martes, 13 de agosto de 2013

El Retiro


El Retiro es un lugar de visita casi obligada para cualquiera que sea o viva en Madrid. Yo lo he transitado en muy diferentes épocas de mi vida, sobre todo en mis tiempos de universitaria, en los que me pateaba la ciudad sin descanso, descubriendo siempre algo nuevo.
 
Es muy distinto según la estación en la que nos encontremos. Cuando me acerco alguna vez a la hora del desayuno en el trabajo, es un desierto por la mañana, sobre todo en invierno. El estanque aparece como una superficie gris verdosa, sin vida. El hielo detiene la caída del agua en las fuentes, y las copas de los árboles están como adormecidas, durmiendo un sueño eterno. El otoño es una acumulación de marrones, amarillos y verdes, cuando el viento agita las ramas y cubre el suelo de un manto de un tono miel. En primavera es un estallido de color. El estanque refleja el azul del cielo y la gente lo atraviesa sin cesar con multitud de barcas y con un barco turístico, en el que quisiera montar algún día, que lo recorre majestuosamente para solaz del visitante. Los árboles lucen todas las tonalidades del verde posibles, y los jardines se llenan de flores fragantes que extasían la vista y el olfato.
 
Hace poco hice una visita veraniega y vespertina con mi amiga Mª José. Ella había estado comiendo con sus padres, que viven cerca, y quiso que quedáramos después para darnos una vuelta por ese incomparable vergel. Nada mejor para combatir los calores del momento que pasearse por lugares vegetales y húmedos. Entré por una puerta por la que nunca había entrado, acostumbrada a hacerlo siempre por los mismos sitios, y mi amiga me llevó por la rosaleda, inmensa y preciosa, hasta los Jardines de Cecilio Rodríguez, que yo nunca había visitado. Fue como encontrar un oasis en medio de un desierto urbano. El cuidado y el gusto con el que se habían plantado árboles de muchas especies y flores de todas clases, el delicioso trazado de los paseos, la fuente alargada llena de surtidores, la curiosa presencia de algunos pavos reales siempre fotografiados por los turistas, hacían del lugar un sitio incomparable.
 
En un lateral se alza un edifico acristalado de dos plantas, con terraza en el piso superior, que en ese momento estaba cerrado, pero que parecía un lugar de celebraciones (bodas civiles) y de conferencias. Por lo que me dijo mi amiga, supe que sería ese el sitio ideal para ella si alguna vez decidiera volverse a casar.
 
Bordeando el estanque, nos detuvimos un rato a ver una de las muchas actuaciones que suele haber en esa zona, pues el improvisado artista, alzado sobre una bicicleta de una sola rueda con el sillín muy alto, parecía tener mucho éxito con su espectáculo medio circense, rodeado como estaba de una nube de espectadores que no dejaban de reir  aplaudir con sus ocurrencias. Nos sentamos en una de las terrazas cercanas a tomar un refresco. Un tupido entramado de verdes hojas sobre nuestras cabezas nos protegía del calor, rodeadas de árboles recios con muchos años de vida que han sido testigos de la historia de nuestra ciudad desde mucho antes de que naciéramos.
 
Cerca de allí el sol de la tarde iluminaba con un tono dorado las hojas más bajas, y los rayos caían a contraluz sobre uno de los paseos, ya benignos, sin el rigor de las primeras horas, creando una atmósfera relajante que invitaba al descanso y la reflexión. Cuando regresábamos, lentamente, las aguas del estanque parecían un espejo, y despertaban una gran quietud. Pasamos junto al Palacio de Cristal, que yo nunca había visto a esas horas, ya anocheciendo. Algunas luces se encendían aquí y allá y se reflejaban en el pequeño lago junto al que se alza. Muchos visitantes, sentados sobre la hierba entre los árboles, contemplaban mudos y extasiados el espectáculo maravilloso del conjunto. Pensé qué bueno era que cerraran tan tarde, para poderlo disfrutar más, no como otros parques maravillosos, como el Campo del Moro, que cierran más pronto.
 
Es sorprendente lo bien que se conserva este recinto con la cantidad de público que lo visita a diario. Cerca de la salida vi a unos chicos jugando al fútbol sobre la hierba, en una zona tan mal iluminada que no sé ni cómo veían siquiera el balón. El Retiro es un lugar muy trillado por la gente, que ya no tiene la educación de la que lo frecuentaba hace años, pero aún así se mantiene fresco y lozano contra todo pronóstico, como un milagro.




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