martes, 28 de junio de 2011

Mejor...imposible (I)


Mejor…imposible es una de mis películas preferidas, y por muchas razones: el amplio espectro interpretativo de los actores protagonistas, que nos han sabido transmitir todo tipo de sentimientos y emociones; la inteligencia y la sensibilidad derrochada en el argumento y, sobre todo, en los diálogos; el talento artístico del director y de todo el equipo que contribuyó a que esta obra maestra inigualable tuviera lugar.

Tres son los protagonistas de este premiado film, personajes que ya se han hecho imprescindibles en la iconografía cinematográfica de cualquier aficionado al celuloide.

Melvin, escritor de éxito, lleno de manías y rarezas, refinado y culto, inteligente, ermitaño, se complace hiriendo a los demás con su sarcástico sentido del humor, que para él es su normal manera de expresarse y de relacionarse con su entorno.

Simon, vecino de descansillo de Melvin, es un hipersensible y delicado pintor, homosexual, que también tiene una carrera exitosa, dueño de un perrito peludo, Verdel, que haría las delicias de cualquiera y al que no sé si considerar el cuarto protagonista del film. Sus aciagas circunstancias personales cambiarán la vida de los que le rodean.

Carol es la camarera que atiende a Melvin en el restaurante al que va habitualmente a comer. Madre soltera, vive con su madre y su principal motor y preocupación es su hijo, Spencer, Spence como dice ella, que tiene una delicada salud. Fuerte, sincera, hiperactiva, parece que va buscando algo que no termina de encontrar, todo le afecta profundamente, lo bueno y lo malo, nada le es indiferente. Destila una mezcla de simpatía y calidez, tiene unos valores firmemente arraigados, grandes altibajos emocionales, se exige mucho a sí misma y también a los demás, y se somete a su propio e implacable juicio constantemente, del que no siempre sale bien parada ni ella misma. Es la única que sabe tratar con Melvin.

Quiero reproducir los diálogos de esta película, pues son hilarantes e inteligentes, y nos conducen a lo largo de una historia que no es si no la vida misma, con todos sus placeres y pesares.

Al principio vemos a Melvin abalanzándose sobre Verdel, que se ha escapado de casa de su dueño, Simon, y se está haciendo pis en una de las paredes, en el descansillo. Para evitarlo, y como no sabe cómo tratar a los animales, opta por echarlo por el tobogán de la basura.

Simon sale y al verle le pregunta por él, por si lo ha visto. “Es mi perro, con esa carita adorable”. Melvin aprovecha para burlarse de el. “¿De qué color?. De color melaza, con la nariz ancha para oler las comidas de la cárcel..”, le dice haciendo alusión a su marchante de arte, que es negro.

Melvin entra en su casa, y ahí es cuando empezamos a ser testigos de su extraña condición humana, repitiendo incansable sus manías diarias: abrir y cerrar varias veces la puerta de la calle, encender y apagar varias veces las luces, emplear agua hirviendo para lavarse las manos aunque casi se las queme, además de dos pastillas de jabón de glicerina que saca de un armarito del baño, donde las acumula en cantidades industriales, para luego tirarlas a la basura nada más usarlas.

Cuando el portero le devuelve a Verdel sano y salvo, Simon le besa en el hocico muy contento, y el animal le corresponde con varios lametones. El portero le dice con mucha sorna que lo encontró en el cubo de basura del sótano comiendo caca de pañal.

Melvin en su casa recita en voz alta los pasajes del último libro que está escribiendo, mientras teclea en su ordenador. “¿ Cómo podía encontrar ella tanta esperanza en sus partes más íntimas?. Por fin era capaz de definir el amor. El amor era…”. Varios timbrazos en su puerta, y las voces de Simon y su marchante de arte, Frank, le sacan de su concentración creativa y le hacen montar en cólera. “¡Hijo de puta!. ¡Maldito marica culiprieto!”. Abre la puerta de su casa furioso, y Simon le pregunta, asustado por la actitud de Melvin, si fue él quien hizo desaparecer a su perro, mientras no puede evitar que se le empañen los ojos, angustiado sólo de imaginarlo. “¿No te das cuenta de que yo trabajo en casa?. ¿Te gusta que te interrumpan mientras estás mariposeando en tu jardincito?. Pues yo trabajo a todas horas. Así que nunca, nunca, me interrumpas, ¿de acuerdo?. Ni aunque haya un incendio. Ni siquiera si oyes un golpe seco en mi casa y al cabo de una semana sale de aquí un olor que tan sólo puede ser el de un cadáver putrefacto, y has de llevarte un pañuelo a la cara, porque el hedor es tan fuerte que te vas a desmayar, aún así, no llames aquí. O si es la noche de las elecciones, y estás emocionado y quieres celebrarlo porque algún chupapollas con el que sales ha sido elegido el primer presidente marica de los Estados Unidos, y ha decidido que va a llevarte a hacer locuras a Camp David, y quieres a alguien con quien compartir ese momento, aún así, no llames, a esta puerta no. No. ¡Bajo ningún concepto. ¿Lo has captado, ricura?”.

