martes, 28 de enero de 2014

Una Nochevieja diferente


Ahora que ya está acabando el mes me siento un poco más capaz de recapitular lo que ha sido el 2º ingreso que tuvo mi madre tras su operación, desde el día antes de Nochevieja hasta después de Reyes. Lo que más me asustó fue que estuviese delirando durante al menos 3 días. Los médicos y enfermeras entraban y salían de su habitación sin darle mucha importancia aparentemente. Como nadie nos informaba recurrí a Internet: la hipercalcemia severa cursa con delirios, entre otras cosas.

Este ingreso fue consecuencia de una negligencia médica, el exceso de calcio que le suministraron en el primer ingreso. Y luego los reconocimientos médicos tan espaciados: no se puede dar el alta a una paciente recién operada y de cierta edad y dejarla sin una atención médica continuada. El alta médica no significa curación y a veces ni siquiera mejoría.

Nunca había pasado la Nochevieja en un hospital. A mi madre, como al resto de los pacientes, le trajeron una cena a base de pierna de cordero, crema de marisco, una cajita con dulces de Navidad, una bolsita con las 12 uvas y una tarjeta de la cocina deseando Felices Fiestas.

Me pregunto si hay una coordinación real entre médicos y servicio de comidas, porque de ser así nunca le habrían traído a una mujer que delira semejante menú. Me dio casi tanta angustia ver a mi madre en ese estado como que se desperdiciara semejante banquete. Pero al que más pena debió darle fue a mi padre, que no pudo contener las lágrimas. Se escondía por los rincones para que no le viéramos, y no había palabras de consuelo para él. Al día siguiente me tocó a mí. No sé cómo me las arreglo para dar siempre el espectáculo.

Nos contó mi padre que en Nochevieja en el edificio de en frente, que es del personal sanitario, se veía a las enfermeras mirando hacia arriba, donde tendrían colocado algún aparato de televisión, mientras se tomaban las uvas. Qué trabajos estos que no te permiten ni siquiera estar con tus seres queridos en fechas señaladas. No hay dinero que pague eso.

La compañera que le tocó a mi madre en la habitación resultó ser una mujer muy interesante. Grande, con una larga melena teñida de rojo, simpática, afectuosa, muy habladora, con un desparpajo y un sentido del humor envidiables. Encarni, que así se llamaba, nos contó que había sido actriz de varietés con su marido, el director de la compañía y primer actor. Había hecho las Américas y luego de vuelta a España habían trabajado con gente muy conocida, haciendo zarzuela. Imagino el enorme esfuerzo de esta mujer, que tenía que memorizar en poco tiempo un montón de números, los viajes constantes en autocar que le machacaron la espalda. Su marido era muy celoso y se lo hizo pasar mal más de una vez, sin embargo era un encanto en otras cosas y se quisieron mucho. Él murió pronto y no tuvieron hijos, aunque como decía ella con esa vida que tenían que llevar habría sido complicado.

También nos dijo que su representante y los dueños de los teatros tenían sus arreglos y nunca cotizaron por ella, por lo que no le quedó pensión, sólo la de viudedad. Cuántos desmanes se hacían en aquella época, cuando los actores y en general los trabajadores eran víctimas de empresarios sin escrúpulos que les contrataban de cualquier manera sin asegurarles la vejez. Ella, confiada, nunca sospechó nada.

La solía visitar una hermana, con la que vivía y tenía un parecido muy lejano, que según nos dijo antes de casarse fue cantante y tenía una voz preciosa. Otra hermana suya, fallecida en ese mismo hospital el año anterior, a la que más quería, había sido bailarina. Un hermano, fallecido también, fue actor. Era pues una familia entera dedicada a las artes interpretativas.

Por las noches se desorientaba mucho la pobre y le daban crisis violentas. Es lo malo de tener que compartir habitación, aunque durante el día era una persona estupenda. Peor hubiera sido que a mi madre le tocara una persona moribunda, como las había en aquel mismo pasillo en el que cada día moría alguien. Me contaban mis padres que en la madrugada les habían despertado más de una vez los gritos y llantos de familiares que acababan de perder a un ser querido. En el momento que se oían carreras y voces del personal sanitario ya sabían que había alguien en estado crítico o a punto de irse ya al otro mundo. Los pacientes en ese área eran casi todos nonagenarios.

Encarni se fijaba con tristeza en lo acompañada que estaba mi madre y en lo sola que estaba ella. Una noche se quedó dormida sin probar siquiera la cena. A nadie pareció importarle: se llevaron su bandeja sin molestarse en despertarla. Cuando le dieron el alta y me despedí de ella le dije lo encantada que estaba de haberla conocido y lo interesante que nos había resultado todo lo que nos había contado, retazos de su vida que quiso compartir con nosotros. Ella, que no se lo esperaba, se sorprendió y me deseó lo mejor, agradecida.

La imaginación del personal sanitario tuvo su muestra evidente en forma de adornos de Navidad, hechos por ellos mismos. Es la prueba fehaciente de que no hace falta mucho dinero para conseguir objetos bonitos con los que festejar la época. Le hice fotos con mi móvil al muñeco de nieve que estaba en el mostrador de las enfermeras, hecho con vasos de plástico grapados, papel cebolla para la bufanda y cartulina para la chistera, ojos, nariz, pajarita y botones. Dos vasos de cartón grandes de los de Coca Cola puestos boca abajo, con sombrero de cartulina roja rodeado de algodón, ojos, boca, cinturón, y unas pajitas negras que hacían de piernas, puestos sobre un reborde de la pared hacían la veces de pequeños Papa Noel traviesos. Unos cartones marrón claro recortados con forma de chimenea, de la que colgaban unas botas rojas de cartulina y un fuego hecho con papel cebolla rojo y amarillo daban un aire muy acogedor. El papel de las magdalenas recortado por los bordes y pintado eran como estrellas sobre los cristales de las ventanas.

A mi madre le regalé una maceta forrada de fieltro verde que llevaba pegado un osito blanco, con algunas plantas y una mariquita hecha de fieltro rojo clavada en la tierra, a la que se le movían los ojos. Se lleva mucho lo de poner estos adornos en las macetas. Por lo menos conseguí arrancarles una sonrisa. Allí estuvo en el alféizar de la ventana junto a su cama hasta que le dieron el alta.

Ahora ella tiene reconocimientos médicos continuados y está más tranquila en el confort de su casa, cuidada por mi padre. Con buenas comidas, reposo y rodeada de sus cosas se siente mucho más recuperada. En la vida nunca sabes lo que puede pasar, y las dolencias no perdonan fechas señaladas. Somos, a pesar de todo, afortunados por haber salido con bien de esta. Fue sin duda la de este año una Nochevieja diferente.

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