio que yo ya estaba decidida a separarme de él me dijo que iría, más por temor a lo que se avecinaba que por convicción propia.
Hice un curso de Psicología, en un intento de desentrañar las claves de su trastorno, además de porque me ha interesado siempre el tema. Suele haber un distanciamiento cuando dejas de querer a una persona, pero él no conforme con eso se complacía maltratándome psíquicamente, y alguna vez, ya casi al final, físicamente también, con algún fuerte empujón y algún golpe en el brazo cuando me interponía para que no pegara al niño, que me causó un cardenal. El mayor objeto de su agresividad física fue siempre nuestro hijo, al que tenía muchos celos.
Él se limitaba a repetir las mismas pautas de comportamiento que tenía su padre, al que criticaba por ser como era, sin darse cuenta de que llevaba en sus cromosomas sus mismas taras.
Ahora que la fobia que sentía contra él se ha mitigado con el paso del tiempo y veo las cosas con cierta distancia, siento, pobre de mí, algún remordimiento porque no le dije que sí cuando decidió ir al psicólogo, ya a última hora. Yo no fui como la mujer de John Nash, todo paciencia y amor, me había limitado a aguantar aquella situación durante unos cuantos años hasta que ya no pude más. Él como no consiguió retenerme a su lado, por supuesto nunca llegó a ir a un especialista. Lo teníamos todo para haber sido felices, pero no quiso, y en su lugar se dedicó a destruir sistemáticamente todo lo que habíamos construido.
Nash dijo cuando le estaban entregando el Premio Nobel por sus investigaciones que nada de aquello habría sido posible sin las ecuaciones del amor, porque todo su trabajo como matemático y su vida entera se basaban en el amor que su mujer le había profesado. En mi caso no hubo ecuaciones del amor, sólo vacío y desesperación. Supongo que él me quiso alguna vez pero nunca me amó, ya que las personas con alteraciones psíquicas tienen también trastornado el mundo de las emociones, no creo que sean capaces de amar realmente a nadie jamás. Y supongo que si yo le hubiera amado y no sólo querido habría hecho como la esposa de John Nash, liarme la manta a la cabeza y que fuera lo que Dios quisiera. Si no le amé fue porque nunca me llegó de verdad al corazón, nunca sentí realmente su amor, sólo pasó rozando mi fibra sensible, y él yo creo que lo sabía. Una vez me dijo que él no podía quererme todo lo que yo necesitaba.
Ahora le veo como lo que es en realidad, un hombre enfermo e infeliz que sufre y hace sufrir a los que le rodean. Él era bueno y honesto cuando le conocí, pero luego cambió.
Mi madre se asusta cuando cree que voy a rehacer mi vida con otra persona, cree que tengo imán para los desequilibrados, sobre todo porque la mayoría aparentan una cosa y luego resultan ser otra, son grandes actores, tienen cualidades innatas para la interpretación. A veces pienso que no quedan hombres que estén realmente en sus cabales.
Y sin embargo se me hace muy extraño pensar que yo pueda estar alguna vez íntimamente con otra persona que no sea el que fue mi marido, pues nunca he estado en ese sentido con nadie más que con él, y parece casi como si en cierta forma le perteneciera para siempre.
Es cierto lo que pensaba la esposa de John Nash, que el problema no tiene por qué estar siempre en la mente, hay que tener en cuenta también al corazón.
No hubo ecuaciones del amor para mí, pero admiro al que es capaz de sentir un amor tan profundo como para pasar por alto cualquier dificultad por importante que sea.

lunes, 16 de noviembre de 2009

El mundo de las animaciones




Siempre he sido una rendida admiradora de los dibujos de Walt Disney, pienso que nadie ha conseguido después de él la magia, el estilo y la creatividad sin efectismos de que fue capaz.
Bugs Bunny me hizo pasar ratos inefables en mi niñez. Todavía no resisto la risa cuando le oigo decir, mirando de soslayo y mordisqueando la zanahoria por un lado de la boca, “¿Qué hay de nuevo, viejo?”. Es mi personaje preferido. Cuánta ironía, cuánta desfachatez, de todo salía airoso, a todos tomaba el pelo y de todo el mundo se reía y conseguía lo que se proponía. Su humor me recordaba un poco al de Groucho Marx.
