jueves, 10 de enero de 2013

Náufrago


La imagen de Tom Hanks en Náufrago al clarear el día, después del accidente de avión, sentado en la playa con un reloj de cadena en la mano que ya no funciona, es el paradigma del hombre moderno.

El protagonista, obsesionado con el tiempo, dueño de una empresa de mensajería y paquetería, siempre inculcaba a sus empleados de forma compulsiva la necesidad de ser los más rápidos en su trabajo: había que llegar a los sitios más lejanos lo más rápido posible.

De pronto, paralizado en su quehacer cotidiano, abandonado a su suerte en una isla desierta por esas cosas del azar (lo que menos imaginas te puede llegar a pasar), se siente perdido al no tener sus habituales referentes. Parece que no somos capaces de vivir sin un reloj, sin horarios, sin parámetros de ninguna clase, sin planificación de la cotidianeidad en función de los minutos, de las horas.

También Hanks representa al paradigma del hombre moderno en lo que se refiere a la soledad. Sólo cuando se ve aislado del resto de sus congéneres, teniendo que recurrir a la imaginación para conseguir los recursos que le permitan sobrevivir, se dará cuenta de lo mucho que todos necesitamos a los demás, de la convicción absoluta de que, como decían los griegos, somos “zoon politikon”, animal social. En los tiempos que corren, en los que tendemos a replegarnos dentro de nosotros mismos y, aunque vivamos rodeados de gente somos a veces como una isla, es ésta una amarga lección de humanidad.

La supervivencia nos obliga a tomar lo que se nos va presentando sin muchas contemplaciones. A uno de los cadáveres que llega a la playa tras el accidente le quita los zapatos, que le van a hacer falta. Sin embargo, las costumbres impuestas por nuestras tradiciones culturales le impelen a darle sepultura y a escribir su nombre, fecha del nacimiento y de la muerte sobre una roca, según la identificación que encuentra en su chaqueta.

Paralizado en lo que había sido su vida, las horas pasan despacio, y le da ocasión de observar la Naturaleza, los movimientos de las mareas, los cambios climáticos, la técnica para pescar o para hacer fuego, la elaboración de utensilios que le servirán en su cotidianeidad. Así debió ser para el hombre primitivo, puesto en este mundo con los únicos recursos de su resistencia física y su imaginación.

Probará una y otra vez diversas formas de hacer las cosas, como el niño que experimenta lo que por vez 1ª llega a sus manos, hasta que consigue hacerlo bien. La sabiduría de la perseverancia. Es duro el aprendizaje, pero las ganas de vivir pueden más.

Al cabo de 4 años el cambio obrado en su persona es brutal. Extremadamente delgado, con el pelo largo y sin afeitar, apenas vestido, realiza todo lo necesario para sobrevivir con precisión y de forma mecánica. Mientras come, su mirada inexpresiva se pierde en un punto indefinido en el mar, más allá del horizonte. Habla solo o con una pelota que encontró entre los restos del avión, a la que ha dibujado una cara con la huella sangrienta que dejó en ella su mano herida, y a la que llama Wilson.

Fuerte, perspicaz, con todos sus sentidos alerta en todo momento, idea la forma de escapar. Le ha llevado mucho tiempo tomar esta decisión, poco confiado en sus capacidades y temeroso de las fuerzas de la Naturaleza, que le han demostrado más de una vez hasta dónde pueden llegar.

La balsa que se construye es muy ingeniosa, usando un trozo del fuselaje del avión como vela. Él ya había estudiado la frecuencia de las olas, y cuando consigue remontar la última, la más grande y peligrosa, y se aleja hacia alta mar, no puede reprimir el llanto al tener que dejar un lugar que ha sido al mismo tiempo una cárcel y un hogar para él.

Abandonada la seguridad de la tierra firme, a la deriva en medio del inmenso mar, será una vez más azotado por los elementos y momentáneamente acompañado por una ballena, que le observará con uno de sus enormes ojos, como a un extraño animal perdido en mitad de un páramo azul.

Wilson, que se aleja flotando, le hace casi perder la vida en su intento por recuperarlo, pues ha sido el único objeto de sus afectos. Dolorosamente consciente ahora de su absoluta soledad, lanzará a los cuatro vientos su desesperación, su llanto desgarrado.

El carguero gigantesco que pasa a su lado es como una aparición, algo totalmente surrealista. Él, medio inconsciente, tarda en darse cuenta de lo que sucede.

Volver a su vida de antes será ya imposible. Kelly, su amor, se ha casado y ha tenido una hija, creyéndolo muerto. Para ella es muy difícil el reencuentro, porque aún sigue queriéndolo.

En la fiesta de bienvenida de su empresa está como pez fuera del agua, aturdido. Cuando todos se han ido, contempla la langosta sobre una bandeja en la mesa, y recuerda los muchos cangrejos que se tuvo que comer mientras estuvo en la isla, y acciona el encendedor eléctrico rememorando también lo mucho que le costaba hacer fuego. En el mundo civilizado, lleno de comodidades, todo está al alcance de la mano, algo de lo que no nos damos cuenta hasta que lo hemos perdido.

En su dormitorio no puede dormir en la cama, acostumbrado a hacerlo en el suelo, y enciende y apaga la luz como hacía en la isla, cuando dormía en una cueva y con una linterna que encendía y apagaba enfocaba el pequeño retrato de Kelly.

Cuando va a visitarla, el abrazo de ella es largo e intenso, a duras penas correspondido por él, devastado por la separación y la imposibilidad de volver a estar juntos. Kelly conserva muchas de sus cosas, y le enseña un plano en que se detalla el lugar del accidente y donde lo encontraron. “Dijiste que volverías enseguida”, le dice ella. “Lo siento de corazón”, le contesta él. “Yo también lo siento… Te quiero…, eres el amor de mi vida”, exclama Kelly sin poderse contener. “Yo también te quiero”, le dice él, “más de lo que te imaginas”.

Los dos en el coche, bajo la lluvia, están a punto de abandonarlo todo y comenzar de nuevo, pero el deber se impone. “Tienes que volver a casa”, le dice él al ver la expresión de su cara.

“Seguiré respirando, porque mañana vendrá un nuevo amanecer, y quién sabe lo que traerá la marea”, le dice a un amigo al que le cuenta cómo se siente.
En un cruce de caminos en medio de la nada, con un mapa abierto sobre el capó de su furgoneta, debe decidir hacia dónde poner rumbo. Nada tiene que perder, cualquier posibilidad es buena. Medita, parado en aquella desértica inmensidad, parecida a la del mar en el que flotó a la deriva, y cuando por fin ha tomado una decisión, esboza una sonrisa: el pasado empieza a ser superado, y ya nunca va a mirar atrás.

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