martes, 18 de mayo de 2010

Gustav Klimt




Es difícil, al contemplar una foto de Gustav Klimt, asociar su imagen tosca y vulgar con la delicada belleza de las obras que llevó a cabo. Si mientras ejercía su arte, en la Viena de la 1ª década del siglo XX, ya alcanzó una gran notoriedad, sobre todo entre la aristocracia del momento, en la actualidad, un siglo después, el éxito de su estilo pictórico ha conseguido repercusión mundial.
A mí hace años que me gusta, y también es verdad que sintoniza a la perfección con el gusto estético que impera hoy en día. Voluptuoso, con una exótica exuberancia, erótico, ejerce una fascinación indudable entre todo aquel que quiera contemplar sus cuadros.
Suntuoso, tanto las telas con las que arropa a sus figuras como los fondos sobre las que las coloca, están cuajados de motivos simbólicos, inspirados en el arte egipcio, micénico y bizantino. Son ornamentos fantásticos, sensuales, sugestivos, llenos de cromatismo. Utiliza la técnica del mosaico, y era especialmente aficionado a pintar sobre grandes murales y frisos. En una ocasión que visité una de sus exposiciones en Madrid, me quedé fascinada por el color, los dorados, y por el uso de piedras preciosas que incrustaba en sus obras. No en vano su padre había sido orfebre. En una ocasión dijo que “incluso la cosa más insignificante, si es representada con plenitud, ayuda a multiplicar la belleza de la Tierra”.
En su época final se aprecia la influencia del arte japonés.
La mujer es su obsesión, el tema central de su obra. Las figuras femeninas aparecen dotadas de un aura mágica. Hay náyades, ninfas. Son mujeres que tan pronto están casi desnudas como cubiertas por grandes túnicas brillantes o sinuosas transparencias. En el pelo, siempre abundante y con mucho volumen, no faltan nunca los adornos, flores sueltas o en diademas. El color de las cabelleras, intenso, coincide con el del vello púbico cuando lo muestra, algo que en su momento fue motivo de polémica.
Gustav Klimt desvela sin pudor los secretos de la belleza femenina, mostrando los atributos que forman parte de nuestro particular universo de manera delicada, como si se asomara a un momento de intimidad en el que la protagonista permanece ajena y distante a la observación de que es objeto. Representada en todas las posturas posibles, suelen ser féminas muy delgadas con vientres algo abultados y pechos perfectos, no muy abundantes, con la piel blanca y fina y los pezones rosados.
Klimt pasaba muchas horas en su estudio pintando bocetos. Hacía posar a sus modelos en actitudes procaces, le gustaba observar el efecto, pero pocas veces llevaba estas imágenes a sus cuadros definitivos.
En sus obras están representadas todas las etapas de la vida humana. La muerte y la vida son una constante en Klimt, se las ve juntas, la primera como una mujer cadavérica, y la segunda con el nacimiento, la mujer que abraza a un bebé.
La figura masculina casi no aparece, y cuando lo hace sirve de acompañamiento a un conjunto dominado por la mujer. Suelen ser hombres robustos, grandes, de anchas espaldas. Parece ser que Klimt gustaba de representarse a sí mismo, algo más embellecido.
A mí me encanta la feminidad con la que representa a las mujeres, con los ojos cerrados, en actitudes mimosas, o abiertos y soñadores. Es como si estuvieran allí casi sin quererlo, modestamente, con sencillez, las caras apoyadas en las manos, como en confiado abandono. Destilan fragilidad, ternura. La suya no es una belleza al uso, sino muy particular, hecha de pequeñas cosas que en su conjunto dan como resultado una concepción de la estética distinta a todo lo conocido, llamativa, original. Tanto si el tema central es el amor como si es la maternidad, las figuras rezuman calidez, dulzura.
Cuando pinta retratos, siempre por encargo de las damas aristocráticas vienesas, entre las que su arte tenía gran acogida, son sus rostros lo único que realmente queda de su figura real, el resto forma parte de su particular estilo, de su portentosa imaginación.
Pintaba también paisajes para relajarse, en época estival. Para él eran objeto de paz y meditación. Empleaba la técnica del puntillismo impresionista, y no usaba bocetos, copiaba directamente del entorno real.
Gustav Klimt fue el precursor de la Bauhaus de los años 20, e influyó en muchos artistas posteriores, e incluso en la moda.
En cierta ocasión dijo, intentando definirse: “Mis dibujos son un homenaje a la raza ingenua y voluptuosa de los hipersensibles”, a la que él mismo pertenecía, a la que pertenecemos muchos.
 
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