El gato Silvestre también estaba entre mis predilectos, con ese acento andaluz que le pusieron al doblarlo en español, todo nervios, siempre corriendo, cándido, despistado y airado a cada momento. El pato Lucas, con su voz nasal y su dicción imposible, tenía también una personalidad inconfundible.
Porky no se quedaba atrás, con su eterno tartamudeo, el color de su cara que se iba volviendo roja cada vez que le sacaban de sus casillas. Parecía un simple al que era muy fácil engañar, pero cuando se enfadaba de verdad y tomaba el control de las situaciones, había que echarse a temblar.
Los cuentos clásicos en manos de Walt Disney se convirtieron en un sueño para cualquiera que tenga un poco de buen gusto y ganas de soñar: Blancanieves, La Cenicienta, La bella durmiente… La forma como fueron dibujados, con tanta delicadeza, los diálogos tan bonitos, la música maravillosa y las voces de los dobladores cantando con tanta destreza y tan bellamente constituían un conjunto difícil de superar. Aunque las modas han cambiado muchas veces desde aquel entonces, aquella manera de hacer animación conserva su frescura y su aire innovador que, en su momento, causaron auténtica sensación.
Hoy en día tenemos Pixar como adalid de todos los adelantos técnicos que se van produciendo, y la verdad es que son sorprendentes. Me maravilla la originalidad de sus historias y sus personajes, el color, el movimiento, cómo consiguen reproducir cosas tan difíciles como el agua, la piel y el pelo, las texturas de la ropa… Son creaciones llenas de tecnología y también de humor y ternura.
En ámbitos no cinematográficos me han llamado la atención las animaciones de Bruno Bozzetto, tan mordaz, que reflejan la vida cotidiana desde un punto de vista humorístico cruel y despiadado, pero que no anda muy lejos de la realidad. Hay una, “Neuro”, en la que se ve una comunidad de vecinos en la que van desencadenando una serie de acontecimientos tal que al final la situación llega al extremo de que todo termina destruido, es increíble e hilarante. Son historias rocambolescas que nunca sabes cómo van a acabar, casi siempre de forma inesperada e impactante.
Lo último que he descubierto son las animaciones de Bill Plymton, que alguna vez han pasado en televisión. En ellas todo parece estar en continuo movimiento, y también se mezclan crueldad y ternura. Es una forma diferente de dibujar, un poco inquietante para mi gusto, pero que a nadie deja indiferente. Me gustó especialmente una que se llama “Horn dog”.
También he descubierto al gran dibujante Mordillo que ha convertido sus trabajos en animaciones. Es alguien que me ha encantado siempre, uno solo de sus dibujos valía más que mil palabras.
No sabemos hasta dónde llegará la imaginación humana en esto de las animaciones, pero el futuro se presenta muy prometedor, pues van surgiendo mentes creativas e innovadoras que nos ofrecen su particular visión del mundo, muy distinta a la que nos presentaban las de hace años. Y es que no existen barreras para la expresión artística, ya no hay censuras prácticamente de ninguna clase. Para los que nos gusta dejarnos sorprender es siempre muy gratificante.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La última vez que vi París (II)






















Para que los ascensores nos llevaran hasta la 1ª mitad de la Torre no hubo que esperar mucho, pero una vez allí una cola enorme nos aguardaba para subir hasta la parte más alta, donde la estructura se estrecha y los elevadores son más pequeños. El viento y la llovizna nos azotaban, aunque las vistas nos hacían olvidar las inclemencias del tiempo. Media docena de hindúes muy abrigados y con gorros de lana calados hasta las orejas hacían todo lo posible por colarse, mientras no paraban de dar grandes risotadas. Aquella parecía más bien una Torre de Babel porque en un pequeño espacio se concentraron en un determinado momento todos los idiomas y las razas del mundo.
