martes, 25 de mayo de 2010

Mis actores favoritos (III): Jack Nicholson


Jack Nicholson es uno de los pocos actores que quedan de la época dorada de Hollywood que siguen en activo. Hace años no supe valorarlo en todas sus dimensiones interpretativas, pues su particular estilo y el tipo de papeles que interpretaba, tan controvertidos, me producían más desagrado que otra cosa. Fue con el paso del tiempo cuando fui capaz de apreciar su enorme potencial y su versatilidad.
Y es que es un hombre perturbador. En otra persona se podría decir que sobreactúa, pero en él todos sus gestos son creíbles, por malignos y grandilocuentes que puedan parecer. Echando un vistazo a su filmografía se ve que en ella abundan los seres demenciales, inmorales. Él aporta su peculiar físico, con esa sonrisa demoniaca, feroz, y esos ojos diabólicos. Sabía mostrar la maldad, la mayor de las crueldades, el instinto destructor. Es como si supiera de primera mano cuál es el verdadero infierno. Y cuando pretendía parecer conciliador, encantador, una amplia sonrisa y unos ojos entre melosos y burlones conseguían hacerse perdonar cualquier ignonimia pasada, o producirnos inquietud al saber que sólo era una máscara que ocultaba su verdadera personalidad.
Jack Nicholson, sobre todo al principio de su carrera, interpretó a seres en los límites de la moral y de la cordura que disfrutaban con el mal que hacían, siempre al margen de los convencionalismos. Su final solía ser trágico pero digno, porque se puede ser un malhechor y un perturbado pero serlo con estilo, convencido de tus propias razones. Era como si no le quedara otro remedio que seguir ese camino, incapaz de eludir sus propias pulsiones, y además no quisiera tampoco. Es un provocador nato, y en este sentido parece que se interpreta a sí mismo, saca a relucir con verdadero placer su lado oscuro siempre que haga falta. Jack Nicholson ha sido y es una persona muy libre, y le ha importado muy poco la opinión ajena.
Su estremecedora actuación en “Alguien voló sobre el nido del cuco”, durante cuyo rodaje prácticamente el director y él, enfrentados, no se dirigieron la palabra, lo mismo que en “El resplandor”, en la que confesó haberse sentido torturado por Stanley Kubrick, dan una visión de lo que es el miedo y la maldad nunca antes vista en el cine.
En “El cartero siempre llama dos veces” era un hombre atormentado y sin moral que perdía la cabeza por una mujer. Contiene escenas de alto voltaje como pocas se han rodado, de un erotismo y una sensualidad increíbles.
En “Las brujas de Eastwick” encarna a un pérfido e hilarante ser demoníaco, poderoso, sumo controlador de todo lo que le rodea, incluídas tres bellas mujeres. Estuvo magnífico, en su salsa, su personaje, como todos los demás que ha interpretado, produce atracción y repulsión a partes iguales.
En “Mejor imposible”, que le valió uno de los oscars que tiene en su haber, saca a relucir toda la amplia gama de registros que ha conseguido atesorar a lo largo de muchos años dedicado a esta profesión. Es una delicia contemplarlo. Su personaje, un ser egoísta y detestable, nos cautiva sin embargo con detalles de generosidad y bondad de los que es capaz pese a su defectuosa humanidad.
Y más recientemente “Ahora o nunca”, en la que da vida a un rico hombre de negocios enfermo de cáncer que se ve solo al final de su vida y que trabará amistad en el hospital con una persona con la que aparentemente no tiene nada en común salvo el mal que padecen. Aunque el paso del tiempo ha hecho estragos en su persona, aún se vislumbra algo de esa chispa que siempre le ha caracterizado.
Mucho se ha dicho sobre Jack Nicholson también fuera de la gran pantalla. Mujeriego, cínico, crápula, calculador, hábil manipulador... Atrás quedaron sus fiestas, auténticas bacanales en las que corrían las drogas y el alcohol.
Se ha casado en varias ocasiones y tiene unos cuantos hijos, algunos ilegítimos. Él aduce que vivir en un matriarcado durante su infancia y juventud le predispuso a su eterna adoración por el sexo femenino.
Coleccionista de arte, exitoso hombre de negocios, director, productor y guionista, aficionado al baloncesto.
Liberal a ultranza, se opuso en su momento a la guerra del Vietnam y más recientemente a la de Irak.
Jack Nicholson es esa clase de sinvergüenza que se hace perdonar sus pecados siendo adorable y encantador cuando parece que lo ha echado todo a perder. Inteligente, intuitivo, conoce a la perfección las debilidades humanas y saca partido de ellas, incluídas las suyas propias.
Él ama intensamente la vida, y así será hasta el final.

