martes, 23 de febrero de 2010

Pintura hiperrealista (I): Fernando O'Connor




He descubierto hace poco, por casualidad, una inagotable fuente de placer visual y estético en artodyssey, una página de Internet que nos pone al día con las últimas tendencias en lo que al hiperrealismo pictórico se refiere. Los artistas que aquí aparecen son muy distintos y provienen de todas partes del mundo, pero tienen en común su capacidad para reflejar la realidad entorno de forma casi fotográfica, dándole su personal toque mágico. Son composiciones que asombran por su verismo y por el uso tan especial de la luz y el color.
Empiezo la serie con Fernando O’Connor, un artista argentino de mi edad. Dice estar influido por pintores tan dispares como Vermeer, Velázquez o Antonio López. Retrata escenas y objetos cotidianos que en su pincel cobran un sentido distinto, nos los hace ver de forma diferente a como los contemplamos en la realidad.
He escogido dos obras suyas que son lo que en lenguaje cinematográfico llamaríamos primeros planos. Increíble su capacidad para representar la transparencia del cristal y del agua, el color de la piel, las texturas de la tela y el papel.

lunes, 22 de febrero de 2010

Mis actrices favoritas (I): Jane Fonda


Hay actores y actrices que, pasen los años que pasen, son incombustibles. Es el caso de Jane Fonda.
La hemos visto en casi todas las edades de su vida, desde su juventud hasta la vejez, y siempre hubo una característica que la acompañó a lo largo de todo ese tiempo: su mirada. Ese rostro, esos ojos, características heredadas de su padre, el también estupendo actor Henry Fonda, son sus señas de identidad. Es curiosa la genética, lo que logra asemejar a un padre y a su hija. Pero así como su parecido físico era asombroso, no tenían sin embargo gran cosa en común en cuanto al estilo interpretativo se refiere.
Jane Fonda ha vivido con tanta intensidad como pudo tanto dentro como fuera de los platós de cine. Cada película se corresponde con una etapa muy determinada de su vida, y así se refleja. En los 60 hacía películas de escasa calidad con alguna excepción, como Danzad, danzad malditos. Se había casado con un director de cine francés del que pronto descubrió que tenía gustos sexuales peculiares (tríos incluidos). Cuando se cansó de sus rarezas y se divorció de él, volvió a su país y comenzó una época fructífera en su carrera. Consiguió una publicidad añadida con su activismo político. Se la podía ver en las fotos del momento, con vaqueros o con minifalda, cargando a sus hijos a la espalda metidos en una especie de mochila, algo que actualmente es corriente.
Sus películas de los años 70 fueron memorables. El regreso. Klute. En ésta última recuerdo que me impactó especialmente la escena, ya casi al final, en la que ella se ve a solas con el psicópata asesino que la persigue. Jane Fonda despliega todo su talento interpretativo recreando un momento lleno de dolor, de angustia, de miedo, de soledad e indefensión, la mujer una vez más víctima de la violencia de un hombre. Dicen que mientras se rodaba, como estaba llorando, comenzó a caérsele en grandes cantidades la mucosidad de la nariz, pero el director dijo que siguieran, que no cortaran.
En esta época se había casado con un político y, como era habitual en ella, entregada en el amor y a todas las causas que consideraba justas, dedicó gran parte de su tiempo a apoyarle en sus campañas. Pero fue precisamente El regreso la causa de que su matrimonio, que no pasaba por su mejor momento, acabara también en divorcio, pues las escenas tan íntimas que rodó con el otro actor protagonista, Jon Voight, despertaron las iras de su marido. No fue capaz de comprender que aquellos eran los gajes de su oficio, que rodar ese tipo de escenas formaba parte de su profesión. Si vemos la película vemos que en realidad está planteada con una enorme sensibilidad.