París visto desde la cúspide de la Torre Eiffel es bonito pero no tanto como había pensado. La parte que da al Sena y al Campo de Marte es preciosa, pero el resto de la ciudad no difiere mucho de cualquier otra de Europa. No hay tanta buhardilla bohemia ni tanto encanto y glamour. La zona más moderna se adivinaba a lo lejos con el perfil grisáceo de unas torres de oficinas que me recordaron mucho a las que han construido ahora en la Castellana. En esa parte de la Torre habían habilitado una especie de minimuseo en el que dos figuras representaban a su creador y a Thomas Alba Edison. No en vano ha tenido muchos usos: científicos, meteorológicos, telegráficos (enclave estratégico crucial durante la 2ª Guerra Mundial) y de radiotelevisión en la actualidad. Cuando se construyó no gustó a casi nadie y se la llegó a llamar “farola hueca”, entre otras cosas. Durante décadas apenas fue visitada.
Al salir comimos en un bufet libre que hay justo debajo, donde cogimos el bateaux, un restaurante que es otro bateaux anclado perennemente en ese margen del Sena. Era muy bonito y no le faltaba de nada para complacer a los comensales, da igual la edad que tuvieran. Desde las mesas podíamos ver las embarcaciones que surcaban el río, y cuando alguna de mayor envergadura pasaba el restaurante acusaba el vaivén del pequeño oleaje. Hay bateaux nocturnos con unos focos tan potentes que iluminan los puentes bajo los que pasan y los edificios a ambos lados del Sena. En los servicios había que meter las manos en unos recipientes metálicos, donde se desencadenaban huracanes, para secárselas.
Estar junto a la Ópera de noche constituye un espectáculo magnífico. Es uno de los edificios más bonitos que he visto allí, con esas figuras doradas, la cúpula verdosa y el color de la fachada que va cambiando según la luz del día. A pocos metros de ella está el Café de la Paix, que sigue conservando su suntuosidad decimonónica, con sus columnas, mármoles, pinturas en el techo... Todo un lujo. Al pasar vi que un camarero ofrecía en una gran cesta a una cliente todo tipo de panes para que eligiera.
La gente, un sábado por la noche, se deja llevar por un gran frenesí en esa zona de París, todos van aprisa a todas partes, y los coches no se detienen fácilmente aunque intentes cruzar por un paso peatonal. Nos acercamos a las Galerías Lafayette, que es una manzana entera iluminada en su fachada como si todo el año fuera Navidad. Había tantísima gente que me negué a entrar, aunque creo que la cúpula de cristal que hay en su interior es digna de ver en horas diurnas.
Al tercer día hicimos un recorrido en un autobús de dos pisos con techo de cristal. Pasamos por los sitios más emblemáticos de la capital, mientras nos explicaban un poco de su historia: la plaza Vendome, donde está el hotel Ritz en el que Coco Chanel pasó los últimos años de su vida; los jardines de las Tullerías; la plaza de la Concordia, donde varias cabezas reales rodaron en los tiempos de la guillotina, con su obelisco egipcio; los Campos Elíseos, donde apenas vislumbramos la residencia presidencial; el Lido, que visto desde fuera no parece una gran cosa; la zona de la alta costura y las joyerías; el Arco de Triunfo; el museo Rodin (vimos al Pensador de espaldas en los jardines); los Inválidos y la Escuela Militar; el Trocadero; los jardines de Luxemburgo, preciosos, donde está enclavado el Senado; el barrio latino, donde está La Sorbona (las revueltas estudiantiles del 68 fragmentaron la Universidad en muchas universidades privadas); la prisión donde estuvo encerrada Mª Antonieta, que es una construcción enorme junto al Sena, oscura y tétrica, en muy mal estado de conservación; y junto a ella un antiguo hospital que sigue haciendo las veces de tal y que es un edificio muy señorial y bonito; el ministerio de Asuntos Exteriores, que por la noche parece una ópera por las arañas de cristal y los grandes cortinajes color burdeos que se ven a través de sus ventanales; la Asamblea, que es como las Cortes aquí. Pasamos por otros muchos sitios preciosos pero ya casi no recuerdo los nombres.
Después visitamos El Louvre y, por supuesto, nos fuimos directamente a ver a la Gioconda, que estaba en el centro de una sala, rodeada por una barrera con forma de media luna que la protegía a cierta distancia de los admiradores que no dejaban de hacerle fotos, pese a estar prohibido usar la cámara. Todo el mundo lo hacía, algo impensable en El Prado, donde no te dejan sacar ni siquiera el móvil para hacer fotos. Vimos sólo un ala y no completa, primero una zona baja llena de maravillosas esculturas y luego el primer piso donde estaba la pintura italiana y algo de la española. Desde los enormes ventanales del museo, junto a algunos de los cuales había asientos, se contemplaban unas vistas muy bellas de los jardines y edificios de la plaza.
