martes, 30 de noviembre de 2010

Carros de fuego

Nunca antes se había visto una historia de lucha y competición tan especial como la que protagonizaron Eric Lidell y Harold Abrahams, conocida gracias a la película Carros de fuego.

Dos corredores, que practicaban deporte más como afición que como profesión, en un momento dado se verán en el punto de mira de la opinión pública sin que ellos mismos se lo hubieran propuesto, y su enfrentamiento marcará un hito en la historia de la competición.

Más distintos no podían ser. Eric, cristiano evangélico de la iglesia reformada de Escocia, aspiraba a ser misionero, y era muy popular entre los suyos. Su humildad, su alegría y su empuje interior eran excepcionales, y eso se reflejaba en su forma de correr, pues lo hacía con una libertad, una limpieza y una determinación increíbles, sin perder nunca la sonrisa. Tenía una manera muy peculiar de hacer sus carreras, y especialmente sus sprints, abriendo la boca en un rictus de esfuerzo al límite, echando la cabeza hacia atrás y moviendo los brazos hacia fuera, un poco patoso. Cuando terminaba, siempre victorioso, dedicaba unas palabras a todos los que se agolpaban a su alrededor para saludarle, infundiendo una fe renovada en Dios, que estaba presente en su vida en todo momento y era su fuente de inspiración, y un ánimo de triunfo y una energía que contagiaba al que le escuchara. Su verbo era ardiente, directo y sencillo, completamente entregado a aquello que estuviera haciendo en cada ocasión. En muchos sentidos, Eric Lidell era un hombre heroico, sublime, y hacía que cada momento de la vida cotidiana resultara excepcional.

Su padre le dijo una vez: “Corre en nombre del Señor, y deja que el mundo se asombre”.

Eric se consideraba un instrumento divino. “Yo creo que Dios me hizo con un propósito. Él me hizo rápido para complacerle”.

Por lo que respecta a Harold Abrahams, en su condición de judío, percibía dolorosamente que no contaba con el beneplácito de los ingleses. Poseía una personalidad signada por un complejo de inferioridad social, que le hacía sufrir mucho, agravado por ser él una persona extremadamente sensible e inteligente. En una ocasión le dijo a un amigo y compañero de Cambridge: “Mi padre era lituano, un extranjero. Él ama profundamente a este país. Pero olvida que Inglaterra es cristiana, y anglosajona. Yo lucharé contra todos, y les haré tambalearse”. Abrahams confesaba querer a su padre en extremo, y cualquier agravio que se le hiciera era una afrenta para él.

Eric y Abrahams compitieron en los Juegos Olímpicos de 1924. Los rectores de la universidad llamaron a este último para reconvenirle por usar un entrenador profesional siendo él un atleta amateur, y de paso hacerle algún comentario xenófobo y clasista. Todo eran obstáculos y prejuicios, algo que chocaba con su orgullo y a lo que nunca se terminó de acostumbrar. Pero Abrahams no se arredró: “Ustedes caballeros suspiran como yo por el triunfo, conseguido sin aparente esfuerzo de los dioses. Suyos son los valores arcaicos que se encierran en esta Universidad. Yo creo en la búsqueda de lo excepcional, y llevo el futuro conmigo”.

La casualidad hizo que la competición en la que corría Eric se celebrara  un domingo, y por los preceptos religiosos que el seguia ese día no se puede trabajar ni realizar actividad alguna. Convocado ante el comité olímpico y el mismísimo príncipe de Gales, nadie fue capaz de convencerlo para que cambiara su parecer, hasta que un compañero, amigo de Abrahams, que también participaba en los Juegos, le cedió su lugar en su carrera, que iba a celebrarse otro día. Eric Lidell era un hombre de convicciones profundas, algo que tenía en común con Abrahams. Cuando el comité comentó lo acontecido, alguien dijo: “Hemos pretendido con este hombre separar su velocidad de su espíritu, infructuosamente por fortuna, en nombre de un exagerado orgullo nacional”.

Abrahams admiraba profundamente a Eric. Cada vez que corría, observaba todos sus movimientos, la forma como remontaba a todos hasta alcanzar la meta, a veces con bastante diferencia respecto del resto del grupo. No podía dar crédito a sus ojos, deseaba ser mejor que él, pero no sabía cómo.

Ellos nunca compitieron en las mismas pruebas, pero fue memorable la ocasión en que Abrahams se acercó a Eric para estrecharle calurosamente la mano después de que éste acabara victorioso una de sus carreras. No parece que Eric fuera tan consciente de la expectación levantada como Abrahams, no era tan competitivo como éste.

Harold Abrahams volvió victorioso de los Juegos de París, y los rectores de su universidad tuvieron que tragarse sus palabras. Eric Lidell también cosechó triunfos, pero abandonó por completo el atletismo para ser misionero en China, falleciendo unos años después. Era una persona muy querida y fue muy llorado por todos.

Como se decia en la pelicula, no sólo una razón les llevaba a correr más rápido que ningún otro hombre. Sus motivos eran tan diferentes como sus pasados. Cada uno tenía su propio Dios, sus propias creencias y su propio empuje hacia el triunfo. Fue la suya una cuestión de ambición y superación personal que marcó un hito en la historia de la competición deportiva.

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