En los 80 puso de moda el aerobic con sus sesiones de gimnasia musical. Sus programas de televisión y sus videos le reportaron pingües beneficios. Su obsesión por la figura y por permanecer joven y activa la persiguió hasta hace no mucho. En esta época rodó películas maravillosas como En el estanque Dorado, donde compartió protagonismo con dos monstruos de la escena cinematográfica: Katharine Hepburn y con su propio padre. Las legendarias desavenencias que siempre tuvo con éste parece que se zanjaron al final, con su participación conjunta en este film, que fue el último para él. Muchas de las cosas que en él se dicen, las quejas de ella por no haberse sentido nunca comprendida ni valorada por su progenitor, son un trasunto de la realidad.
En los 90 el paso del tiempo comenzó a hacer mella en su belleza. Tras hacerse una operación de cirugía estética en el pecho, luego abominó de estas prácticas, y decidió que mostraría sin complejos las huellas que la edad dejara en su persona. Se casó con un poderoso y rico empresario del mundo de las comunicaciones, y gozó de todos los lujos que su nuevo status podía reportarle, pero siempre echó en falta en su nuevo marido un pensamiento y una sensibilidad afines a la suya, además de un sentido de la fidelidad conyugal que resultó no tener. En esta época rodó películas tan sentimentales como Cartas a Iris.
Al cambiar de siglo espació sus apariciones en la gran pantalla y en la televisión, y se ha atrevido a anunciar productos de belleza ya al borde de los 70.
Jane Fonda dice haber sentido pánico escénico siempre, es algo que jamás le ha abandonado en ningún momento de su vida. Cuanto más tiempo pasaba, más tenía. Cada vez que debe abordar un nuevo papel se siente física y psíquicamente enferma, lo pasa muy mal, pero una vez que se ha metido en la historia, nos ofrece un prodigio de actuación que no se puede comparar a ningún otro conocido. Esa forma de mirar, tan fijamente, tan implacablemente diría yo, sus ojos tan azules y a veces tan fríos, la manera como se reflejan en su rostro y en su cuerpo todos los estados de ánimo imaginables, olvidándose de sí misma y siendo ella misma a un tiempo, es algo increíble. Cuando interpreta parece estar como ausente de la escena, como si estuviera allí de forma casual, como si estableciera una barrera invisible entre ella y el resto del mundo, y sin embargo su actuación está siempre llena de fuerza y termina desprendiendo una inmensa calidez humana y como un desvalimiento. Jane Fonda se desnuda por dentro y se nos muestra sin tapujos, se abre al mundo y se ofrece a él con la confianza de que será bien acogida por quienes la contemplamos. Plantea las tramas sin crudeza, con la verdad como seña de identidad, transparente, sin perder nunca su enorme atractivo personal y su feminidad. Haga lo que haga la cámara la quiere, la busca, la necesita, es una figura imprescindible para construir el argumento.
Jane Fonda sigue pensando que quizá no va a poder estar a la altura de lo que se pide de ella cada vez que ejerce de actriz, nunca se ha valorado lo bastante. Su inseguridad conmueve, porque es algo que la ha hecho sufrir en todos los aspectos de su vida. Ya debería saber que, a estas alturas, está más que demostrado que no sólo es una magnífica actriz sino también una gran persona y una gran mujer.