Comimos en un restaurante especializado en carnes y que debe ser una cadena allí, Hipopotamus, que tiene una bonita decoración y buenas viandas. Por la tarde, y para terminar nuestro recorrido parisino, nos acercamos a la catedral de Notre Dame. Fue el broche de oro. La fachada maravillosa, con sus gárgolas que sirven para canalizar el agua de lluvia, su interior, con una gran cruz luminosa más allá del altar, las vidrieras azules preciosas, y el órgano, que en esos momentos sonaba, aunque la música que tocaba no era bonita ni tenía armonía, alguna composición moderna. El organista se asomó para agradecer los aplausos con una reverencia cuando terminó de tocar. Me chocó esa exhibición del público mundana y ruidosa en un recinto sagrado.
A esas horas había poca luz y ya no se podía subir al campanario, desde el que creo que hay unas magníficas vistas. Me hubiera gustado ver la luz del sol filtrándose a través de esas vidrieras, inundando de azul el aire. Por todas partes se ofrecían pequeñas velas a cambio de donativos, y unas monjas pedían dinero para su Orden.
Las tiendas de los alrededores explotaban la visión que tuvo Víctor Hugo de Notre Dame, con sus gárgolas vivientes, la bailarina y el jorobado. Hasta mi hija pensaba que habían sido personajes reales.
También estaban por esa zona, en los márgenes del Sena, los famosos cajones verdes donde los pintores tienen sus puestos para vender sus dibujos, casi todos de la catedral.
Nos quedaron por ver la tumba de Napoleón, Pigalle y el Mouline Rouge, entre otros muchos sitios, y eso sólo en París.
Miguel Ángel fue mi intérprete en muchas ocasiones cuando no sabía decir una determinada palabra. A pesar de que sólo ha dado francés un curso y de esto hace ya dos años, tiene un amplio vocabulario y una muy buena pronunciación. Ana también me dio alguna que otra lección de ortografía francesa que ya no voy a olvidar. Él se quedó admirado con las chicas francesas, a las que consideró más guapas y estilosas que las españolas. Todas eran altas y delgadas e iban con abrigos cortos entallados, botas de caña alta, mallas y faldas de punto, el pelo largo y liso y con flequillo, el maquillaje suave en el que no faltaba el eye liner. Ellos también eran muy elegantes y educados, todos lucían un sport muy estudiado.
En los restaurantes las comidas eran suaves y los precios más o menos como los de aquí pero, eso sí, había en las puertas al menos dos o tres personas para recibirte con todo tipo de saludos y pequeñas reverencias y para despedirte lo mismo también.
Mis hijos se sorprendieron al llegar a París de lo numerosa que es la población negra allí. No saben que la emigración llegó a Francia muchas décadas antes que aquí y que están integrados en la vida del país.
Los controles del aeropuerto son mayores que los de Barajas. A mí me cachearon y me pasaron un aparato detector de metales por todas partes. Aún no sé qué es lo que pitaba tanto, o mejor qué es lo que no pitaba. En los servicios tuve que preguntar dónde se accionaba el depósito de la cisterna, que resultó ser un botón en el suelo que había que pisar. Los billetes de embarque eran minuciosamente pasados por una máquina para comprobar su autenticidad, cosa que en Madrid no he visto.
Salvo por un hombre de dos metros que se sentó delante de mí y que inclinó el respaldo de su asiento hacia atrás para estar más cómodo, con lo que tenía yo poca maniobrabilidad, y que hubo un rato de turbulencias cuando iniciamos el descenso al llegar (el avión parecía un gran toro mecánico), regresamos al hogar dulce hogar sin mayores contratiempos y con la belleza de París flotando en nuestra mente. Al final voy a tener que aprender francés, no puedo esperar que mis hijos sean siempre mis intérpretes.
Como dijo Enrique IV cuando se le puso como condición para alcanzar el trono de Francia que tenía que abjurar del protestantismo y convertirse al catolicismo, “París bien vale una Misa”.