lunes, 24 de mayo de 2010

En el valle de Elah


Al igual que la guerra de Vietnam tuvo en su momento su réplica de protesta y reivindicación en la gran pantalla, la guerra de Irak no se queda atrás en este sentido.
“En el valle de Elah” se mira esta contienda desde dentro. Un militar retirado comprueba hasta qué punto un determinado conflicto bélico puede cambiar a las personas, a través de los videos que su hijo le mandaba, cuya desaparición y muerte está investigando. Las imágenes que dejó, aunque confusas, permiten vislumbrar suficientes detalles como para que se nos pongan los pelos de punta.
En esos videos se ve cómo era la vida de su hijo en Irak. Los escarceos con el enemigo casi parecen lo de menos. Mientras se internan en los edificios abandonados, derruidos, se detienen a contemplar los cadáveres de los iraquíes que han muerto en sus casas. Todos los comentarios que hace el hijo van dirigidos a su padre. “Qué raro papá. Sus ropas están intactas”. Los fallecidos, mujeres, jóvenes y niños, tienen la piel calcinada pegada al hueso, pero sus vestimentas no han sufrido daño. Todo esto hace pensar que han sido víctimas de una guerra bacteriológica. La población civil, indefensa, es atacada lo mismo que el ejército. Uno de los compañeros le pone una pegatina roja en la frente a una de las descarnadas calaveras. Éste es un primer detalle macabro, el indicio de que algo empieza a no ir bien en la mente de los soldados.
Más adelante, en otro video, se ve al hijo y sus compañeros circulando con un jeep por la carretera de una población. Está enfocando al conductor cuando el vehículo tropieza con algo y lo sobrepasa. Ellos intercambian algunas expresiones de asombro y otras palabras ininteligibles. Cuando el padre recorre esa misma trayectoria comprende qué es lo que ha pasado: un niño iraquí parado en medio del camino que no se ha cerciorado de que un vehículo se le echa encima. El jeep en el que viajaba su hijo lo atropelló, le pasó por encima y lo dejó tirado a un lado. Cuando ya han avanzado un tramo, el hijo hace que paren, sale y le hace una foto desde la distancia con su móvil. Su rostro no refleja sentimiento alguno.
El padre recuerda una llamada que su hijo le hizo pidiéndole ayuda. “Sácame de aquí, papá. Ha ocurrido una cosa que… Por favor, sácame de aquí, ya no lo aguanto más”. Él intenta dar ánimos al hijo, pero no hace caso de lo que le dice. No en vano está en una guerra, es un soldado igual que lo fue él, y tiene una misión que cumplir. Lo contrario sería una cobardía.
No me es difícil ponerme en la piel de este hombre, pues mi hijo dice querer ser militar en el futuro. Me da miedo imaginarlo vestido para el combate, armado hasta los dientes, metido en medio del fuego, la destrucción, el dolor y la muerte. Pero más miedo me da el pensar que él disfrute con eso. La descarga de adrenalina no puede ser comparable a la conseguida con ninguna otra actividad, y ese es el principal atractivo para las personas que son amantes de las emociones fuertes.
A Miguel Ángel le gustan los videojuegos y las películas bélicos, cuanto más cruentos sean mejor. Cierto es que nada tiene que ver jugar a la guerra sentado cómodamente en el sillón de tu casa que no en un escenario real, emboscado en la esquina de algún edificio derruido, metido en una trinchera o arrastrándote por el barro. A él le perturban pocas cosas, es bastante frío según de lo que se trate, y muy obsesivo. No ve a los enemigos como personas sino como objetivos. Hay una misión que cumplir y hay que llevarla a término cueste lo que cueste. Ni siquiera es una cuestión de honor, de valor o de defensa de la patria. Es una forma de canalizar un instinto salvaje, depredador, que dicen que todos llevamos dentro y es lo que nos ha permitido evolucionar como especie hasta nuestros días. O sólo es una manera de poner a prueba la propia capacidad de supervivencia. Pero, sea por lo que fuere, todo lo que nos supera como personas termina pasando factura.
Y al igual que en el ejército, Miguel Ángel tiene arraigada una curiosa mezcla de individualismo y espíritu de camaradería. Ninguna otra cosa sería peor para él que ver morir a un compañero.
Todas las guerras tienen su batería de consecuencias irreparables para la mente de los que han participado en ellas, pero también es verdad que antes se batallaba de otra manera. Pese a la crueldad de las acciones que siempre hay que emprender, existía un código de honor, una ética, el respeto a unos valores que hoy prácticamente han desaparecido. Los episodios sangrientos solían relegarse al campo de batalla, en ningún otro momento se hacía uso de una violencia gratuita, y menos contra la población civil.
Este nuevo enfoque de la guerra quizá se deba a que existen nuevas y más devastadoras formas de destruir, y a la manera como se entrena a los soldados. Se los convierte en psicópatas, en máquinas de matar, igual que cuando se adiestra a los perros para que ataquen, se les hace un lavado de cerebro y se convierten en asesinos.
Se me ha quedado grabada una pregunta del pequeño hijo de la policía que, en la película, ayuda al antiguo militar a esclarecer los hechos. Le explican la historia de David y Goliat: en un monte había un ejército que se creía invencible porque poseía un gigante cuya fuerza colosal era capaz de acabar con cualquier enemigo. En el monte de en frente había otro ejército, y de vez en cuando confluían en un punto intermedio, en el valle de Elah, y luchaban. Hasta que un niño de ese otro ejército, que era pastor, quiso enfrentarse al gigante y le mató lanzándole una piedra con una honda. Siempre nos ha maravillado ver que el más pequeño era capaz de vencer al más grande y fuerte, simplemente haciendo uso del ingenio. Pero el hijo de la policía, cuando oyó el relato, no pensó en nada de eso, sino que preguntó: “Pero por qué tiene que luchar David, si es un niño”.
En el valle de Elah todo es posible, pues es un lugar de miseria y desolación. ¿Cuándo podrá volver a ser un lugar de paz?.

