sábado, 31 de julio de 2010

El último día de playa

Siempre tiene algo de melancólico mi último día en la playa. Suelen quedarse grabadas en mi memoria las mismas sensaciones en cada ocasión: la transparencia y la frescura del agua del mar en mi piel, el masaje relajante de la arena tibia en los pies, que los tengo últimamente tan delicados, el cielo tan azul visto desde la toalla sobre la que me tumbo para dejarme acariciar por la brisa y el sol, bajo la sombrilla. 
En mi último día en la playa de este año había nubes de borreguito por todas partes, tan blancas y esponjosas que relajaban la vista. La montaña, al fondo, estaba despejada. No hacía mucho que se cubrió de nubes grises y espesas tapando la cima. Los truenos vienen siempre de allí, y cuando la tormenta se extiende sobre el mar, descarga sus rayos sobre la línea del horizonte, en un espectáculo tremendo y fascinante. Pero este año no hubo grandes tormentas, ni días de playa lluviosos, cuando la gente apenas va y los pocos que sí lo hacemos nos metemos en el agua cuando empiezan las primeras gotas, que es cuando está más caliente.
Tampoco hubo olas grandes y espumosas que hacen que icen la bandera roja a la que casi nadie suele hacer caso. Me encantan esos días de mar embravecido, porque son la única ocasión en que me demuestro a mí misma que soy valiente si me lo propongo. Es un desafío que acepto con verdadero placer.
Dos noches atrás pude disfrutar de la incomparable visión de la luna llena sobre el mar oscuro. Una vez más, este año no me he atrevido a bañarme de noche, aprovechando la iluminación natural. Dije que lo iba a hacer y al final no lo hice. Pensé que los animales marinos saldrían de sus escondrijos, ya libres de la eterna invasión  de los hombres, para pasearse tranquilamente por los territorios que en realidad les pertenecen exclusivamente a ellos. Cada vez soy más miedosa. Ahora cualquier cosa que me roce, aunque sea un alga flotando, ya me asusta.
Este año los animales se comportaban de forma diferente a lo que nos tienen acostumbrados. Los peces más grandes se me aproximaban para observarme desde el fondo cuando me acercaba nadando a la zona de algas, y los más pequeños que están cerca de la orilla, algunos diminutos como una uña, venían a mí muy deprisa sin llegar a tocarme, acercándose y alejándose sin cesar y no dejándose atrapar en ningún momento cuando los intentaba coegr. Hasta hubo un cangrejo que salió de la orilla y se encondió debajo de una balsa cuando se sintió amenazado, porque como es algo que no suele verse allí despertó la curiosidad de niños traviesos y madres resabiadas que querían darle un entretenimiento gratis a sus hijos. Menos mal que el pobre bicho volvió por donde había venido, aprovechando una distracción. Aquel era un cangrejo de los que no suelen verse en los restaurantes. Era como cuadrado y gris oscuro, y cuando le daba el sol en ciertas posiciones tenía reflejos plateados.
Las gaviotas también se comportan de forma distinta, vuelan cada vez más cerca de los bañistas, casi a ras del mar, y frecuentan la playa a última hora de la tarde, buscando restos de comida. Las hay de dos tamaños, y las que son más grandes son casi como una cigüena. En cambio, ya no se ven medusas. No sé si llegarán en agosto, cuando el mar se caliente un poco más.
Echo en falta la fragancia de las flores por la noche, porque aquello está lleno de jardines, y especialmente el aroma del jazmín. Quisiera poder cultivarlo en casa, pero son plantas de exterior, y yo no tengo las condiciones que se precisan.
Si con algo me quedo de mis vacaciones este año es con la imagen de Ángel, mi cuñado, calzándose las deportivas que Miguel Ángel no ha querido, y que ahora son para él, marchando hacia los parajes más recónditos desde los que divisar, en lo más alto, todas las playas, montes y campos, torre vigía del año 800 incluída, para tomarlos en video y enseñárnoslos a nosotros. Incansable buscador de metas, en un viaje lleno de curiosidad hacia lo que aún es desconocido. Y sobre todo, la difícil subida hasta la Cruz que de noche se ve desde cualquier punto iluminada, y que por lo visto tiene montones de mensajes y pequeñas flores prendidas en su base, para hacer un ruego: que él y mi hermana logren ser padres alguna vez.  
El último día de playa me solía producir una sensación de vértigo parecida a cuando pasamos de un año a otro. Un momento de tránsito, de pasar página, de sentir que el tiempo transcurre y se nos escapa de las manos, impotentes. Nos creemos dueños y señores de todo lo que existe, pero en realidad de cuán pocas cosas tenemos un verdadero control.
Este año apenas hubo melancolía, ni vértigo. Será porque ya todo me da un poco igual. O será porque me sumerjo en el torbellino vital que es el mundo sin oponer resistencia como solía antes. Para qué tanta reflexión, para qué cuestionarlo todo. Es mejor dejarse llevar. De todos modos somos artífices sólo de una pequeña parte de nuestra vida, hagamos lo que hagamos no somos nosotros los que disponemos de ella en realidad.
De regreso en el tren, el paisaje ofreció en cierto momento, ya bien entrada la tarde, un hermoso y grandioso cúmulo de nubes que dejaban pasar unos rayos de sol sobre el campo y una inmensa laguna junto a la que pasamos. En los auriculares se escuchaban unas hermosas y dulcísimas melodías cantadas por una soprano. Y esta belleza que por todas partes nos rodea barrió cualquier rastro de melancolía y dió paso a la armonía, a la paz.
Y seguimos nuestro camino, una vez más.

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