jueves, 8 de febrero de 2007

Manifestación antiterrorista del 3 de febrero de 2007

El otro día, durante la manifestación contra el terrorismo, sumergida en medio de una marea roja y amarilla de banderas, creí oir en mi cabeza el ruido que hacen las bombas de ETA cuando estallan en la calle, las ráfagas de metralleta y los tiros con que esta banda criminal se abre paso en la vida, sembrando la muerte. Y es que hablar de terrorismo es hablar de una guerra oscura en la que un enemigo invisible aparece y desaparece inesperadamente, como en las pesadillas, un monstruo que nos acecha agazapado a la vuelta de cualquier esquina dispuesto, sin saber por qué, a caer sobre nosotros para aniquilarnos.
Por encima de la exaltación general y de la sucesión de discursos de denuncia, por encima del clamor popular, creí oir también dentro de mí los gritos de las víctimas cuando agonizan, el ruido de los cuerpos y los objetos cuando caen al suelo tras ser impactados por la onda expansiva de un explosivo.
Muchos aprovechaban la manifestación para hacer una alegre reunión social, charlando de sus cosas. Otros hacían exhibición de su ideología política en un despliegue de símbolos y cánticos totalmente fuera de lugar. No se trataba de eso: tendría que haber habido banderas blancas, palomas de la paz, lágrimas por todos los que han caído y los que sufren por haber sobrevivido y ser testigos de la situación en que nos hallamos aún hoy en día. Parece que olvidamos todos que se trata de una tragedia de dimensiones descomunales.
Pobre España del siglo XXI, grande para unas cosas, pequeña y limitada para otras.
Ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, siento escalofríos sólo de pensarlo. Dime que aún hay esperanza.

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