jueves, 20 de mayo de 2010

Gregori Perelman o la estructura de las singularidades


Gregori Perelman es uno de los diez mayores genios mundiales vivos que existen en la actualidad. Coetáneo mío, desde muy niño dio muestras de poseer un alto coeficiente intelectual, ganando premios de matemáticas en el colegio. Muchos de sus profesores le temían porque podía dejarlos en ridículo, pues demostraba tener conocimientos más amplios que ellos, y en la universidad solía rebatir sus razonamientos.
Perteneció a la Mensa, una asociación internacional de superdotados, que tiene 110.000 socios en todo el mundo.
Pero su nombre saltó a la fama cuando resolvió la conjetura de Poincaré, un siglo después de su formulación, tras ocho años de trabajo. Este era uno de los siete problemas del milenio, y el reto de su resolución había sido planteado por un excéntrico millonario a cambio de un sustancioso premio de un millón de dólares. Perelman, un hombre enigmático, muy poco convencional, que lleva una vida de ermitaño (el genio recluso lo llaman), fiel a sí mismo, saltándose todas las reglas establecidas, en lugar de publicar la resolución de la conjetura, ahora teorema, en una revista especializada, envió tres manuscritos a un archivo “on line” de textos matemáticos, en total 473 páginas. Cuando recibió la medalla Fields y el premio en metálico tras una polémica decisión del jurado, pues hubo otros dos científicos que quisieron apropiarse la autoría de la hazaña, Perelman, muy molesto por todo lo sucedido, rechazó ambas cosas, poniendo en duda los límites éticos de la comunidad matemática y aduciendo que no creía que el comité seleccionador estuviese lo bastante cualificado para juzgar su trabajo. La mayor recompensa para él es hallar la solución de un problema. Piensa que no son los cerebros los que merecen atención sino las ideas que salen de ellos, que son las que hacen avanzar a la Humanidad.
Sin embargo, según un científico especializado, “sus artículos son difíciles de leer (…). Pertenece a esa categoría de grandes matemáticos que no tienen tiempo para detenerse en los detalles”. Él no plantea sus razonamientos paso por paso, sino que hace un resumen acelerado para llegar enseguida a la conclusión. Le aburren las explicaciones largas.
Gregori Perelman no se somete a ninguna autoridad, y ratifica el pensamiento de Galileo de que “el humilde razonamiento de uno vale más que la autoridad de miles”.
Hace algunos años trabajó en EE.UU., en un intento por ampliar sus horizontes y entrar en contacto con otras formas de pensar. Quería hacer nuevos amigos. Pero tras regresar a Rusia su tendencia al aislamiento no hizo más que aumentar. Se ha apartado del resto de la comunidad matemática, ya casi no contesta a los correos electrónicos de los amigos que tenía. Dice estar desencantado de la forma como se desarrolla la investigación científica en general. “Los matemáticos son conformistas. Pueden ser más o menos honestos, pero toleran a quienes no lo son”, afirma. Y es aquí cuando cuestiona la escala de valores de sus colegas.
Una periodista ha publicado recientemente una biografía de este singular matemático. En ella dice que Perelman tiene un complejo de superioridad. Consciente de su portentoso coeficiente intelectual, y no encontrando parangón en ninguna de las personas que le rodean, considera que la mayoría de la gente no está a la altura de las circunstancias y que además no son capaces de comprender nada que presente una mínima complicación. Dice también que Perelman posee un estricto, cerrado y anticuado código de conducta, y que va apartando a todo aquel que no se ajuste a él. Se cree, pues, en posesión de la verdad absoluta, nadie puede rebatirle.
A mí me parece, sin embargo, que su aislamiento no es producto de un plan trazado con premeditación, sino el resultado de una mente que funciona de distinta manera que la del resto de la gente, que tiene su particular visión del mundo, y que se halla quizá un poco perdida en el ámbito de las matemáticas, su pasión, el motor de su existencia. Solemos imaginarnos a los genios elucubrando constantemente en todos los momentos del día, abstraídos en sus pensamientos científicos y ajenos a la realidad cotidiana. Perelman, además, por sus especiales características, posiblemente no encuentre un interlocutor adecuado.
Pero este aislamiento es peligroso, porque hace que se desconecte del mundo y pierda el sentido práctico de las cosas. Desde hace tiempo se le ve descuidado, caminando con prisa por las calles de San Petersburgo con la mirada en el suelo, la ropa vieja y raída, la barba y el pelo creciendo sin control, las uñas largas y sucias. Parece un mendigo. Pudiendo ser una persona adinerada con todos los premios que ha recibido, con un buen puesto en una universidad, se ve obligado a vivir de lo poco que le renten las clases particulares que da a unos cuantos alumnos, lo que le paguen por la publicación de artículos en revistas científicas, y la pensión de su madre. Ella y su hermana, con las que vive, son su única compañía.
Perelman, que quiere estar retirado del mundo y vivir en paz (“no soy un animal de zoológico, no estoy en exhibición”, le dijo en una ocasión a alguien que le quiso entrevistar), resulta por ello si cabe aún más interesante, objeto de la curiosidad ajena. Por eso me ha parecido que él es como esa estructura de las singularidades sobre la que aportó una visión nueva, pues igual que hay funciones matemáticas que presentan comportamientos extraños e inesperados cuando se les asignan determinados valores, a Gregori Perelman le sucede lo mismo. Él es Matemática pura.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Un paseo por la calle


