martes, 14 de septiembre de 2010

Ser bombero en el 11 S: a las puertas del infierno

No hay más que teclear en Google un simple número y una letra, 11 S, para que la pantalla del ordenador se inunde de toda clase de informaciones sobre el escalofriante tema que está detrás de estos símbolos. Son una avalancha de datos surgidos con una fuerza inusitada, como si contuvieran en sí mismos un grito mudo de dolor.

Hace unos días, al cumplirse nueve años de aquella masacre, vi en televisión un reportaje que hizo un bombero con una pequeña cámara mientras tuvieron lugar los hechos.

El bombero llegó al lugar cuando ya las dos torres estaban ardiendo. Se ve cómo va caminando por las inmediaciones, las calles y los edificios cubiertos con una espesa capa de un polvo blanco grisáceo. De vez en cuando se cruza con pequeños grupos de gente sucia y con heridas que apenas pueden tapar con pañuelos. Un señor gordito con gafas, con maletín de ejecutivo, manchado, pasa muy despacio a su lado con cara de estar en otro mundo, o haber venido de él.

Se ve después que entra en el hall de la torre 2. Muchos compañeros pululan a su lado. Hay informaciones contradictorias entre ellos acerca de lo que está pasando en los pisos superiores. Nadie sabe nada a ciencia cierta. Se intentan evaluar los daños.

En un momento dado, sale del edificio y enfoca a otros bomberos de su parque, que miran hacia arriba, donde están los incendios. La otra torre no se ve. De repente todos empiezan a gritar y a correr: la torre 2 se está derrumbando. Comienza la huida, pero no gira la cámara hacia lo que está sucediendo. De repente cae al suelo y la cámara sigue rodando sobre la acera muy cerca de él. El jefe del parque se le había echado encima para protegerle del impacto de los restos del edificio que salían despedidos en su caída. Delante de la cámara se ve cómo se extiende una nube de polvo marrón y pequeños restos de escombro. Le sigue un viento muy fuerte, producto de la onda expansiva. Todo el tiempo se escucha un rugido de fondo, como si fuera un mar embravecido un día de tempestad.

El bombero pide auxilio, aún tumbado. No ve nada a un palmo de él, tan espesa es la nube de polvo que se ha extendido por todas partes. Se oye cómo comenta el silencio sepulcral que ha seguido al desastre. El que le tumbó le pregunta si está bien.

En un instante se levanta, coge la cámara del suelo y le limpia el objetivo como puede. Enfoca a los compañeros, todos con caras de consternación. Comentan que ya nada pueden hacer y optan por regresar al parque.

Poco a poco van llegando, extenuados y en estado de shock. Vienen andando despacio, como si estuvieran de paseo. Se abrazan, algunos no pueden reprimir las lágrimas. En el parque cada uno se dedica a alguna cosa pero de manera mecánica, sin pensar en lo que hacen. Uno se está lavando, otro vomita en un bidón de basuras. Algunos se han sentado en el suelo reposando la espalda contra la pared y permanecen silenciosos con la mirada fija en algún punto indefinido. Un médico va de aquí para allá atendiendo lesiones. Alguien comenta que estaba en la azotea de un edificio cercano y decía que no paraban de caer brazos, piernas y pies desde lo alto de las torres. Se pregunta por los ausentes con gran preocupación, pero todos van regresando como con cuentagotas. Tan sólo falta uno, pero al cabo de mucho rato aparece también por allí. Físicamente parece indemne, pero psicológicamente es el más traumatizado de todos. Es el menos veterano, sólo lleva cuatro meses trabajando, y aquello ha sido demasiado para él. En el fondo han tenido suerte, porque puede que su parque sea el único que no haya tenido bajas.

A los que están casados y tienen hijos se les permite regresar por unas horas a sus casas para descansar y reencontrarse con sus familias, los demás permanecen allí. Cuando regresen puede que pasen días antes de que vuelvan a pisar sus hogares.

Por la noche, el parque está iluminado interiormente sólo con velas y lámparas de camping. El último bombero que regresó con vida sube a poner la bandera a media asta. Dice que no quiere tener que volver a hacer eso nunca más. En la radio se oye una emisora del cuerpo en la que una voz monocorde va desgranando los nombres de los compañeros de otros parques que han fallecido en el desastre. A muchos los conocen de hace tiempo, y se echan las manos a la cabeza cuando oyen que son nombrados.

El jefe les dirige unas palabras de ánimo y de agradecimiento por el esfuerzo sobrehumano que están haciendo. Dice que él en particular ha salvado la vida de puro milagro, porque estaba dentro de la torre 2 y si hubiera tardado 2 tramos más de escaleras o 30 segundos más, no lo hubiera contado.

Tras haber comido algo y descansar un poco, regresan a la zona en un autobús, porque se han quedado sin sus coches. Tienen ahora la dura tarea de desescombrar para encontrar posibles supervivientes y rescatar cadáveres para que puedan tener un entierro digno. Se dan algunas consignas: tres silbidos quiere decir que hay posibilidad de un derrumbamiento y hay que parar lo que se esté haciendo y estar atento. También cuidado donde se pisa, porque bajo los restos puede haber un agujero de diez o doce metros por el que fácilmente caer.

Un grupo especial llega con sopletes para cortar las vigas metálicas y llevárselas a trozos. Se comenta que los muertos que van encontrando están completamente destrozados, aunque esto no llega a verse en el documental. En 24 horas sólo han encontrado a una persona viva. A cada momento unos silbidos hace que todos se detengan y agucen el oído. Casi siempre tienen que salir corriendo por los derrumbes.

El desaliento cunde por doquier. Algunos bomberos dicen que quieren abandonar la profesión. Otro opina que si en ese momento le reclutara el ejército para ir a combatir a los terroristas y matarlos, que lo haría. Al cabo de unas semanas vuelve el ánimo y el deseo de continuar dedicados a una actividad que, aunque dura, reporta satisfacciones tales como poder rescatar a otras personas de una muerte segura. Hay un compañerismo entre ellos como se da en pocas profesiones, y unos verdaderos lazos de afecto que durarán toda la vida.

La gente acude al parque a lo largo de las semanas siguientes con cajas de fruta y verdura y objetos de aseo personal. Ellos dicen que no van a poder comerse tanta comida. Es el reconocimiento de toda una ciudad a una labor que nunca está lo suficientemente valorada.

Llegan dos nuevos bomberos recién salidos de la academia. Son muy jóvenes y parecen un poco asustados. El jefe les dice que se espera mucho de ellos, como del resto de los compañeros, y que cualquier fallo puede marcar el resto de sus carreras.

Se me ha quedado grabada en la memoria una imagen nocturna, tomada a cierta distancia aquel 11 S, de la zona donde estaban las torres. Hay una incandescencia, como un resplandor enorme que ilumina aquel sitio. Aún no se han enfriado por completo los restos. Parecen las puertas mismas del infierno.

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