jueves, 26 de noviembre de 2009

En busca de la libertad




No es la primera vez que se trata el tema de una utópica sociedad libre, sin prejuicios, en la que cada uno haga su vida sin someterse a normas. La anarquía no en su sentido más radical sino como forma de llevar una existencia sin limitaciones, placentera, el comunismo primitivo en el que todo se comparte y se disfruta tanto de una libertad individual como colectiva.
Ya en “La costa de los mosquitos” un hombre decide romper con su rutina y el consumismo de la sociedad en la que le ha tocado desenvolverse para empezar, junto a su familia, una nueva andadura en una playa paradisíaca, en la que se las tendrá que ingeniar para sobrevivir sin las comodidades a las que normalmente estaba acostumbrado. Él, su mujer y sus hijos constituyen una pequeña sociedad en la que cada uno tiene una función, son autosuficientes, aunque la vehemencia del protagonista le llevará a perder la cordura y a que la aventura acabe en desastre.
En “El planeta de los simios” el fin de la esperanza de libertad se acaba en la escena final, cuando el protagonista encuentra en la playa los restos de la Estatua de la Libertad, en una simbólica destrucción de todo aquello a lo que aspiramos. Recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que la vi, Charlton Heston arrodillado a sus pies, llorando, desesperado, derrotado.
En “La playa” se repite el tema de una sociedad libre, hippy en este caso. Hay una única autoridad, una líder del grupo, que es la que pone a todo el mundo de acuerdo y que ejerce su preeminencia con verdadero despotismo. Aquel es un paraíso perdido del que nadie debe saber su existencia. Son una pequeña sociedad muy cerrada en la que se reparten las tareas y hay mucho tiempo para el ocio y el placer. Hedonismo puro.
Se canta y se baila, se hacen juegos en la playa, el amor libre reina por doquier. Tan sólo cuando surge algún problema el sistema se derrumba: cuando uno de sus miembros necesita asistencia médica queda al descubierto la dureza de las condiciones que les han llevado a esa supuesta idílica situación, pues no está permitido que ningún extraño entre allí ni siquiera para salvar la vida de alguno de ellos. El enfermo es abandonado en la selva para que sus lamentos no interrumpan el ritmo habitual de la vida que llevan.
El protagonista, que al principio disfruta de una aventura que nunca hubiera imaginado, consiguiendo una gran popularidad en el grupo por su simpatía, después es testigo de estas inhumanidades y su mente se rebela ante el derrumbe de unos ideales y el despotismo con el que la líder ejerce su poder. Llega un momento en que el terror hace que pierda transitoriamente la cordura, sintiéndose amenazado por todo y por todos.
Aunque todos estos intentos de libertad absoluta y de búsqueda del placer siempre nos son presentados como un esfuerzo vano que termina de mala manera, en realidad tenemos el ejemplo de las sociedades primitivas, la vida de los miembros de las tribus, sea cual fuere el punto del planeta en el que se encuentren, en las que predomina una vida sencilla, planificada de tal forma que cada cual sepa de qué tiene que ocuparse, y todos se prestan ayuda entre sí cuando es necesario. Ellos, considerados por la sociedad civilizada como salvajes, son en realidad un ejemplo de organización y civilización, aunque algunas de sus costumbres sean bárbaras. Conservan buena parte de la inocencia perdida, porque actúan con el ánimo y los esquemas básicos de los que no han sido contaminados por la malicia, con la mentalidad de los niños. Su simpleza es con frecuencia motivo de burla, frente a la sofisticación de la sociedad industrializada actual. Viven en contacto con la Naturaleza, no han perdido las raíces ancestrales que nos son propias, se mantienen genuinos en su forma de vivir. Todo se decide en comunidad, hay un respeto por los mayores, y la justicia se reparte por igual sin mediar ningún tipo de interés.
DiCaprio, siempre inefable, sabe transmitir una vez más el espíritu del personaje que en cada momento tiene que interpretar: con él tocamos la libertad con las manos, él nos hace integrarnos en el paisaje, en la Naturaleza, en esa playa maravillosa de arena blanca y mar esmeralda; él nos lleva por las pesadillas de la locura, el vacío y la desorientación, nos hace mirar dentro de nosotros mismos para recuperar el sentido de las cosas, nuestros valores primigenios, para volver a ser los que somos, los que nunca debimos dejar de ser. Pasó rozando un ideal que todos perseguimos en mayor o menor medida, el anhelo de libertad, vivir y dejar vivir, la búsqueda de nuestra propia esencia, de nuestra identidad.
La música que compuso Angelo Badalamenti, autor de grandes bandas sonoras de cine, etérea y maravillosa, que acompaña esas imágenes, que impulsa la historia, que nos envuelve con su plasticidad, es el toque justo que hará que relacione inevitablemente esa armonía sonora con la idea de libertad.
Es curioso ver cómo se asocia la idea de libertad a la conquista de mundos paradisíacos, remotos, casi vírgenes, a la playa. No creo que la concepción del paraíso que podamos tener en nuestra cabeza pase necesariamente por el Caribe o cualquier otro lugar exótico. El paraíso puede ser cualquier sitio, o simplemente un estado mental y emocional, un espacio en el que ante todo reine la libertad.

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