La vida está ahí fuera, no hace falta más que observar lo que ocurre cuando vamos por la calle para comprobar cómo bulle a nuestro alrededor.
Madrid es una ciudad que puede ser tumultuosa o tranquila dependiendo de la hora y el lugar por donde vayas, pero cuando la transitas rara vez no se es testigo de algún hecho que no nos de qué pensar.
Hace unos días iba en el autobús al trabajo cuando se sentó de cara a mí una pareja joven que conozco de vista. Los dos tienen un pequeño retraso mental que sólo se le nota a ella un poco. A mi lado estaba sentado un chico que debía tener la edad de mi hijo más o menos. En cuanto él se levantó para apearse, curiosamente ellos cambiaron radicalmente de actitud. Si hasta entonces habían permanecido el uno junto al otro, abstraídos en sus cosas, sin hablarse y ni siquiera mirarse, a partir de ese momento fue todo lo contrario. Se buscaron los ojos (inmensos los de ella), se decían cosas con ellos, la mirada tierna, expectante. Luego empezaron a acariciarse, a darse besos. Es como si les hubiera dado vergüenza hacer todas estas cosas delante de un chico, pero no delante del resto de los que íbamos en el autobús. Parecía que no existía nadie a su alrededor. Ella apoyaba su cabeza en el brazo de él, mucho más corpulento, le acariciaba la mano, el muslo. Constantemente levantaba la vista y se daban besos en la boca, suaves, él en la frente también, muchas veces. Como niños, con la misma ternura e inocencia. Cuando ella se marchó lo dejó jugueteando con una agenda electrónica, y ya entretenido en eso no reparó en la mirada que ella le dedicó a través de la ventana, estando ya en la calle.
El amor no es una cuestión meramente intelectual, aunque cuando se ama se pongan también en juego toda nuestra energía mental. En el caso de esta pareja, mermadas sus capacidades psíquicas, es muy evidente. El amor es sobre todo una cuestión de instinto, tiene algo de animal. Nos emparejamos basándonos en nuestros sentidos: la vista, porque la simetría de los rasgos he leído que es garantía de inexistencia de taras, lo que asegura una progenie sin defectos; el oído, porque una voz armoniosa garantiza un estado emocional equilibrado y agradable; el gusto, porque la primera vez que nos besamos calibramos una serie de enzimas para ver sin son compatibles con los nuestros (todo de forma inconsciente, pura química); el olfato, lo que más determina la idoneidad de una posible pareja, nos atraemos con el olor más que con ninguna otra cosa según los expertos; el tacto, para mí lo fundamental, porque es a través del contacto corporal como damos salida a nuestra carga emocional, amorosa.
Cuando nos besamos ponemos en funcionamiento un montón de músculos de nuestro cuerpo, el ritmo cardiaco se acelera, se producen descargas de adrenalina y en los hombres la testosterona se dispara. No en todas las culturas el beso es práctica habitual, y menos en la boca. Los hay que se frotan una nariz con otra, o se dan pequeños mordiscos en las mejillas y la barbilla. En algunos sitios sólo se acaricia la cabeza, y en otros en cambio está prohibido hacer eso.
Pero siguiendo el deambular callejero, otro día ví un episodio bien distinto de la escena romántica anterior. Una chica iba llorando a moco tendido por la acera mientras hablaba muy alto por su móvil, la voz entrecortada por los sollozos. Su novio, por lo que decía, estaba rompiendo con ella. Iba como loca, tan pronto caminaba aceleradamente como se paraba en seco en cualquier parte o se metía en un portal. Estaba ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Cuánta angustia, cuánta desesperación. Y también qué bajo puede caer la dignidad humana, la propia estima. Esta mujer faltaba poco para que se arrastrara por el suelo con tal de que ese hombre no la dejara. El amor une a las personas de forma misteriosa, pero éstas conservan su identidad, una no vive a costa de la otra. Eso es el antiamor, el egoísmo en estado puro. Si amas, por muy doloroso que sea comprobar que la otra persona ya no te corresponde, debes dejarla libre, soltar amarras, porque si realmente la quieres desearás lo mejor para ella, aunque sea lo peor para ti. El amor, en cualquiera de sus formas, es olvidarse de uno mismo.
Cuán distintos somos cuando tenemos amor a cuando no lo tenemos. Nos transforma, pone al descubierto potenciales que desconocíamos de nosotros mismos y que posiblemente nunca habrían salido a la luz de ninguna otra manera, saca de lo más profundo de nuestro ser lo mejor y a veces lo peor también. Y eso es así siempre, no sólo al principio cuando la emoción está en su momento más álgido.
No hay más que darse un paseo por la calle. La vida está ahí fuera.

martes, 18 de mayo de 2010

Gustav Klimt




Es difícil, al contemplar una foto de Gustav Klimt, asociar su imagen tosca y vulgar con la delicada belleza de las obras que llevó a cabo. Si mientras ejercía su arte, en la Viena de la 1ª década del siglo XX, ya alcanzó una gran notoriedad, sobre todo entre la aristocracia del momento, en la actualidad, un siglo después, el éxito de su estilo pictórico ha conseguido repercusión mundial.
A mí hace años que me gusta, y también es verdad que sintoniza a la perfección con el gusto estético que impera hoy en día. Voluptuoso, con una exótica exuberancia, erótico, ejerce una fascinación indudable entre todo aquel que quiera contemplar sus cuadros.
Suntuoso, tanto las telas con las que arropa a sus figuras como los fondos sobre las que las coloca, están cuajados de motivos simbólicos, inspirados en el arte egipcio, micénico y bizantino. Son ornamentos fantásticos, sensuales, sugestivos, llenos de cromatismo. Utiliza la técnica del mosaico, y era especialmente aficionado a pintar sobre grandes murales y frisos. En una ocasión que visité una de sus exposiciones en Madrid, me quedé fascinada por el color, los dorados, y por el uso de piedras preciosas que incrustaba en sus obras. No en vano su padre había sido orfebre. En una ocasión dijo que “incluso la cosa más insignificante, si es representada con plenitud, ayuda a multiplicar la belleza de la Tierra”.
En su época final se aprecia la influencia del arte japonés.
La mujer es su obsesión, el tema central de su obra. Las figuras femeninas aparecen dotadas de un aura mágica. Hay náyades, ninfas. Son mujeres que tan pronto están casi desnudas como cubiertas por grandes túnicas brillantes o sinuosas transparencias. En el pelo, siempre abundante y con mucho volumen, no faltan nunca los adornos, flores sueltas o en diademas. El color de las cabelleras, intenso, coincide con el del vello púbico cuando lo muestra, algo que en su momento fue motivo de polémica.
Gustav Klimt desvela sin pudor los secretos de la belleza femenina, mostrando los atributos que forman parte de nuestro particular universo de manera delicada, como si se asomara a un momento de intimidad en el que la protagonista permanece ajena y distante a la observación de que es objeto. Representada en todas las posturas posibles, suelen ser féminas muy delgadas con vientres algo abultados y pechos perfectos, no muy abundantes, con la piel blanca y fina y los pezones rosados.
Klimt pasaba muchas horas en su estudio pintando bocetos. Hacía posar a sus modelos en actitudes procaces, le gustaba observar el efecto, pero pocas veces llevaba estas imágenes a sus cuadros definitivos.
En sus obras están representadas todas las etapas de la vida humana. La muerte y la vida son una constante en Klimt, se las ve juntas, la primera como una mujer cadavérica, y la segunda con el nacimiento, la mujer que abraza a un bebé.
La figura masculina casi no aparece, y cuando lo hace sirve de acompañamiento a un conjunto dominado por la mujer. Suelen ser hombres robustos, grandes, de anchas espaldas. Parece ser que Klimt gustaba de representarse a sí mismo, algo más embellecido.
A mí me encanta la feminidad con la que representa a las mujeres, con los ojos cerrados, en actitudes mimosas, o abiertos y soñadores. Es como si estuvieran allí casi sin quererlo, modestamente, con sencillez, las caras apoyadas en las manos, como en confiado abandono. Destilan fragilidad, ternura. La suya no es una belleza al uso, sino muy particular, hecha de pequeñas cosas que en su conjunto dan como resultado una concepción de la estética distinta a todo lo conocido, llamativa, original. Tanto si el tema central es el amor como si es la maternidad, las figuras rezuman calidez, dulzura.
Cuando pinta retratos, siempre por encargo de las damas aristocráticas vienesas, entre las que su arte tenía gran acogida, son sus rostros lo único que realmente queda de su figura real, el resto forma parte de su particular estilo, de su portentosa imaginación.
Pintaba también paisajes para relajarse, en época estival. Para él eran objeto de paz y meditación. Empleaba la técnica del puntillismo impresionista, y no usaba bocetos, copiaba directamente del entorno real.
Gustav Klimt fue el precursor de la Bauhaus de los años 20, e influyó en muchos artistas posteriores, e incluso en la moda.
En cierta ocasión dijo, intentando definirse: “Mis dibujos son un homenaje a la raza ingenua y voluptuosa de los hipersensibles”, a la que él mismo pertenecía, a la que pertenecemos muchos.

lunes, 17 de mayo de 2010

Evocaciones (II)


- La mano de mi hermana extendida entre mi cama y la suya, para que yo se la cogiese, cuando compartíamos habitación, antes de casarnos. Solíamos tener un ratito de plática por la noche, antes de dormirnos.

- Un pastor alemán precioso, que corría unos metros por delante de mí, cuando yo era una niña, mientras paseaba con mi familia por mi barrio. Iba con su dueña, una chica joven, que llevaba distraídamente su correa colgando de una mano. En un momento dado el perro se fue a la carretera, creo que persiguiendo una pequeña pelota, y un coche que iba muy deprisa le pasó por encima del cuello y le hizo dar muchas vueltas sobre sí mismo antes de quedar tendido de medio lado sobre el asfalto. Su dueña dio un grito y corrió hacia él. El conductor salió precipitadamente del coche y se arrodilló junto a ella mirando al animal. Ella estaba muy angustiada y lloraba mucho. Al final se lo llevaron en el coche, pero no creo que sobreviviera. Yo nunca había visto algo semejante, me impresionó mucho.

- Me acuerdo de un juego de papel que nos hacía mi madre, de esos que se meten los dedos y según el número que elijas vas contando hasta que se queda en una determinada posición. Cada una tenía un adjetivo. También hacía pétalos de flores y los pegaba en una hoja. Debajo de cada uno había un dibujo o un símbolo.

- Recuerdo a mi padre volviendo del trabajo, quitándose el sombrero y dejándolo en un mueble que teníamos en el recibidor de casa. También me vienen a la memoria sus zapatos de rejilla. Debía ser yo muy pequeña, porque los sombreros y esa clase de calzado hace muchos años que ya no se llevan.

- Rememoro a mi abuela Pilar, sentada de espaldas, frente a una mesa, de cara a la pared, en el hospital, donde en menos de dos meses se fue apagando por culpa del cáncer. Era a la hora de comer. Había unas rodajas de merluza en su plato, algo que le gustaba mucho, y se llevaba con parsimonia los trozos a la boca. Siempre lo hacía todo con tranquilidad, sus gestos eran armoniosos, elegantes.

- Dos motoristas, a primera hora de la mañana, en un semáforo. Habían dejado su moto a un lado y se peleaban dándose cabezazos con el casco puesto. Me recordaba a los ciervos que se golpean mutuamente con la cornamenta luchando por el territorio. Yo estaba en el autobús que me conducía al trabajo. Me quedé perpleja y horrorizada. Cuánta mala leche desde tan temprano.

- Mi padre, mi tía Carmen, mi hermana y yo en el vagón correo del tren que nos traía de vuelta a Madrid después de pasar un día en El Escorial. Tendría yo 7 u 8 años. Como nos aburríamos en el trayecto, alguna vez nos escapamos a ese furgón de cola, si no nos quedaba muy lejos de donde estábamos, y jugábamos a las cuatro esquinas. Había dos asientos laterales, uno en una de las paredes y otro en frente un poco más allá. Nos intercambiábamos los asientos corriendo unos hacia otros a gran velocidad, procurando no caernos porque el tren iba a toda pastilla y se movía mucho. Las sacas con la correspondencia estaban por allí amontonadas. Nos daba mucha risa hacer estas pequeñas travesuras, porque sabíamos que no debíamos estar allí y lo prohibido siempre es muy excitante. Si nos hubiera visto el revisor nos hubiera regañado, como a niños pequeños que éramos todos.

viernes, 14 de mayo de 2010

Pintura hiperrealista (VII): Anna Kostenko



Esta ucraniana treinteañera siente fascinación por las diferentes culturas del mundo, por lo que ha hecho largos viajes por todos los rincones del planeta buscando una sabiduría para su pincel que haga más precisa su visión de las cosas.
Especializada en paisajes, aquí he puesto algunas de sus pinturas, pero cualquiera de las que se elijan es siempre perfecta, ya sean parajes nevados, palacios reflejados en estanques, o las montañas de su tierra natal.