Esa fue la última vez que ví París, y sé que voy a volver.

sábado, 14 de noviembre de 2009

La última vez que vi París (I)






















Todos nos hacemos una idea de algún lugar del mundo que aún no hemos visitado por la imagen que de él se nos transmite, y sólo cuando lo visitamos esa idea se materializa en algo real, que puede corresponderse o no con lo que previamente habíamos sentido.
Cuando he estado en París con mis hijos iba con los clichés típicos sobre la ciudad que nos han inculcado sobre todo a través del cine americano, que ha sublimado la capital en un homenaje a la rendida admiración que en realidad siempre ha tenido por Europa. Yo creo que ni los propios franceses han sabido transmitir en sus películas el glamour que hay allí.
La puntualidad del avión en el aeropuerto me dejó anonadada. Mi hijo casi se tiene que desnudar por completo por la gran cantidad de metal que llevaba encima.
El hotel estaba muy bien y en un sitio muy céntrico, al principio del Boulevard Montmartre, con estación de metro junto a la puerta. La habitación era acogedora, con una cama tan grande que era como tres camas de 90, y sillón cama supletorio. Tenía también una bicicleta estática electrónica propia de la más moderna sala de fitness. El buffet del desayuno era muy completo, con toda clase de comida que se pueda imaginar (hasta tortilla de patata).
Ya el primer día no tuvimos más que cruzar la calle (los semáforos no parpadean para avisar cuando van a cambiar de color y duran muy poco para los peatones, por lo que hay que andar con cuidado), y subiendo casi recto llegamos a una parte alta de la ciudad que es donde está situada la basílica del Sacre Coeur. El edificio se alza, blanco e imponente (me recordó a un Taj-Mahal en miniatura), sobre una interminable escalinata (lo del funicular lo supimos cuando la estábamos subiendo). En ella había muchos hombres negros vendiendo figuras representativas de la ciudad, y un gran grupo de gente joven que comían sus bocadillos envueltos en papel de aluminio sentados frente a un improvisado músico que tocaba maravillosamente con su arpa el tema central de “Titanic”, aplausos finales incluidos.
La basílica por dentro era bonita pero no tanto como yo creía. Sí me llamó la atención las máquinas expendedoras de reproducciones de monedas antiguas francesas por la módica cantidad de 2 €. También que no había confesionarios, sino que en el lugar que debía haber sido habilitada una capilla habían puesto unas puertas de cristal y en su interior un sacerdote sentado frente a una mesa e iluminado únicamente con la luz de un flexo departía con el pecador de turno. Un cartel fuera decía “Confesiones-diálogos”.
En las inmediaciones había músicos que tocaban con su acordeón esas maravillosas melodías francesas que se han hecho tan famosas en el mundo entero. También había tiendas de bocadillos enormes y de variedades que no había visto nunca hasta entonces. Nosotros quisimos comer en una de las innumerables terrazas acristaladas que tienen los cafés y restaurantes por todo París, pero había un viento frío que no conseguía paliar las calefacciones que colgaban del techo como lámparas, por lo que decidimos pasar dentro. El ambiente era acogedor, y uno de los camareros bromeó con mi hija haciendo como que desaparecía tras una de sus orejas la moneda que ella acababa de comprar, y cuando ya se marchaba hacéndola creer que se quedaba con ella regresó para hacerla “reaparecer”. Con otros dos clientes de una mesa cercana hizo como que no se decidía a quién darle la cuenta, ya que ambos insistían en pagar.
Siempre he oído decir que los franceses son secos, maleducados y antipáticos. La verdad es que cuando tuve que preguntar por la calle hubo más de una a la que no me hubiera importado enseñarle modales, pero si ibas a cruzar por en medio de un atasco de tráfico los coches por delante de los que pasaras se echaban un poco para atrás para facilitarte la salida, y no veías suciedad en las calles ni en los servicios públicos, aunque fueran utilizados a diario por cientos de personas. Unas bicicletas de alquiler de un color parecido al bronce circulaban aquí y allá, respetadas en todo momento por los coches, costumbre implantada en París hace un par de años para evitar las saturaciones y la contaminación.
Después de recorrer algunas de las zonas más típicas de la ciudad, recalamos en la plaza donde está el museo del Louvre, que a esas horas me maravilló con su iluminación nocturna. Ese edificio me enamoró literalmente, y aunque se ha criticado que la moderna pirámide de cristal que construyeron hace 20 años para acceder al museo no pegaba con la vetusta arquitectura del entorno, lo cierto es que había en su conjunto una rara armonía. Las vistas ya de noche desde una de las orillas del Sena del museo D’Orsay, que no visitamos, con sus grandes y majestuosos relojes, y de la Torre Eiffel al fondo, a ratos profusamente iluminada, a ratos sólo con destellos como de cientos de estrellas (parecía una postal), me extasiaron.
Al día siguiente cogimos el metro para llegar al embarcadero donde coger un bateaux por el Sena. Hay 13 líneas suburbanas además de 4 ó 5 que se identifican con letras de lo que allí se llama RER, una especie de tren de cercanías que conecta con los alrededores de París y que no utilizamos. El metro es viejo, las puertas de los vagones se abren con demasiada violencia y éstos son incómodos porque aprovechan mal los espacios y la gente va como unos encima de otros, igual que pasa en los autobuses. El trayecto es muy veloz y traqueteante. Me llamó la atención que los trenes vienen de la dirección opuesta a como estamos acostumbrados aquí. Las vallas publicitarias están enmarcadas en elegantes marcos dorados, pero los anuncios son feos y poco imaginativos. Los mendigos proliferan, la mayoría en condiciones terribles. Las escaleras mecánicas son escasas y los ascensores inexistentes. Delante de los torniquetes de las entradas hay una especie de puertecilla de plástico que hay que empujar al pasar y que me imagino que han puesto para evitar que salten por encima para colarse.
Tuvimos que recorrer todo el embarcadero, que era muy largo, antes de llegar a los bateaux que nos correspondían, que estaban justo a los pies de la Torre Eiffel. Pasamos por delante de algunos acristalados que eran coquetos y lujosos restaurantes con sus mesas redondas con centros de flores y lamparitas, en uno de los cuales aparecía Audrey Hepburn creo que fue en “Charada”.
Había bateaux de todas clases, más lujosos, más modestos, uno que ví que tenía trozos de césped y flores simulando un parque, otros oscuros y feos que transportaban chatarra (cargueros de río los llamé), y otros que eran casas donde vivía gente. Al principio nos pusimos en la zona de la cubierta que no estaba acristalada, al final, y nos dedicamos a oir con una especie de interfonos las explicaciones que nos daban en español, apretando previamente la tecla de nuestro idioma. Luego empezó a lloviznar un poco y nos pusimos en la zona acristalada, que tenía calefacción y máquina de café, bebidas y cosas de picar. Pasamos por los lugares más emblemáticos de la ciudad y pedimos un deseo con los ojos cerrados al pasar por debajo de uno de los muchos puentes que atraviesan el Sena.
Después fuimos a la Torre Eiffel. Me impresionó enormemente su estructura de hierro vista desde abajo, y su forma. Es un entramado metálico bello y moderno que me cautivó. No esperamos mucho tiempo en la cola para sacar las entradas, porque el clima no acompañaba y no había tanta gente como en otras épocas del año. Compramos unos paraguas con la imagen de la Torre a una nube de negros que hacían su negocio por doquier, aprovechando las necesidades de los turistas en cada momento. Llevaban cientos de reproducciones doradas y pequeñas de la torre y tuvieron que salir corriendo cuando vieron a la policía que se aproximaba a lo lejos. Algunos miembros del ejército vestidos de camuflaje y con metralletas vigilaban en la zona. Mientras estábamos en la cola un niño negrito de unos 5 ó 6 años que iba con su familia hacía las delicias de todos los que estábamos allí escondiéndose detrás de su padre para atisbar tras él a dos veinteañeras gemelas orientales, vestidas idénticas y con las mismas mechas rojizas en el pelo, que no paraban de reírse al unísono con los gestos del niño.

