miércoles, 11 de julio de 2007

El mar, la mar

Dicen que el ser humano proviene del agua, y yo doy fe de que es así. Pocos elementos hay en la Naturaleza que sean fuente de vida y de goce estético como el mar.
Desde uno de los ventanales del apartamento en el que cada verano paso mis vacaciones, no me canso de contemplar cada día las distintas evoluciones de un medio que, aunque viejo como el mundo, no deja de sorprenderme y entusiasmarme.
El mar es el espejo en el que se refleja el momento que vivimos: si el cielo está despejado, su azul se multiplica en colores aún más intensos sobre el agua, dando tonalidades oscuras en las zonas profundas, y turquesas en las menos hondas. Si hay viento, miles de rizos de espuma blanca se forman por todas partes.
Los días nublados, el mar adopta tonos grises, y los barcos se recortan contra la línea del horizonte en colores plomizos.
Los rosados y malvas de los atardeceres en que ha habido viento tienen también su reflejo en el mar, y el verde claro casi transparente de las zonas que hay cerca de la orilla en que el agua casi no se mueve, son el color de ojos que tenían mis hijos cuando eran más pequeños.
Yo me he bañado en el mar en todos los estados en que se ha encontrado: cuando el agua parece un plato de sopa y parece que no hay casi marea, entonces es como sumergirse en un estanque cristalino y relajante, y casi no hace falta bucear para observar el fondo ni para ser consciente de los muchos metros de altura sobre el suelo en que nos eleva y sujeta el agua.
Cuando está lloviendo y caen rayos allá a lo lejos, el mar está caliente y parece protegernos del frío que aguarda si salimos de él.
Tan sólo una vez me bañé con niebla, una niebla tan espesa que no permitía ver más de dos palmos por delante de mí según me iba metiendo en el agua.
Una de las cosas más bonitas que existen son las noches en que la luna llena se refleja en el mar oscuro y su blanca estela parece indicarnos el camino hacia algún lugar desconocido y misterioso. Lo único que no he hecho nunca es bañarme en el mar de noche: me imponen mucho respeto las aguas negras en las que no se puede ver por dónde caminas.
Y al amanecer, cuando se juntan la noche y el día y se ve la mitad del cielo ensombrecida con una luna que ya se va, y la otra mitad que comienza a clarear con un incipiente sol que ya asoma. Se ve entonces el mar partido en dos colores diferentes.
Pero lo que más me gusta son los días en que hay oleaje, esos días en que está izada la bandera roja en la playa y está prohibido bañarse. Yo, que soy miedosa para todo lo que suponga riesgo personal (nunca me verán en una montaña rusa, nisiquiera en una noria), en el caso del mar ese temor simplemente no existe.
Quizá sea porque estoy acostumbrada desde niña, pero para mí no hay nada más excitante que ver cómo una ola de tres metros de altura se te viene encima, anunciándose con estruendo y majestuosidad desde cierta distancia. Colocarse antes de que rompa, para que te eleve y te haga descender a velocidad de vértigo (ese cosquilleo en el estómago). Qué impresionante se ve todo alrededor cuando te sube a lo más alto de su cresta, aunque sea sólo por un momento.
Sólo hay que tener cuidado con la resaca, porque se termina por no hacer pie fácilmente, y entonces basta con nadar en diagonal hasta volver a pisar el fondo.
Es divertido ver a la gente que se queda en la orilla, algunos cogiéndose unos a otros de las manos como si esperaran una catástrofe inminente, vapuleados por el batir constante de las olas, y observar cómo emergen de entre la espuma brazos, piernas, alguna cabeza ... El aire se llena de una bruma que se extiende por toda la playa, y en el vaivén de cientos de corrientes encontradas parece que nos sumergiéramos en un jacuzzi gigante de espuma.
Cuando era más jovencilla me gustaba ponerme un poquito antes de que rompiera la ola, boca abajo sobre una balsa inchable y, como hacen los surfistas, daba unas cuantas brazas cuando veía que llegaba. El momento más temeroso era cuando rompía porque el descenso era tan brusco que no sé cómo no se me partió la espalda en dos en más de una ocasión, pero pasada esa fase, sólo tenía que dejarme llevar a gran velocidad hasta la orilla. Alguna vez no conseguía dominar la ola y me centrifugaba bajo el agua hasta que se cansaba de mí y me dejaba salir a coger un poco de aire.
Las olas más peligrosas son las que rompen de lejos, porque son tan grandes que no consiguen llegar enteras. Se van enrollando en ondas gigantescas de espuma y van barrenando el fondo según se acercan. Si te hundes lo suficiente, puede que sólo te alcance el estruendo de su fuerza en la superficie, cuando pasa por encima de tí. Si aún así no es suficiente, entonces es mejor hacerse un ovillo porque te arrastrará consigo en medio de un torbellino de agua y espuma que te hará dar mil vueltas sobre tí mismo. Lo importante es no chocar con ningún otro bañista.
Siempre me ha fascinado el espectáculo de los surfistas cogiendo las olas con su tabla y viajando a gran velocidad sobre su cresta, el cuerpo ágil y elástico adaptándose a los movimientos cambiantes del agua, metiéndose por en medio de los rollos de espuma, tocando con la mano la inmensa pared que parece sujetarlos y perseguirlos a un tiempo, hasta llegar a la orilla sorteando todos los obstáculos.
Y la paz que se siente cuando estás bajo el agua, con ese silencio que no se encuentra en ninguna otra parte, es como estar en otro mundo.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, quiero que sepas que una de las cosas que más me fascinan en este mundo es contemplar un mar embravecido. Puedo pasarme horas mirando la llegada sucesiva e interminable de las olas, las montañas de agua subiendo y bajando amenazantes, como si retaran, hasta que explotan en una montaña aún mayor y fragorosa de espuma contra las rocas. Es una gozada visual que me produce una íntima perturbación en el alma.
El mar, la mar .....

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