viernes, 19 de febrero de 2010

Oposiciones


Oposiciones. Su propio nombre ya es de por sí desagradable, refleja negatividad: te opones, compites. Examenes interminables, temarios ingentes y tediosos, preguntas con trampa (cuán poca transparencia), horas de espera en los llamamientos, frío y calor excesivos, hacinamiento, miembros del tribunal al que mejor no hacer preguntas porque su competencia es bastante dudosa... En fin, la lista de inconvenientes no tiene fin. Nadie quiere estar allí porque es fin de semana. Un madrugón tonto. Y los nervios.
Te juegas tu futuro en un rato, y no siempre todo depende de ti. A ver si el ordenador de turno está preparado para la ocasión o han dejado activados comandos que inducirán a error y harán que te retrases en la realización del ejercicio, porque el tiempo aquí sí que es oro. Una contrarreloj, como en una carrera deportiva, pero sin pruebas de dopaje. No apto para cardiacos.
Los habrá que sí tengan el hardware en condiciones. Esos juegan con ventaja, no es justo. Cuestión de suerte, que es un azar al que se apela cuando las circunstancias no son las mismas para todos y que sirve para encubrir la injusticia, la falta de seriedad de los que organizan estas concentraciones de sufrientes ciudadanos, la poca profesionalidad. No hay respeto por el opositor.
Y luego las absurdeces. Que si una pregunta de test es contestada mal por la mayoría de la gente se da por buena. Suena a kafkiano, pero es así. En esta guerra todo vale. Luego si alguien protesta ya vendrá la impugnación, pero de momento si cuela, mejor. Y tonto el último.
Si tienes una disminución de tus capacidades físicas tienes que acreditarlo con mil informes médicos. A mi hermana no le dejaban usar atril pese a haber demostrado que sus problemas de vista lo hacían necesario. La letra es pequeña porque así cabe más texto en el papel y se gasta menos, qué ecológico por su parte, hay que pensar en los bosques, y en los costes para la Administración. Al que no le guste que se aguante, no se van a andar con contemplaciones con un montón de pobres infelices que van allí a conseguir el número premiado en la tómbola laboral. Eso suponiendo que no hayan repartido números antes, porque el tongo es uno de los deportes nacionales, junto con la siesta. Faltaría más, no vamos a perder las buenas costumbres de siempre.
Si tienes una lesión arréglatelas como puedas. Mi hermana tuvo que agenciarse un taburete como pudo para poder poner su pie escayolado cuando se rompió la tibia y el peroné. Allí no están para imprevistos, no es Lourdes, no se acogen tullidos ni se hacen milagros.
Y demos gracias a Dios de que la informática haya implantado sus huestes, porque yo recuerdo haber ido hace muchos años a un examen de oposición con la máquina de escribir a cuestas. La Olivetti era ligera, pero aún así pesaba lo suyo, y anda que las oposiciones se celebran en sitios céntricos de la capital, siempre son en lugares del extrarradio. Por no decir de los que se llevaban libros para poner encima de los asientos y así poder tener una posición adecuada cuando se sentaran. Nunca las instalaciones han reunido las condiciones necesarias, pero no van a estar encima los opositores cómodos, se supone que van allí a penar, todo el mundo sabe que hacer oposiciones es como ir a galeras, así es mayor el mérito del que consigue ganarlas. Es como una prueba de supervivencia en la selva, o como un concurso lleno de obstáculos. Hay que ponerlo cuanto más difícil mejor, no se vayan a creer que aquello es jauja. Así la emoción es mayor.
Al final lo que hay que procurar es no perder los nervios, como cuando mi hermana omitió una de las hojas del test porque al pasarlas se quedaron pegadas y no se dio cuenta hasta el final. Después de toda la preparación que exige el momento y luego todo se va a la porra por una tontería. Pero cuán fácil es equivocarse cuando se está sometido a tanta presión.
Yo he tenido la suerte de no haber tenido que pasar por ninguna oposición para conseguir trabajo, aunque desde luego no es algo de lo que me sienta precisamente orgullosa. Tan sólo en una ocasión me presenté para TAG, y qué horror. Después de gastarme el dinero en una academia y en libros, solían ser siempre muy pocas plazas y se convocaban cada dos años. Es mi hermana la que me cuenta cómo es este mundo en el que parece que no hay más remedio que entrar si quieres un empleo estable.
Desde luego, los que se dediquen a esto tienen el cielo ganado, si tuvieran alguna culpa la habrán purgado en vida pasando por ese infierno. Por desgracia, muchos son los llamados y pocos los elegidos.

jueves, 18 de febrero de 2010

Franco


Muchas cosas se han dicho en relación al franquismo, casi todas malas, pero yo que tengo edad suficiente para haber vivido algunos de los años en los que estuvo en nuestro país, los últimos, tengo otra percepción del asunto.
Es cierto que un régimen político que dura tanto tiempo pasa por muchas etapas diferentes. Al principio, tras una guerra civil, Franco tomó algunas medidas que son propias de tiempos de transición difíciles, como las condenas a muerte. Pero cuando los ánimos se fueron calmando, vivimos muchos años de bonanza.
Parece que hasta las formas de gobierno se ven influidas por las modas imperantes: esa época fue la de las dictaduras igual que en otras épocas fueron las monarquías y en la actualidad las democracias. Nosotros estábamos en la onda de lo que se llevaba en el mundo, pero nadie supuso nunca que aquel estado de cosas duraría tanto.
Mi abuelo materno conoció a Franco de joven, cuando aún tenía poca graduación. Decía de él que era un hombre sencillo, de convicciones muy firmes, de pocas palabras, y que estaba siempre leyendo.
La sociedad en la que yo viví de niña fue muy normal, la cotidianeidad no se veía alterada por ninguna cosa en particular. Los sueldos no eran altos pero vivíamos con ilusión, lo que demuestra una vez más que la felicidad no está en las cosas materiales. Teníamos dos canales de televisión y una carta de ajuste, pero veíamos programas mil veces más interesantes que los que hay ahora, incluso cuando aún no eran en color. Los colegios funcionaban con disciplina pero sin contratiempos, y los horarios escolares eran interminables, pero el fracaso de los estudiantes era un problema casi minoritario. En las casas nuestros padres nos escuchaban y atendían, no trabajaban todo el día fuera para luego volver tan cansados que no tuvieran ganas de ocuparse de nosotros. No había bandas callejeras, ni mafias de la droga y las armas, ni vagabundos tirados por las calles, ni inseguridad ciudadana. El gobierno no estaba compuesto por una legión de gorrones dispuestos a aprovecharse de la coyuntura, eran pocos y suficientes. Se trabajaba mucho y bien.
¿Qué tenía Franco que lograba que hubiera una situación tan tranquila y corriente sin necesidad de recurrir a un Estado policial?. Nadie que estuviera dentro de la ley y siguiera unas pautas de conducta cívica medianamente normales tenía nada que temer. No había libertad de expresión en el sentido de que no podías decir nada que se opusiera al gobierno, pero para lo que se usa hoy en día sí que no tiene sentido alguno: hablar lo que se te antoje de cualquiera, sea o no verdad.
Lo que sí parece cierto es que en España, no sé en otros países, no se funciona bien si no hay una autoridad a la que respetar, como los niños pequeños que sólo se portan bien por temor al castigo. No se hablaba de política por aquel entonces, ni a favor ni en contra, no era algo que interesara. Había gente muy reaccionaria que gustaba de discursos más del estilo de Primo de Rivera, como Blas Piñar, pero daban mítines a los que acudían unos pocos adeptos. Franco no concitó en torno suyo extremismos ni fanáticos seguidores, él iba a lo que iba, y lo hacía con cautela y sobriedad. Es ahora cuando se montan circos mediáticos, antes no.
Actualmente se identifica la bandera con aquellas ideologías, y casi es una vergüenza llevarla o mostrarla, cuando en realidad no debería estar asociada a ningún pensamiento político, pues es la seña de identidad de una nación simplemente.
Mi madre recuerda con especial cariño la visita que hizo Franco al internado de Aranjuez para huérfanas de militar. Al ver a todas aquellas niñas juntas, se sintió profundamente conmovido y le asomaron las lágrimas a los ojos. La mayoría de ellas se había quedado sin padre a causa de la guerra. Precisamente por ser militar no le pasaba desapercibido el coste humano que toda contienda tiene para la población civil, pero parece inevitable llegar a ciertas situaciones aún sabiendo los sacrificios que van a traer consigo.
Sólo cuando él era un anciano y ya no podía tomar decisiones con la fuerza y energía que le eran habituales fue cuando aprovecharon los terroristas, nuestra mayor lacra, para salir de sus escondrijos y empezar a cometer sus atentados. Luego el resto de los delincuentes, y ya nunca volvimos a vivir en paz.
Cuando murió permanecimos mi familia y yo en una cola kilométrica durante horas para ver expuesto su cadáver, aunque nos quedamos a mitad de la Cuesta de San Vicente, nunca llegamos al final, vencidos por el cansancio. Yo tenía nueve años.
He leído muchas cosas sobre el franquismo, no muy halagüeñas, y de ellas la que más curiosidad despertó en mí fue un artículo de hace unos años de Josep Vicent Marqués, escritor que me ha gustado siempre mucho: "El franquismo explicó cómo de recatadas debieran ser las mujeres, cómo de corales debieran ser las regiones, cómo de zapateantes debieran ser los andaluces, y así sucesivamente. El franquismo nos explicó cómo era el "verdadero" pueblo, de modo que quien no era así no era ni verdadero ni pueblo". Tiene su gracia así como ironía, pero no creo que la autoridad llegara a tanto.
Sólo encuentro una explicación plausible al motivo por el que Franco estuvo tanto tiempo en el poder: porque funcionábamos bien así. Es como cuando me dice mi hija que me cambie de móvil o de cualquier otra cosa, que hace mucho que lo tengo y ya está viejo, que si no me canso de tener siempre lo mismo. Pues no, no me canso de aquello que aún sigue funcionando, mis gustos no cambian con las modas, sobre todo si veo que continúa siendo bueno para mí. No digo que tenemos que volver a una dictadura, pero la democracia, tal y como aquí se ha concebido, es una fuente constante de desilusión para mí.

miércoles, 17 de febrero de 2010

El Dorado


Me gustó mucho el último artículo de Reverte en el XL Semanal hablando de los mal llamados “panchitos”. Se pone, con una gran sensibilidad, en el lugar de los inmigrantes que, venidos del Nuevo Mundo, se asientan en nuestras tierras con la esperanza de encontrar una vida mejor. Supongo que no a todos les irá igual, pero me parece que para la gran mayoría de ellos la situación es bastante parecida: trabajos de telemarketing, vendedores en tiendas de telefonía móvil, dependientes de restaurantes de comida rápida, albañiles, y todas aquellas ocupaciones que los de aquí no hemos querido por lo ingratas y mal pagadas que están. Contratos basura, cuando los hay. Quizá sea por su escasa cualificación en general por lo que no suelen conseguir mejores empleos, o puede que su procedencia les cierre muchas puertas, aunque tengan el nivel que se precisa. Cuántos odontólogos, por ejemplo, se ven obligados a ejercer otras profesiones porque su título no está reconocido en nuestro país.
Yo he sido la primera que he renegado de ellos cuando he tenido que hacer una consulta telefónica, un pedido a domicilio o simplemente que te atiendan en una cafetería. Así lo hice constar en un post de hace meses, del que ahora me arrepiento. Me parece que sus reflejos son lentos, su receptividad escasa, y su forma de hablar muchas veces incomprensible. Pero al no aceptarlos tal como son los estamos discriminando y sacando a relucir una cierta xenofobia que nos es propia casi sin darnos cuenta. Es como si nos consideráramos dueños del terreno que pisamos sólo porque hemos nacido aquí y, por lo tanto, nosotros somos los que imponemos las normas. Si no pueden integrarse en el implacable engranaje social que tenemos montado, que se vayan.
Y así recuerdo con vergüenza en una ocasión en que iba en el metro y, al darme cuenta de que llevaba el bolso abierto, no se me ocurrió otra cosa que mirar acusadoramente a una madre y su hija, sudamericanas, que iban a mi lado. Luego, haciendo memoria, me di cuenta de que se me había olvidado cerrarlo al salir de casa, algo muy corriente en mí. Cuánto temor y pesadumbre había en sus ojos al ver cómo yo las miraba, nunca sabrán cómo lo lamenté después. Imaginé la cantidad de veces que tendrán que soportar situaciones así todos los días. Con cuánta simpleza reaccioné, qué torpeza por mi parte.
Sin embargo, de vez en cuando veo ejemplos muy reconfortantes de la perfecta adaptación de los sudamericanos a nuestro país, algo que espero que cada vez sea más frecuente. Sin ir más lejos, el otro día oía como de pasada a un chico y una chica sudamericanos hablando en el metro con los apuntes en la mano de complicadas fórmulas químicas que debían estar estudiando. Me encantó.
Una vez fuimos los españoles “conquistadores” de aquellas tierras que, por lo visto, ya habían sido visitadas por los pueblos bárbaros mucho tiempo atrás. Nosotros fuimos allí sin pasar aduanas ni controles de ninguna clase buscando un El Dorado que nos proporcionara una inmensa riqueza y un poder ilimitado. Exprimimos a los nativos hasta la esclavitud, les impusimos nuestra religión y nuestras costumbres, nos llevamos sin pagar aranceles y sin permiso ninguno los productos que en sus fértiles tierras crecían, y todo sin dar las gracias y sin pedir perdón por las posibles tropelías de que les hubiésemos hecho objeto. Ahora son ellos los que vienen a nosotros, con la religión que les inculcamos (son más fervientes cristianos que nosotros), y con la lengua que les enseñamos, confiando hallar el apoyo y la hermandad que se espera de los que un día les visitaron. ¿Y qué es lo que se han encontrado?.
Reverte teme las consecuencias de todo esto. El rechazo social, los trabajos precarios, el racismo, harán que un día se levanten contra nosotros pidiendo justicia, aquella que nunca tuvieron cuando fuimos nosotros los que estuvimos en su terreno. ¿Qué derecho tenemos a negarles nada?. No es que aquí haya venido lo peor de aquellos países, sino que una vez aquí la dureza de sus circunstancias les ha llevado a la desesperación, a la delincuencia y a la marginación, como pasaría con cualquier otro grupo que se viera en su misma situación. Ahí están las bandas callejeras, que no hacen más que crecer, las temibles maras.
Y ahora con la crisis, cuando las listas del paro no dejan de crecer, muchos están regresando a su país, del que nunca se olvidaron realmente. ¿Se cumplen las expectativas de muchos?. Por fin se van. Pero ¿dónde está su El Dorado?. Ellos también tienen derecho a que se les revierta aquello que un día nos dieron. Quizá depositaron en nosotros una confianza que, desde luego, ha resultado inmerecida.
Cuántos apelativos hemos inventado para menospreciarlos, para hacer que nunca puedan encontrarse como en su casa: panchitos, sudacas, mestizos, indígenas… Y son ellos los que tendrían que vituperarnos por nuestro comportamiento en el pasado y en el presente. Ellos nos dan ejemplo de humildad y sencillez no respondiendo nunca a los agravios que les inflingimos. Ellos son los que tienen mucho que enseñarnos, con lo grande y rica que es América del Sur y Centroamérica, rica por la heterogeneidad de sus culturas, costumbres y paisajes, aunque empobrecida por las malas artes de gobernantes tiránicos e ignorantes. Sus paraísos se han convertido en destino de bajo coste para nuestras vacaciones, sus posibilidades turísticas explotadas indiscriminadamente por dos duros, sus mujeres, como pasa en Cuba, prostituidas a cambio de algún regalo miserable o para salir de su país y escapar de la pobreza.
Cuánta belleza expoliada. Espero que algún día sepamos rectificar, pedir perdón y resarcirlos. Y que quieran aceptar nuestras disculpas. Ellos sí que no han olvidado que somos pueblos hermanos.

lunes, 15 de febrero de 2010

Cómo ser un buen líder


Hace poco leí las ocho directrices a seguir para ser un buen líder, según Mandela, resumidas por su magnífico biógrafo Richard Stengel, y la verdad es que me resultó muy interesante. Empieza declarando que “el coraje no es la ausencia de miedo. Inspirar a otros para sobreponerse a él”. Mandela dice que no es que no tenga nunca temor ante un peligro, pero al ser una figura en la que los demás se fijan se siente obligado a dar ejemplo de entereza y valor. En la cárcel solía lucir un porte orgulloso, y eso hacía que los demás se sintieran con fuerzas para superar sus propias limitaciones y las penalidades de su vida.
En segundo lugar afirma que “hay que dar el primer paso, pero sin dejar atrás a tu equipo”. Las decisiones importantes se deben tomar con el consenso general. No hay que olvidar que se es líder de un partido porque son los compañeros los que te han puesto en ese lugar. Sus opiniones cuentan, todo se debe discutir en conjunto, llegar a un acuerdo antes de seguir con una iniciativa que afecte a toda una nación.
En tercer lugar, “debes liderar desde la retaguardia, pero hacer creer a los otros que estás en la vanguardia”. El papel del líder no es decirles a los otros lo que tienen que hacer, sino facilitar el acuerdo. Mandela recuerda que en la corte de Jongintaba, donde se crió, los hombres se reunían en círculo y el rey tan sólo hablaba después de que lo hubiesen hecho todos los demás. No hay que precipitarse a la hora de sumarse al debate.
“Es conveniente convencer a los demás de algo y al mismo tiempo hacerles creer que fueron ellos los que tuvieron la idea en primera instancia”. Llevar y dejarse llevar.
En cuarto lugar dice: “Conoce bien a tus enemigos y aprende de ellos”. La capacidad para comprender a los oponentes permite saber cuáles son sus puntos fuertes y débiles. Todos tenemos algo en común, una lengua, una nación, unos derechos alienados en un momento dado, y es bueno encontrar las zonas de coincidencia de unos y otros.
La quinta directriz es “hay que mantener a los amigos cerca, y a los enemigos aún más”.
Mandela incluía en su círculo a algunos hombres de los que no se fiaba mucho y que no le gustaban demasiado. En realidad despreciaba a muchos de ellos, pero ejercía una suerte de hipocresía social, muy necesaria para no sentirse amenazado. Al fin y al cabo cada uno actúa según su conveniencia. Parece que el enemigo baja la guardia si se le da confianza e incluso algún cargo. Creo que es ésta una postura difícil, porque es complicado dejar a un lado la animadversación o el rencor y darse una tregua, ser capaz de perdonar. Es un rasgo de generosidad y de bondad enorme.
En sexto lugar afirma que “las apariencias son muy importantes, y también sonreír”. Mandela ha sido siempre un hombre de una gran presencia física, incluso ahora, pese a sus muchos años, sigue teniendo una elegancia natural, una majestuosidad en sus maneras. Piensa que es importante vestir de forma adecuada para cada ocasión. Ésta es en realidad la labor de los actuales asesores de imagen. La sonrisa de Mandela es proverbial, porque muchos se siguen sorprendiendo de que no se sienta amargado después de todas las desgracias de su vida. Invita al diálogo, a la paz. Como ha dicho siempre mi madre y es muy cierto: “sonrisas y buenos modales abren puertas principales”.
La séptima norma es “nada es blanco o negro”. Nuestro cerebro tiende a la búsqueda de explicaciones simplistas, pero no se corresponden con la realidad. Todo problema tiene muchas causas y muchas soluciones. Estamos en esa famosa zona de los grises. Diplomacia, tolerancia.
Y por último, la octava directriz es “rectificar también es una muestra de liderazgo”. La determinación de que ha llegado el momento de abandonar una idea, labor o relación fracasada es muchas veces la decisión más difícil que tiene que tomar un líder. Mandela ha revisado muchos de sus principios desde los tiempos en que era un activista en contra del apartheid. Tras pasar una larguísima condena en la cárcel a la que muchos no hubieran sobrevivido, su talante ha cambiado radicalmente, se ha suavizado, se ha hecho más sabio.
Son éstas unas directrices aparentemente muy sencillas, pero que encierran muchos matices y mucha experiencia. Mandela fue encarcelado por delitos de sangre, cometidos por su oposición al apartheid, pero la desproporcionada duración de su prisión le convirtió en un mártir. Fueran cuales fueran las circunstancias de su pasado, cualquier persona que luche por la libertad y los derechos humanos tiene toda mi admiración, y más como lo ha hecho él después, cuando fue elegido presidente. Mantiene sus creencias, pero ahora ya no es ni víctima ni verdugo.

