La vida está ahí fuera, no hace falta más que observar lo que ocurre cuando vamos por la calle para comprobar cómo bulle a nuestro alrededor.
Madrid es una ciudad que puede ser tumultuosa o tranquila dependiendo de la hora y el lugar por donde vayas, pero cuando la transitas rara vez no se es testigo de algún hecho que no nos de qué pensar.
Madrid es una ciudad que puede ser tumultuosa o tranquila dependiendo de la hora y el lugar por donde vayas, pero cuando la transitas rara vez no se es testigo de algún hecho que no nos de qué pensar.
Hace unos días iba en el autobús al trabajo cuando se sentó de cara a mí una pareja joven que conozco de vista. Los dos tienen un pequeño retraso mental que sólo se le nota a ella un poco. A mi lado estaba sentado un chico que debía tener la edad de mi hijo más o menos. En cuanto él se levantó para apearse, curiosamente ellos cambiaron radicalmente de actitud. Si hasta entonces habían permanecido el uno junto al otro, abstraídos en sus cosas, sin hablarse y ni siquiera mirarse, a partir de ese momento fue todo lo contrario. Se buscaron los ojos (inmensos los de ella), se decían cosas con ellos, la mirada tierna, expectante. Luego empezaron a acariciarse, a darse besos. Es como si les hubiera dado vergüenza hacer todas estas cosas delante de un chico, pero no delante del resto de los que íbamos en el autobús. Parecía que no existía nadie a su alrededor. Ella apoyaba su cabeza en el brazo de él, mucho más corpulento, le acariciaba la mano, el muslo. Constantemente levantaba la vista y se daban besos en la boca, suaves, él en la frente también, muchas veces. Como niños, con la misma ternura e inocencia. Cuando ella se marchó lo dejó jugueteando con una agenda electrónica, y ya entretenido en eso no reparó en la mirada que ella le dedicó a través de la ventana, estando ya en la calle.
El amor no es una cuestión meramente intelectual, aunque cuando se ama se pongan también en juego toda nuestra energía mental. En el caso de esta pareja, mermadas sus capacidades psíquicas, es muy evidente. El amor es sobre todo una cuestión de instinto, tiene algo de animal. Nos emparejamos basándonos en nuestros sentidos: la vista, porque la simetría de los rasgos he leído que es garantía de inexistencia de taras, lo que asegura una progenie sin defectos; el oído, porque una voz armoniosa garantiza un estado emocional equilibrado y agradable; el gusto, porque la primera vez que nos besamos calibramos una serie de enzimas para ver sin son compatibles con los nuestros (todo de forma inconsciente, pura química); el olfato, lo que más determina la idoneidad de una posible pareja, nos atraemos con el olor más que con ninguna otra cosa según los expertos; el tacto, para mí lo fundamental, porque es a través del contacto corporal como damos salida a nuestra carga emocional, amorosa.
Cuando nos besamos ponemos en funcionamiento un montón de músculos de nuestro cuerpo, el ritmo cardiaco se acelera, se producen descargas de adrenalina y en los hombres la testosterona se dispara. No en todas las culturas el beso es práctica habitual, y menos en la boca. Los hay que se frotan una nariz con otra, o se dan pequeños mordiscos en las mejillas y la barbilla. En algunos sitios sólo se acaricia la cabeza, y en otros en cambio está prohibido hacer eso.
Pero siguiendo el deambular callejero, otro día ví un episodio bien distinto de la escena romántica anterior. Una chica iba llorando a moco tendido por la acera mientras hablaba muy alto por su móvil, la voz entrecortada por los sollozos. Su novio, por lo que decía, estaba rompiendo con ella. Iba como loca, tan pronto caminaba aceleradamente como se paraba en seco en cualquier parte o se metía en un portal. Estaba ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Cuánta angustia, cuánta desesperación. Y también qué bajo puede caer la dignidad humana, la propia estima. Esta mujer faltaba poco para que se arrastrara por el suelo con tal de que ese hombre no la dejara. El amor une a las personas de forma misteriosa, pero éstas conservan su identidad, una no vive a costa de la otra. Eso es el antiamor, el egoísmo en estado puro. Si amas, por muy doloroso que sea comprobar que la otra persona ya no te corresponde, debes dejarla libre, soltar amarras, porque si realmente la quieres desearás lo mejor para ella, aunque sea lo peor para ti. El amor, en cualquiera de sus formas, es olvidarse de uno mismo.
Cuán distintos somos cuando tenemos amor a cuando no lo tenemos. Nos transforma, pone al descubierto potenciales que desconocíamos de nosotros mismos y que posiblemente nunca habrían salido a la luz de ninguna otra manera, saca de lo más profundo de nuestro ser lo mejor y a veces lo peor también. Y eso es así siempre, no sólo al principio cuando la emoción está en su momento más álgido.
No hay más que darse un paseo por la calle. La vida está ahí fuera.
El amor no es una cuestión meramente intelectual, aunque cuando se ama se pongan también en juego toda nuestra energía mental. En el caso de esta pareja, mermadas sus capacidades psíquicas, es muy evidente. El amor es sobre todo una cuestión de instinto, tiene algo de animal. Nos emparejamos basándonos en nuestros sentidos: la vista, porque la simetría de los rasgos he leído que es garantía de inexistencia de taras, lo que asegura una progenie sin defectos; el oído, porque una voz armoniosa garantiza un estado emocional equilibrado y agradable; el gusto, porque la primera vez que nos besamos calibramos una serie de enzimas para ver sin son compatibles con los nuestros (todo de forma inconsciente, pura química); el olfato, lo que más determina la idoneidad de una posible pareja, nos atraemos con el olor más que con ninguna otra cosa según los expertos; el tacto, para mí lo fundamental, porque es a través del contacto corporal como damos salida a nuestra carga emocional, amorosa.
Cuando nos besamos ponemos en funcionamiento un montón de músculos de nuestro cuerpo, el ritmo cardiaco se acelera, se producen descargas de adrenalina y en los hombres la testosterona se dispara. No en todas las culturas el beso es práctica habitual, y menos en la boca. Los hay que se frotan una nariz con otra, o se dan pequeños mordiscos en las mejillas y la barbilla. En algunos sitios sólo se acaricia la cabeza, y en otros en cambio está prohibido hacer eso.
Pero siguiendo el deambular callejero, otro día ví un episodio bien distinto de la escena romántica anterior. Una chica iba llorando a moco tendido por la acera mientras hablaba muy alto por su móvil, la voz entrecortada por los sollozos. Su novio, por lo que decía, estaba rompiendo con ella. Iba como loca, tan pronto caminaba aceleradamente como se paraba en seco en cualquier parte o se metía en un portal. Estaba ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Cuánta angustia, cuánta desesperación. Y también qué bajo puede caer la dignidad humana, la propia estima. Esta mujer faltaba poco para que se arrastrara por el suelo con tal de que ese hombre no la dejara. El amor une a las personas de forma misteriosa, pero éstas conservan su identidad, una no vive a costa de la otra. Eso es el antiamor, el egoísmo en estado puro. Si amas, por muy doloroso que sea comprobar que la otra persona ya no te corresponde, debes dejarla libre, soltar amarras, porque si realmente la quieres desearás lo mejor para ella, aunque sea lo peor para ti. El amor, en cualquiera de sus formas, es olvidarse de uno mismo.
Cuán distintos somos cuando tenemos amor a cuando no lo tenemos. Nos transforma, pone al descubierto potenciales que desconocíamos de nosotros mismos y que posiblemente nunca habrían salido a la luz de ninguna otra manera, saca de lo más profundo de nuestro ser lo mejor y a veces lo peor también. Y eso es así siempre, no sólo al principio cuando la emoción está en su momento más álgido.
No hay más que darse un paseo por la calle. La vida está ahí fuera.