lunes, 5 de marzo de 2007

La abuela Luisa

Hablar de mi abuela Luisa, la madre de mi padre, es hablar de una mujer siempre alegre, simpática, charlatana, muy extrovertida.
Su aspecto era aparentemente frágil. Decían que de joven parecía una porcela china por su belleza y su delicadeza.
Cuando conoció al abuelo era muy joven, casi una niña, por lo que tuvieron que pedir permiso a los padres para casarse. Al ser militar, en los primeros años de casados iban a bailar a las fiestas que organizaban los oficiales, algo con lo que la abuela disfrutó mucho.
Al venir a vivir a Madrid, ya los hijos grandes, se dedicó a ser abuela. Somos 16 nietos, de los cuales las dos últimas, mis primas mellizas, nacieron después de que muriera el abuelo, y supuso para ella un alivio del alma tras el dolor inmenso de perder al ser amado: era como si se hubiera ido uno pero vinieran dos.
Transcurrido un tiempo desde que falleciera el abuelo, decía que a veces, en la cama, al despertar, alargaba la mano hacia el lado donde él dormía porque aún no se había hecho a la idea de que él no estaba ya, y se le olvidaba. No faltó nunca un retrato de él sobre su mesilla de noche.
Aunque éramos tantos nietos, jamás olvidaba un cumpleaños, y siempre tenía preparado un dinerito para regalarnos, aunque su pensión de viuda no daba para mucho, generosa hasta el extremo.
La abuela Luisa tenía un don natural para la cocina, con cualquier cosa podía hacer auténticas maravillas. Aún recuerdo los plumcakes que hacía para hijos y nietos, riquísimos. No he vuelto a comer nunca más una cosa así. El horno de su casa no daba abasto. Y también sus manos para las labores de costura, tejiendo ropa de punto para mi hermana y para mí, e incluso para nuestras muñecas.
Cuando iba a su casa tenía una sensación de paz que en pocos sitios he sentido. Ella hacía que el lugar donde estuviese resultara acogedor, era algo que se percibía en el ambiente, difícil de explicar, algo que no se veía pero que todo el que estuviera con ella notaba.
No sé por qué recuerdo especialmente una noche de verano, era el día de mi cumpleaños, sentadas mi hermana y yo sobre una manta en la pequeña terraza de su casa, observando a lo lejos el tráfico nocturno de la ciudad. Era una delicia estar allí, sintiendo un poco de brisa en el calor de la noche.
A veces nos contaba recuerdos de su infancia y juventud, como cuando su padre en alguna ocasión, estando rodeado de sus hijas (eran seis, y dos hijos además), les decía que si él tuviera suficiente dinero querría que ninguna se tuviera que casar y que estuvieran siempre con él. O cuando, ya casada, se ponía a bailar con el abuelo incluso aunque no hubiera música.
Lo que más profundamente se conserva en mi memoria fueron dos veranos que pasó con nosotros en el apartamento en la playa. Se levantaba por la mañana con su salto de cama sobre el camisón, siempre tan coqueta, y cogía sus cosas de aseo y sus perfumes del neceser. Incluso siendo ya tan mayor no perdía su feminidad.
En aquellos dos veranos todavía me parece ver el dulce que solía hacer, cómo vertía la leche caliente sobre los bizcochos y el flan, cómo extendía la nata y espolvoreaba el chocolate rallado. Esos aromas se mezclaban con los olores que veían del mar, la brisa y el sol que entraban por la terraza. Y era como si el dulce fuera ella misma, algo suave y placentero, como la ternura y el calor maternal.
Aquel primer verano estaba encantada de pasar el tiempo con nosotros, conviviendo todos juntos. Como era tan cariñosa, necesitaba en todo momento expresar su afecto físicamente: aún me parece sentir su cuerpo contra el mío en un abrazo muy fuerte que me dió, el primero que me habían dado en mi vida ( y yo ya tenía 17 años).
Quisiera poder olvidar los muchos años que pasó en residencias de ancianos cuando se puso mala y ya no se pudo valer por sí misma. Fue increíble las ganas de vivir que tenía, cómo sobrevivió a su delicadísima salud y a sus circunstancias durante tanto tiempo.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, quiero gritarte que no es justo lo que pasó con ella, que no lo tenía que haber consentido, que me la tenía que haber llevado conmigo a casa pasando por encima de la voluntad de sus hijos (menos mi padre, que tampoco quería eso para ella) y no haber dejado que estuviera en sitios como aquellos. Y eso es algo que me pesa como una losa. Perdónanos abuela.
Te quiero abuela.

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