jueves, 5 de junio de 2014

La mujer de negro


Con el precio que suelen tener las entradas de teatro hay que escoger las obras que a uno le apetece ver con meticulosidad de cirujano, pues la mayoría no merece que se pague por ellas lo que luego te ofrecen cuando estás sentado en el patio de butacas. Y eso que procuro elegir piezas en las que intervenga algún actor de los de toda la vida, magníficos como eran antes, pues es un placer verlos desenvolverse en el escenario.

Y aún así, en los tiempos que corren, tampoco quedas muy satisfecho. La última representación que había visto, no hace mucho, El crédito, no terminó de gustarme del todo, y la que he visto ahora, La mujer de negro, menos aún. La protagonizaba el incomparable Emilio Gutiérrez Caba, al que me quedé con ganas de ver hace unos meses en otra obra, cuya temática no me convenció lo suficiente como para decidirme a ir.

Mucho debe gustar La mujer de negro como para que este magnífico actor se decidiera a ponerla en escena por 3ª vez en su vida, y en esta ocasión siendo también el director. Desmereció mucho el intérprete que le acompañaba, no muy bueno me parece a mí, que se dedicó a trotar como un gamo todo el tiempo en la oscuridad de la sala para rodear su perímetro y así llegar a la siguiente escena por el pasillo central, entre los espectadores.

Efectismos como este, y otros sonoros que hubo, excesivamente estridentes, que se emplearon para crear el ambiente terrorífico que la obra requería, no consiguieron darle brillo ni hacerla lo suficientemente creíble o interesante. Algo faltaba, en los diálogos, en la resolución de las escenas, en la interpretación del actor más joven, que hizo que la representación me pareciera floja.

Nunca había tenido el gusto de ver a Emilio Gutiérrez Caba en directo. Cuántos años hace que nos deleita con su talento, desde aquel programa de televisión tan recordado, Teatro Estudio, pasando por las innumerables películas que ha rodado, hasta llegar a hoy, convertido en un septuagenario con un poco de barriguita que, sin embargo, no ha perdido un ápice de su vitalidad, su ilusión y su excelencia. Es como ver a un hombre joven revestido con una apariencia de señor mayor. En La mujer de negro interpreta además varios pequeños papeles. Él es capaz de ponerse en la piel de cualquier personaje que uno pueda imaginar, por difícil que sea. Cuando en esta obra encarna a un anciano decrépito, o un oficinista de manguito, o el que más me gustó, un cochero guiando unos imaginarios caballos con los que conducía a su compañero de reparto por las insondables tinieblas de las tinieblas y del miedo. Su registro de voces, de gestos, de personalidades, es sorprendente e inagotable.

Me encantó leer en el programa de mano unas palabras que él escribió acerca de su experiencia de años con esta obra que, según leí en la prensa, se representó durante dos décadas en el West End londinense. Escribe de maravilla, es un hombre que vale para todo, inteligente, sensible, afectuoso, muy cercano, educadísimo.

Aún recuerdo con nostalgia la obra en la que vi a su hermana Julia, El jardín de los cerezos, en unos tiempos, a mediados de los 80, en los que todavía se podía gastar dinero en una escenografía importante. La carestía actual reduce el atrezzo a una mesa y dos sillas, y alguna cosa más como mucho, pero es fundamental poder crear un ambiente adecuado en cada representación, forma parte del espectáculo, y es una lástima que ahora no se pueda invertir en decorados, dejándolo todo a la imaginación del espectador.

De aquella época son también otras obras que tuve la fortuna de ver, como Todos eran mis hijos, con un Agustín González que alcanzó el cielo con este papel, y Berta Riaza, estupenda también, con el público puesto en pie ovacionando ciertas escenas. O Perdidos en Yonkers, ya a mediados de los 90, con un magnífico Jaime Blanch, y La loba, con el querido Luis Prendes y la maravillosa Marisa de Leza, obra tremenda, intensa.

Otras, a pesar de contar con buenos actores, no terminaron de gustarme del todo. Así pasó con El teléfono ,creo que se llamaba, protagonizada por Jesús Puente, que estuvo muy bien en su papel a pesar de que el ritmo era lento y los monólogos flojos, y de que el teatro estaba casi vacío. Y también me sucedió con Madre coraje y sus hijos, donde Rosa Mª Sardá estuvo conmovedora y dramática pero sin terminar de convencerme. O Las amargas lágrimas de Petra von Kant, con una llorosa Lola Herrera, y su hija Natalia Dicenta, que resultaba excesivamente cargante y ñoña. O Las tormentas no vuelven, con Amparo Larrañaga, Jesús Puente y su mujer Licia Calderón, que resultó demasiado melodramática.

La loba
Otras apenas han quedado en mi memoria, como Travesía, con Santiago Ramos, o Bajarse al moro, con Amparo Larrañaga, Mª Luisa Ponte y Pedro Mari Sánchez, y también una comedia de enredos en la que trabajaba Alberto Closas, creo, de la que ya ni me acuerdo del nombre. También el Enrique IV de Jose Mª Rodero, que fue actor excelso pero sin embargo me parecía distante, no me transmitía tantas emociones como otros. Tampoco Jose Luis Gómez y su Juicio al padre, basado en una obra de Kafka, me convenció, ni La conversación de Descartes con Pascal joven que hizo Josep Mª Flotats, actor muy galardonado que suele elegir textos inteligentes pero algo tediosos.

Inefable Emilio Gutiérrez Caba siempre, a pesar de que el producto no esté a la altura de su valía. Qué pocas figuras de la escena de antaño quedan ya. Espero que nos duren mucho más tiempo todavía.

No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes