jueves, 5 de marzo de 2009

Muerte en Venecia


Cuesta mucho disfrutar del cine europeo después de tantos años consumiendo cine norteamericano. Me pasó el otro día con “Muerte en Venecia”. Mis hijos no la entendieron y les pareció aburrida. Quizá sea un poco tarde para educar su sensibilidad, como le pasa al resto de la generación posterior a la mía. Es como intentar que un comedor habitual de fast food llegue a apreciar un plato exquisito.
Incluso a mí me pareció ahora una película lenta. Antes estábamos acostumbrados a otro ritmo cuando nos contaban historias, éramos capaces de paladear los momentos únicos que el cine nos ofrecía el tiempo suficiente para que quedasen grabados en nuestra memoria y pasasen a formar parte de nuestras emociones vitales.
Yo creo que aquel fue el primer largometraje que vi sobre el tema de la homosexualidad, siendo una niña, y recuerdo que me sorprendió y me conmovió profundamente. Los denonados esfuerzos que hace el protagonista por agradar y llamar la atención del joven y bellísimo Tadzio los he visto yo pocas veces. Inasequible al desaliento. Aquel amor representa para él un soplo de aire fresco que inunda su alma para dejar atrás pasadas desgracias personales, un bálsamo, y de esa necesidad se alimenta la fuerza con la que surge, sacando de lo más recóndito de su ser sentimientos y emociones que nunca antes había experimentado. Se siente realmente fascinado por los movimientos delicados y felinos del adolescente, por su juventud y su perfección física.
Un amor imposible, platónico se suele decir para estos casos, tremendamente frustrante pues. Ellos nunca llegan a intercambiar palabra ninguna.
El bello Tadzio se deja admirar, se pregunta quién es aquel hombre maduro que le contempla en la distancia. Seguramente no se cuestiona nada, no busca una explicación para algo que no es convencional y que por su juventud aún desconoce: amor homosexual y entre personas de edades tan distintas. Se considera el objeto de deseo de un artista mayor pero desde el punto de vista de la admiración estética, como quien contempla una obra de arte. Tadzio vive en su mundo, ajeno a las pasiones que despierta, y sólo de vez en cuando se percata de la mirada que lo acaricia y al mismo tiempo intenta penetrar en los más íntimo de su esencia, del hombre que incluso ya enfermo le sigue medio arrastrándose por las calles de Venecia para saber dónde va y si está seguro.
La exquisitez del ambiente del hotel donde se alojan, las ropas tan elegantes, la forma que tienen todos de moverse, casi flotando, como si estuvieran en otro mundo, al margen de todo lo que sucede en el exterior, hace que se cree una atmósfera casi etérea que, acompañada por la maravillosa música de Mahler, remedo del protagonista, componen un conjunto de una gran belleza y melancolía.
Las imágenes que más me impresionaron la primera vez que vi esta película fueron la del protagonista en la peluquería, cuando se hace teñir las canas y se maquilla para parecer más joven y agradable (por amor podemos llegar a hacer el más tremendo de los ridículos sin importarnos), y la escena final en la playa, cuando ya se siente realmente mal y debido al calor le empiezan a caer por las sienes churretes del tinte negro del pelo, y su maquillaje se estropea. Mientras se siente morir mirando a lo lejos la figura de Tadzio recortándose sobre el brillo del sol en el mar, allí en la orilla, siempre inalcanzable y hermosa, se pone de manifiesto su impotencia para poder comunicarse y transmitir sus sentimientos y la imposibilidad de mantener su juventud sin artificios. Parece como si se deshiciera en medio de un gran sufrimiento, como una flor que se marchita con rapidez.
Planos largos, muchos primeros planos que recrean el más mínimo gesto o detalle de los protagonistas, algunos planos a vista de pájaro de la bellísima ciudad, con un toque de bruma, y de la playa.
Destaca también Silvana Mangano en el papel de la madre de Tadzio, exquisita sólo con su aparición en pantalla, con una distante elegancia y muy bella.

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