martes, 3 de noviembre de 2009

Ética profesional


Es muy habitual recibir correos electrónicos a diario con todo tipo de contenidos, pero hay algunos que, en ocasiones, su sola visión te crucifican el día. Y así me ha pasado con uno que me han mandado, un video en el que se veía a una fotógrafa maquillándose frente a un espejo, mientras vienen a su memoria flash back de un episodio reciente, ráfagas terribles de las imágenes de un conflicto bélico que ella cubría con su cámara. Una niña de unos once o doce años corre asustada huyendo de las bombas y los disparos, y en su camino es interceptada por un combatiente árabe que la amenaza con su metralleta, mientras la coge de un brazo para que no pueda escapar. La fotógrafa, al principio indecisa porque no sabe si intervenir para socorrerla, dispara sin cesar para captar el momento. La niña, presa del pánico, se da cuenta en un momento dado de su presencia y se la queda mirando pidiéndole ayuda con la mirada por unos instantes interminables. Ella se detiene en lo que está haciendo y la observa. Como no reacciona de la forma esperada, la niña aparta los ojos y los vuelve hacia aquel hombre. En la escena siguiente se ve a la fotógrafa en una ceremonia en la que le van a entregar un premio por la última fotografía que sacó, que aparece a gran tamaño proyectada sobre una pantalla en el escenario: la niña sentada en el suelo contra un muro con la cabeza ladeada, los ojos abiertos y un tiro en la frente. Parece una muñeca de trapo. Ella sale corriendo cuando ya la han nombrado y el público la aplaude puesto en pie. Cuando llega a su casa se deshace en llanto, desesperada.
De poco sirve lamentarse cuando todo ha sucedido y no se ha puesto remedio en su momento, pero los remordimientos pueden más que cualquier otra cosa. La foto es impactante, magnífica, pero a qué precio fue obtenida.
En Periodismo hay una asignatura, Ética y Deontología Profesional, en la que nos enseñan un código de conducta a seguir que, hoy en día, se saltan a la torera en muchos sectores del mundillo del 4º poder. Siempre me pregunté qué sentirá la persona que saca cierto tipo de fotos, buscando el reconocimiento y el premio, y se limita a ser testigo pasivo de la desgracia y el sufrimiento de los demás. Muchos dirán que en la mayoría de los casos no hay solución, que de nada sirve intervenir.
Me llama mucho la atención el caso de un fotógrafo, Kevin Carter, que fue premio Pulitzer en 1994 por una imagen que dio la vuelta al mundo, en la que se ve a un niño negro en Sudán moribundo, sentado y con la cabeza caída en el suelo, hinchado su vientre por el hambre y la enfermedad, mientras un buitre le observa de cerca dispuesto a darse un festín en breve. De esta foto hace tiempo que sabía, pero lo que desconocía era que un año después de sacarla se había suicidado. Quizá fue el remordimiento, o una tristeza sin límites cuando se es testigo directo de los horrores a que puede llegar el ser humano. Este fotógrafo tiene en su haber multitud de fotos parecidas, en las que aparecen reflejadas todas las miserias por las que tiene que pasar el pueblo africano, todas impresionantes, terribles, como la de un hombre que se está quemando a lo bonzo.
En otros sectores también utilizan este tipo de imágenes para llamar la atención. La casa Benetton se ha hecho tristemente famosa por las fotos que utiliza en su publicidad, rayanas en la inmoralidad para mi gusto. En ellas se ve a una chica en la cama de un hospital, rodeada por sus familiares, que se está muriendo debido a la anorexia, o un primer plano de una anoréxica desnuda, un hombre muriéndose a causa del SIDA o un sacerdote y una monja besándose en la boca. También cuerpos de blancos y negros mezclados, algo que aún sigue escandalizando. Buscan el contraste, lo inesperado, la originalidad, cueste lo que cueste. Nos preguntamos qué tendrán que ver sus colecciones de ropa con todo eso. Quizá sea lo de menos para ellos.
Y esto en lo que se refiere a la etica de las imágenes, que en cuanto a los contenidos ni se sabe a lo que se puede llegar, parece que no hay límites.
Debiéramos estar ya curados de espantos a estas alturas, pero no es así. Yo no por lo menos.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El arte de amar


“El arte de amar” de Erich Fromm constituye una pequeña iniciación a ese universo en el que todos queremos estar y participar que es el amor. Encontré en el diccionario de la RAE una definición muy bonita y acertada del amor, al que califica como “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. También lo caracteriza como algo que “nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”. Es por ello que cuando amamos nos vemos transformados, sentimos que nos invade una fuerza que normalmente no nos es consuetudinaria, una pasión, una euforia y una actividad que se manifiestan en todos los ámbitos de nuestra vida y que alimenta nuestro corazón incesantemente. A mí me gusta llamarlo una “dolorosa ilusión”.