jueves, 13 de mayo de 2010

Mi primer trabajo


Es difícil olvidar la primera vez que haces algo en la vida, y así nunca he podido olvidar la primera vez que empecé a trabajar, cuando tenía yo dieciocho años. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero lo recuerdo como si fuera ayer.
Eran unas oficinas que ocupaban la primera planta de un inmueble antiguo, con techos muy altos y grandes balcones. Yo estaba en un despacho sin apenas mobiliario, sentada en una pequeña silla giratoria sin reposabrazos, frente a una mesa minúscula y una máquina de escribir manual.
Empecé a mediados de un mes de enero. La calefacción central no funcionaba bien y hacía un frío que pelaba. Tanto era así que se me agarrotaban los dedos y casi no podía escribir a máquina, y cuando quería tragar el café que preparaban allí en una pequeña barra de bar, no podía abrir la boca lo suficiente. Puede que sufriera un principio de congelación. A veces me dejaba el abrigo puesto, lo que provocaba muchas críticas, supongo que porque lo consideraban inapropiado, pero yo lo que no quería era pasar frío. En una ocasión me agencié una estufa muy grande, de esas que había antes que parecían un girasol, pero cuando la encendí saltaron los fusibles y a poco se incendia el cuadro eléctrico. En mi trabajo de ahora se ríen porque tengo el ventilador puesto en cuanto empezó la primavera. Qué pocos sitios de trabajo reúnen las condiciones necesarias para estar bien.
En mi departamento no tenía compañeros y el trabajo era escaso. Mi jefe, para paliar la carestía y dar una buena imagen, me hacía copiar a máquina las hojas de servicios del personal militar que estaba allí destinado, cuando con hacer una fotocopia habría sido suficiente. Era una ocupación tan ridícula e inútil que tardé mucho tiempo en salir de mi estupor, aunque yo por aquel entonces no cuestionaba nada y hacía todo lo que me decían sin pararme a pensar ni opinar.
Aquel jefe fue una cruz para mí. Mediaba ya la sesentena cuando le conocí, y aunque ya estaba jubilado, ocupó aquel puesto por hacerle un favor a una instancia superior, que le conocía de hace tiempo y se lo había pedido. Así añadía a su paga de mutilado de guerra retirado un extra. Pero estaba a disgusto.
Tenía unos modales chuscos. Era una persona muy nerviosa, sin ninguna paciencia, a la que no le importó ni mi juventud ni mi inexperiencia. Me enseñaba las cosas de mala manera y se reía de mí con cualquier pretexto, con mucho desprecio. A veces me contaba cosas de sus hijos o su mujer, los días que parecía más calmado, pero casi siempre hablaba dando voces y me ponía en evidencia delante del resto de la oficina de los gritos que daba. Luego pretendía adoctrinarme en materia política (era de ultraderecha), y quería siempre que leyera un periódico que compraba, ya desaparecido, que tenía esa ideología, y que era un auténtico panfleto. Lo único que me gustaba era la viñeta cómica que aparecía en él.
Me comparaba con otra compañera que había entrado al mismo tiempo que yo y a la que prefería, entre otras cosas porque era hija de militar, y con frecuencia decía que hubiera preferido que fuera ella la que estuviera en mi lugar. En una ocasión se llegó a quejar delante de mí de su nómina, diciendo que cómo iba a cobrar lo mismo que la mecanógrafa. Hubo una vez que se pasó tanto conmigo que acabé llorando a moco tendido, cosa que le puso aún más nervioso de lo que ya era.
Ya estaba yo con un principio de gastritis por los nervios que me producía cuando dijo que se marchaba, no sin antes predisponer al siguiente jefe que venía en mi contra. Yo debía estar con un síndrome de Estocolmo considerable, porque le regalé a modo de despedida un bichito peludo de esos que estaban muy de moda y me encantaban, y un libro, “La conjura de los necios”, que dudo mucho que llegara a leer nunca y de cuyo título no creo que se diera nunca por aludido.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece un chiflado, un personaje de opereta. Supe que murió hace un par de años. Sería viejísimo. Dios lo tenga en su gloria.
El nuevo jefe tardó tiempo en darse cuenta de que lo que le habían contado era una sarta de mentiras, y cuando años después me marché de allí, me felicitó por mi forma de trabajar y me dijo lo bien que procuraba hacerlo todo y lo diligente que era, cosa que le agradecí profundamente, porque hay cosas que, aunque se sepan, es reconfortante que te las digan de vez en cuando.
En aquel primer trabajo conocí a mucha gente, pero guardo especial recuerdo de un compañero, Paquito, que fue siempre encantador conmigo, un hombre muy bueno y trabajador, culto, con el que se podía hablar de cualquier cosa. Con el tiempo, cuando se casó y tuvo a sus hijos, se marchó de la Administración, harto del trabajo y la mendruguez general, y se dedicó a la enseñanza, que era lo suyo.
Mientras estuve allí tenía siempre una sensación de agobio y de encierro enormes, no ya tanto por tener la desgracia de soportar a un jefe insufrible como por el hecho de tener que pasar tantas horas encerrada, con un horario laboral muy largo y sólo media hora para el café. Uno de los despachos que ocupé daba a lo que ahora es el museo Thyssen, y recuerdo que en aquellas revueltas universitarias que hubo a mediados de los 80, yo veía a los estudiantes corriendo y a la policía cargando contra ellos por el paseo del Prado. En mi interior me sublevaba al pensar que yo quería estar allí también y no podía por mis obligaciones. Añoraba la libertad.
De aquel mi primer trabajo lo bueno que guardo en mi memoria es el sueldo que empecé a cobrar, que me pareció una fortuna, y aquel compañero tan bueno que conocí. Todas las experiencias sirven para algo, de todo se puede sacar partido si se mira positivamente, pero felicito a los que empiecen a trabajar por vez primera en su vida y tengan la suerte de caer en un buen sitio y con gente medianamente aceptable. Igual que aquello que dijo Felipe II cuando la Armada Invencible fue derrotada, “no mandé a mis naves a luchar contra los elementos”, así me pasó a mí, yo iba a una cosa y me tocó luchar contra los elementos.

