jueves, 13 de mayo de 2010

Mi primer trabajo


Es difícil olvidar la primera vez que haces algo en la vida, y así nunca he podido olvidar la primera vez que empecé a trabajar, cuando tenía yo dieciocho años. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero lo recuerdo como si fuera ayer.
Eran unas oficinas que ocupaban la primera planta de un inmueble antiguo, con techos muy altos y grandes balcones. Yo estaba en un despacho sin apenas mobiliario, sentada en una pequeña silla giratoria sin reposabrazos, frente a una mesa minúscula y una máquina de escribir manual.
Empecé a mediados de un mes de enero. La calefacción central no funcionaba bien y hacía un frío que pelaba. Tanto era así que se me agarrotaban los dedos y casi no podía escribir a máquina, y cuando quería tragar el café que preparaban allí en una pequeña barra de bar, no podía abrir la boca lo suficiente. Puede que sufriera un principio de congelación. A veces me dejaba el abrigo puesto, lo que provocaba muchas críticas, supongo que porque lo consideraban inapropiado, pero yo lo que no quería era pasar frío. En una ocasión me agencié una estufa muy grande, de esas que había antes que parecían un girasol, pero cuando la encendí saltaron los fusibles y a poco se incendia el cuadro eléctrico. En mi trabajo de ahora se ríen porque tengo el ventilador puesto en cuanto empezó la primavera. Qué pocos sitios de trabajo reúnen las condiciones necesarias para estar bien.
En mi departamento no tenía compañeros y el trabajo era escaso. Mi jefe, para paliar la carestía y dar una buena imagen, me hacía copiar a máquina las hojas de servicios del personal militar que estaba allí destinado, cuando con hacer una fotocopia habría sido suficiente. Era una ocupación tan ridícula e inútil que tardé mucho tiempo en salir de mi estupor, aunque yo por aquel entonces no cuestionaba nada y hacía todo lo que me decían sin pararme a pensar ni opinar.
Aquel jefe fue una cruz para mí. Mediaba ya la sesentena cuando le conocí, y aunque ya estaba jubilado, ocupó aquel puesto por hacerle un favor a una instancia superior, que le conocía de hace tiempo y se lo había pedido. Así añadía a su paga de mutilado de guerra retirado un extra. Pero estaba a disgusto.
Tenía unos modales chuscos. Era una persona muy nerviosa, sin ninguna paciencia, a la que no le importó ni mi juventud ni mi inexperiencia. Me enseñaba las cosas de mala manera y se reía de mí con cualquier pretexto, con mucho desprecio. A veces me contaba cosas de sus hijos o su mujer, los días que parecía más calmado, pero casi siempre hablaba dando voces y me ponía en evidencia delante del resto de la oficina de los gritos que daba. Luego pretendía adoctrinarme en materia política (era de ultraderecha), y quería siempre que leyera un periódico que compraba, ya desaparecido, que tenía esa ideología, y que era un auténtico panfleto. Lo único que me gustaba era la viñeta cómica que aparecía en él.
Me comparaba con otra compañera que había entrado al mismo tiempo que yo y a la que prefería, entre otras cosas porque era hija de militar, y con frecuencia decía que hubiera preferido que fuera ella la que estuviera en mi lugar. En una ocasión se llegó a quejar delante de mí de su nómina, diciendo que cómo iba a cobrar lo mismo que la mecanógrafa. Hubo una vez que se pasó tanto conmigo que acabé llorando a moco tendido, cosa que le puso aún más nervioso de lo que ya era.
Ya estaba yo con un principio de gastritis por los nervios que me producía cuando dijo que se marchaba, no sin antes predisponer al siguiente jefe que venía en mi contra. Yo debía estar con un síndrome de Estocolmo considerable, porque le regalé a modo de despedida un bichito peludo de esos que estaban muy de moda y me encantaban, y un libro, “La conjura de los necios”, que dudo mucho que llegara a leer nunca y de cuyo título no creo que se diera nunca por aludido.
Ahora, cuando lo recuerdo, me parece un chiflado, un personaje de opereta. Supe que murió hace un par de años. Sería viejísimo. Dios lo tenga en su gloria.
El nuevo jefe tardó tiempo en darse cuenta de que lo que le habían contado era una sarta de mentiras, y cuando años después me marché de allí, me felicitó por mi forma de trabajar y me dijo lo bien que procuraba hacerlo todo y lo diligente que era, cosa que le agradecí profundamente, porque hay cosas que, aunque se sepan, es reconfortante que te las digan de vez en cuando.
En aquel primer trabajo conocí a mucha gente, pero guardo especial recuerdo de un compañero, Paquito, que fue siempre encantador conmigo, un hombre muy bueno y trabajador, culto, con el que se podía hablar de cualquier cosa. Con el tiempo, cuando se casó y tuvo a sus hijos, se marchó de la Administración, harto del trabajo y la mendruguez general, y se dedicó a la enseñanza, que era lo suyo.
Mientras estuve allí tenía siempre una sensación de agobio y de encierro enormes, no ya tanto por tener la desgracia de soportar a un jefe insufrible como por el hecho de tener que pasar tantas horas encerrada, con un horario laboral muy largo y sólo media hora para el café. Uno de los despachos que ocupé daba a lo que ahora es el museo Thyssen, y recuerdo que en aquellas revueltas universitarias que hubo a mediados de los 80, yo veía a los estudiantes corriendo y a la policía cargando contra ellos por el paseo del Prado. En mi interior me sublevaba al pensar que yo quería estar allí también y no podía por mis obligaciones. Añoraba la libertad.
De aquel mi primer trabajo lo bueno que guardo en mi memoria es el sueldo que empecé a cobrar, que me pareció una fortuna, y aquel compañero tan bueno que conocí. Todas las experiencias sirven para algo, de todo se puede sacar partido si se mira positivamente, pero felicito a los que empiecen a trabajar por vez primera en su vida y tengan la suerte de caer en un buen sitio y con gente medianamente aceptable. Igual que aquello que dijo Felipe II cuando la Armada Invencible fue derrotada, “no mandé a mis naves a luchar contra los elementos”, así me pasó a mí, yo iba a una cosa y me tocó luchar contra los elementos.
 
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