“No ha sido una indirecta muy sutil”, le dice Simon vacilante. Cuando Melvin vuelve a meterse en su casa, Simon, todavía impresionado, bromea con Frank: “Según la teoría de la confrontación, ahora se lo pensará antes de meterse conmigo”.

Melvin, de nuevo ante su ordenador, intenta recuperar la inspiración. “El amor era….”. Esta vez es Frank el que llama a la puerta de su casa, y cuando Melvin sale, aún más encolerizado que antes, le saca al descansillo tirándole del cuello del jersey con las dos manos. “Crees que puedes apabullar a todo el mundo con tu mala leche. Yo me crié en el infierno, hermano. Mi abuela tenía más mala leche”. Melvin grita, aterrorizado. “¡Policía!. ¡Idiotas devoradores de donuts!. ¡Ayúdenme!. ¡Asalto con agresión!. ¡Y eres negro!”. “¡Me gusta, Melvin!”, le dice Frank. “¡Odio hacer esto, soy marchantes de arte!. Que tengas un buen día. Muy bien. ¡Juerga, juerga!”, exclama mientras se aleja dando saltitos.

En la calle, Melvin va empujando a la gente, intentando sortearla sin que le toquen, procurando no pisar las líneas de la acera. A uno le hace caer de su bicicleta. Algunos le increpan.

Al llegar al restaurante donde come habitualmente, se sitúa al lado de la mesa que suele ocupar, en la que está sentada una pareja, y escucha lo que están diciendo mientras los mira fijamente para incomodarlos. “La gente que habla con metáforas a mí me restriega los bajos. Tragar”. Mientras, Carol, la camarera que le suele atender, va y viene y cada vez que pasa por su lado le roza, lo cual parece gustarle mucho. Se dirige a ella. “Resulta que hay judíos en mi mesa”. Ninguna camarera quiere que Melvin se siente en su zona. “¿Cuánto tenéis que comer?. Vuestro apetito es más pequeño que vuestra nariz ¿eh?”. La pareja de la mesa, que no quiere problemas, termina marchándose, mientras el dueño del restaurante hace amago de echarle.

Carol se sorprende con las cosas que pide Melvin para comer. “Morirá pronto con esa dieta”, le dice. “Todos moriremos pronto”, comenta el aludido a media voz. “Yo lo haré, tú lo harás, y por lo que parece tu hijo seguro”. Ha oído a Carol más de una vez hablar sobre los problemas de salud del niño. Ella le mira, no dando crédito, iracunda y conmocionada. Melvin se da cuenta de que acaba de meter la pata. Es como si no le importara la reacción de los demás a sus comentarios o sólo fuera consciente del alcance de los mismos cuando el efecto que provocan es tan fulminante. “Si vuelve a hablar de mi hijo, ya no podrá volver a comer aquí nunca más. Deme alguna muestra de que lo ha entendido o márchese ahora. ¡¿Lo ha entendido bien, loco-cabrón?!”. Melvin musita unas disculpas, sin apenas atreverse a levantar la vista de la mesa, y Carol se aleja, aún consternada.

Carol tiene una cita esa noche con un hombre muy apuesto y algo más joven que ella. Todo sale mal porque lo lleva a casa, donde apenas tiene intimidad, y por descuido se mancha con vómito del niño al ir a tocarle un pecho a Carol, lo que termina de quitarle interés al momento. “Es demasiada dosis de realidad para un viernes por la noche”, le dice él como excusa al marcharse.

Uno de los colaboradores de Simon escoge a un chico de la calle para que haga de modelo para uno de sus cuadros. Cuando el elegido va a casa del pintor, mientras le sigue hasta el estudio, se va quitando la ropa. “No es un desnudo”, le dice Simon desconcertado al volverse y verlo así. Ya en plena sesión, el improvisado modelo no sabe cómo posar. “Yo sólo observo hasta que algo me inspira”, le dice Simon. “Ninguna orientación”, se lamenta el chico. Simon intenta explicarse. “¿Has observado alguna vez a alguien que no sabe que le observas?. Una anciana sentada en un autobús, o niños que van al colegio, o alguien que espera, y ves ese resplandor que les invade, y de inmediato sabes que no tiene que ver con nada externo, porque eso no ha cambiado, y cuando lo ves son como más reales y están vivos, y si miras a alguien un buen rato descubres su humanidad”. El chico capta enseguida la idea.

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