lunes, 10 de mayo de 2010

Mis actores favoritos (II): Dustin Hoffman


Dustin Hoffman constituye en sí mismo uno de los actores más polifacéticos y sorprendentes de la escena interpretativa hasta el momento. Nadie diría al verle, con su aspecto tan menudo y su imagen tan atípica, en contraposición con los stándars de físico masculino habitualmente aceptados en Hollywood, que se convertiría con el tiempo en uno de los talentos más significativos de los muchos que ha dado la cantera de actores norteamericanos.
Él es capaz de meterse en la piel de todo tipo de personajes, y hacérnoslos creíbles, está en constante transformación, es un auténtico camaleón de la escena.
Su iniciación en el cine fue tardía, pues ya había cumplido los 30 cuando hizo “El graduado”. El papel que encarnó aquí fue sin duda el más seductor de toda su trayectoria profesional. Seductor y seducido.
Hasta el momento había intervenido en algunas obras de teatro y desempeñado todo tipo de trabajos para subsistir, sin conseguir, por más que lo intentó, pasar ningún casting para saltar a la gran pantalla.
Después de aquel primer film, muchos han sido los papeles que han venido después, todos distintos y que nos han dado mucho qué pensar y sentir.
En “Cowboy de medianoche”, donde compartía protagonismo con el inefable Jon Voight, es un hombre muy enfermo, un marginado social que consigue conmovernos con su capacidad para transmitirnos el sentido de la amistad, la humanidad y la vulnerabilidad del ser humano en cualquier circunstancia, la dureza de la lucha por la supervivencia.
Con “Pequeño gran hombre” encarna a un extraño vaquero perdido en medio del Oeste al que la vida le lleva por caminos insospechados, tan pronto felices como desgraciados, en una montaña rusa vital que a duras penas soportará y con la que aprenderá lecciones sobre la vida que todos deberíamos saber.
En “Papillón” representa de nuevo a un hombrecillo desgraciado al que la poca fortuna le ha llevado a una inexpugnable prisión. Con su caracterización está irreconocible.
Con “Tootsie” se pone en el lugar de una mujer y sufre en su propia piel el machismo y la injusticia que las féminas tenemos que soportar habitualmente, sobre todo en nuestras aspiraciones laborales. Como tal consigue el éxito que como hombre nunca alcanzó, aunque resulte bastante repelente verle con la blusa, la peluca, las faldas y las medias.
En “Todos los hombres del presidente” destapa como periodista, junto con otro compañero, un escándalo político basado en un hecho real. Un papel valiente, arriesgado, dinámico, comprometido.
En “Kramer contra Kramer” desarrolla magníficamente el drama familiar de un matrimonio que se divorcia.
Ya en la madurez me encantó en “Rainman”, donde interpreta a un hombre con autismo. Fue éste un papel que se preparó intensamente, tratando con enfermos y hablando con los médicos y cuidadores que les atienden. Observó todos sus gestos e intentó ponerse en su lugar. Tierna y conmovedora su actuación.
También me gustó mucho en “Hook”, encarnando al malvado capitán Garfio. El monólogo que tiene con el otro protagonista, cuando se encaran por primera vez, es maravilloso. Es en estos momentos donde se perciben las tablas de Dustin Hoffman como actor de teatro.
Estas son algunas de las muchas películas que ha hecho, por mencionar unas cuantas, y se comprueba que es un intérprete de difícil clasificación, nunca sufrió el encasillamiento del que se quejan otros compañeros de profesión, pero también es verdad que en todos estos papeles se reconoce un estilo único, una huella inconfundible que le distingue del resto. Sólo con su forma de mirar, en la que se pueden vislumbrar todas las emociones posibles a un tiempo, es ya capaz de llegar al corazón. Los movimientos rápidos de sus brazos y sus manos, la posición del cuerpo, su boca casi sin labios, son tan característicos de él que sería fácilmente reconocible por disfrazado o maquillado que pudiera estar.
Dustin Hoffman lleva más de 40 años en el mundo del celuloide, y a pesar del tiempo transcurrido nos sigue pareciendo un hombre joven, vital, inimitable, fiel a sí mismo, una persona sencilla capaz de transmitir emociones sin límite, un talante abierto, humano, tolerante, que jamás tuvo ningún problema con sus compañeros de reparto ni con nadie, alguien con quien es fácil trabajar y estar.
Es por ello que será siempre uno de mis actores preferidos, con ese cuerpo menudo que se crece casi sin darnos cuenta en las más difíciles circunstancias, alguien imprescindible en la escena internacional, ya sea en papeles cómicos o dramáticos, pues en todos es creíble, capaz de desarrollar cualquier tema y no dejarnos jamás indiferentes.
 
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