jueves, 20 de mayo de 2010

Gregori Perelman o la estructura de las singularidades


Gregori Perelman es uno de los diez mayores genios mundiales vivos que existen en la actualidad. Coetáneo mío, desde muy niño dio muestras de poseer un alto coeficiente intelectual, ganando premios de matemáticas en el colegio. Muchos de sus profesores le temían porque podía dejarlos en ridículo, pues demostraba tener conocimientos más amplios que ellos, y en la universidad solía rebatir sus razonamientos.
Perteneció a la Mensa, una asociación internacional de superdotados, que tiene 110.000 socios en todo el mundo.
Pero su nombre saltó a la fama cuando resolvió la conjetura de Poincaré, un siglo después de su formulación, tras ocho años de trabajo. Este era uno de los siete problemas del milenio, y el reto de su resolución había sido planteado por un excéntrico millonario a cambio de un sustancioso premio de un millón de dólares. Perelman, un hombre enigmático, muy poco convencional, que lleva una vida de ermitaño (el genio recluso lo llaman), fiel a sí mismo, saltándose todas las reglas establecidas, en lugar de publicar la resolución de la conjetura, ahora teorema, en una revista especializada, envió tres manuscritos a un archivo “on line” de textos matemáticos, en total 473 páginas. Cuando recibió la medalla Fields y el premio en metálico tras una polémica decisión del jurado, pues hubo otros dos científicos que quisieron apropiarse la autoría de la hazaña, Perelman, muy molesto por todo lo sucedido, rechazó ambas cosas, poniendo en duda los límites éticos de la comunidad matemática y aduciendo que no creía que el comité seleccionador estuviese lo bastante cualificado para juzgar su trabajo. La mayor recompensa para él es hallar la solución de un problema. Piensa que no son los cerebros los que merecen atención sino las ideas que salen de ellos, que son las que hacen avanzar a la Humanidad.
Sin embargo, según un científico especializado, “sus artículos son difíciles de leer (…). Pertenece a esa categoría de grandes matemáticos que no tienen tiempo para detenerse en los detalles”. Él no plantea sus razonamientos paso por paso, sino que hace un resumen acelerado para llegar enseguida a la conclusión. Le aburren las explicaciones largas.
Gregori Perelman no se somete a ninguna autoridad, y ratifica el pensamiento de Galileo de que “el humilde razonamiento de uno vale más que la autoridad de miles”.
Hace algunos años trabajó en EE.UU., en un intento por ampliar sus horizontes y entrar en contacto con otras formas de pensar. Quería hacer nuevos amigos. Pero tras regresar a Rusia su tendencia al aislamiento no hizo más que aumentar. Se ha apartado del resto de la comunidad matemática, ya casi no contesta a los correos electrónicos de los amigos que tenía. Dice estar desencantado de la forma como se desarrolla la investigación científica en general. “Los matemáticos son conformistas. Pueden ser más o menos honestos, pero toleran a quienes no lo son”, afirma. Y es aquí cuando cuestiona la escala de valores de sus colegas.
Una periodista ha publicado recientemente una biografía de este singular matemático. En ella dice que Perelman tiene un complejo de superioridad. Consciente de su portentoso coeficiente intelectual, y no encontrando parangón en ninguna de las personas que le rodean, considera que la mayoría de la gente no está a la altura de las circunstancias y que además no son capaces de comprender nada que presente una mínima complicación. Dice también que Perelman posee un estricto, cerrado y anticuado código de conducta, y que va apartando a todo aquel que no se ajuste a él. Se cree, pues, en posesión de la verdad absoluta, nadie puede rebatirle.
A mí me parece, sin embargo, que su aislamiento no es producto de un plan trazado con premeditación, sino el resultado de una mente que funciona de distinta manera que la del resto de la gente, que tiene su particular visión del mundo, y que se halla quizá un poco perdida en el ámbito de las matemáticas, su pasión, el motor de su existencia. Solemos imaginarnos a los genios elucubrando constantemente en todos los momentos del día, abstraídos en sus pensamientos científicos y ajenos a la realidad cotidiana. Perelman, además, por sus especiales características, posiblemente no encuentre un interlocutor adecuado.
Pero este aislamiento es peligroso, porque hace que se desconecte del mundo y pierda el sentido práctico de las cosas. Desde hace tiempo se le ve descuidado, caminando con prisa por las calles de San Petersburgo con la mirada en el suelo, la ropa vieja y raída, la barba y el pelo creciendo sin control, las uñas largas y sucias. Parece un mendigo. Pudiendo ser una persona adinerada con todos los premios que ha recibido, con un buen puesto en una universidad, se ve obligado a vivir de lo poco que le renten las clases particulares que da a unos cuantos alumnos, lo que le paguen por la publicación de artículos en revistas científicas, y la pensión de su madre. Ella y su hermana, con las que vive, son su única compañía.
Perelman, que quiere estar retirado del mundo y vivir en paz (“no soy un animal de zoológico, no estoy en exhibición”, le dijo en una ocasión a alguien que le quiso entrevistar), resulta por ello si cabe aún más interesante, objeto de la curiosidad ajena. Por eso me ha parecido que él es como esa estructura de las singularidades sobre la que aportó una visión nueva, pues igual que hay funciones matemáticas que presentan comportamientos extraños e inesperados cuando se les asignan determinados valores, a Gregori Perelman le sucede lo mismo. Él es Matemática pura.
 
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