Nunca antes de leer este libro hubiera pensado en el hecho de amar como un arte, entendido éste último como una “virtud, disposición y habilidad para hacer algo, manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Y también “conjunto de preceptos y reglas para hacer bien algo”.
Yo lo vería como una disposición más que otra cosa, y sí es una visión única del ser humano hacia otra persona que se produce sin buscar beneficio a cambio, pues el que ama realmente se olvida casi de sí mismo y su única preocupación o anhelo se centra en el otro ser, en su bienestar.
El amor, entendido como arte, es cierto que lleva consigo un pequeño universo de normas tendentes a que sea algo fructífero, placentero y reconfortante para el cuerpo y el alma. Si no se siguen puede que derive en fracaso. Parece un poco absurdo intentar encorsetar el amor en unas directrices concretas, cuando es un sentimiento libre que crece y se expande sin control, al margen de convencionalismos y ataduras, pero sí es verdad que como arte que es sigue unas pautas prácticamente inalterables que repetimos instintivamente, casi sin darnos cuenta.
Erich Fromm afirma que “el amor capacita al ser humano para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”. Un amor sano y pleno no esclaviza al otro, no lo obliga a nada, lo completa y llena su soledad interior.
Fromm considera que el amor es la única forma de llegar a conocernos a nosotros mismos totalmente. “El acto de amar trasciende el pensamiento, las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia de la unión (…) Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetivamente para poder ver su realidad, o más bien para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar”.
También cree que “el amor no es esencialmente una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter”. Amar a otro ser no es aislarse del mundo, al contrario: el amor nos desborda de tal manera que se contagia al resto, amamos al resto de la Creación, nos integramos más que nunca con el entorno. “La mayoría de la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por la facultad”.
Todos parece que cuando nos enamoramos buscamos en el otro aquello que nos falta. Para Erich Fromm “el amor sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales”. Por eso se suele decir que el amor de madre es el más auténtico de los amores, porque es altruista y generoso. Sin embargo es posible un amor así en el terreno de lo pasional.
Evidentemente, no todos estamos hechos los unos para los otros. “El amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que existen entre algunos seres, pero no entre todos”. Y ahí entra en juego el instinto, una atracción irremediable que sentimos por otra persona sin que podamos encontrarle una explicación racional.
Existe además una forma sublime de amor que es el amor a Dios, que para el autor “es una intensa experiencia afectiva de unidad, inseparablemente ligada a la expresión de ese amor en cada acto de la vida”. Amando a nuestros semejantes, procurando hacer el bien en todos y cada uno de los pasos que damos, somos portadores y manifestamos ese amor a Dios que nos invade.
El amor requiere de una situación previa de madurez de cada persona. “Si una persona no ha alcanzado el nivel correspondiente a una sensación de identidad, de yoidad, arraigada en el desenvolvimiento productivo de sus propios poderes, tiende a “idolizar” a la persona amada. Está enajenada de sus propios poderes y los proyecta en la persona amada”.
Fromm continúa con un discurso que me parece hermoso y verdadero: “El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias (…) Experimentado de esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia (…) La hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas, es por tales frutos que se reconoce el amor”.
Erich Fromm ve el arte de amar como un acto de fe. “Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión (…) Ser amado, y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental importancia –y de dar el salto y apostar todo a esos valores-. Ese coraje es muy distinto del “vivir peligrosamente”. Eso es nihilismo, arriesgar la vida porque se es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor”. La fe consiste aquí en creer en nosotros mismos y en los demás, en nuestras posibilidades y en las de los otros.
Para mí el arte de amar me ha parecido siempre que es como una subasta de sólo dos personas, y a ver quién da más. Cuando se cree que no hay más pujas porque el precio está ya muy alto y es exorbitante, el otro puja con una cantidad aún mayor. En esta subasta los valores que están en juego no se tasan en términos monetarios y no son materiales, y es una puja que no acaba nunca.
 
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