viernes, 12 de febrero de 2010

Descubriendo Internet


Qué curiosa es la reacción que provoca todo esto de Internet en quienes nunca antes habían navegado en él. Mis padres se lo acaban de poner en casa, después de comprarse un flamante ordenador portátil, última generación, enorme, panorámico diría yo.
Me ofrecí a explicarles su manejo, pobre de mí, como si yo tuviera alguna idea que se pudiera tomar en serio al respecto, y lo único que pude hacer, muy malamente porque yo sin ratón no soy nadie, fue desplazarme torpemente con el cursor por toda la pantalla, pasando los deditos indecisos por ese rectángulo que en la parte inferior hace las veces de mouse.
Ellos ya habían localizado Google y habían investigado por su cuenta. Como son mayores lo primero que buscaron fueron cosas de su infancia, mi padre de la tierra donde vivió de niño, Ifni (se descargó videos con marchas militares y todo), y mi madre del colegio de Aranjuez de su adolescencia (dijo que las fotos que vio no hacían justicia al edificio).
Entre mi hija y yo les habíamos abierto una cuenta de correo electrónico y les había mandado un montón de e-mails para que vieran cosas curiosas e interesantes, pero cada vez que intentaba abrir uno había algo en la configuración del ordenador que lo impedía. Menos mal que mi cuñado encontró un poco de tiempo libre para acercarse otro día y solucionar el problema. El hermano pequeño de mi padre, al enterarse de sus nuevas adquisiciones, se apresuró a mandarles un correo de esos que tienen alusiones políticas (en contra de Zapatero, para variar), que son cosas que a ellos les divierten mucho.
Mi padre ya estaba familiarizado con el mundo de la informática porque unos cuantos años antes de jubilarse aprendió a manejar un Autocad y un Ploter para su trabajo de delineante, pero mi madre sólo se había puesto frente a un ordenador hace mucho, cuando mi hermana aún vivía en casa y tenía un ordenador un poco cascajo que le servía más que nada para practicar velocidad para las oposiciones. Mi madre lo cogía alguna vez que otra para distraerse con alguno de los videojuegos que tenía, comecocos, partidas de tenis, cosas así. Familiarizarse con un teclado es cuestión de práctica, no tiene grandes misterios, pero es fácil decirlo cuando se maneja desde hace años y se tiene una cierta edad. Cuando nunca se ha visto y ya se es mayor acostumbrarse puede costar un poco más.
Yo les enseñé a activar los símbolos menos habituales, o a salir de una pantalla cuando se ha bloqueado. No sabían siquiera que las aspas de la parte superior derecha de cada ventana sirven para cerrar, ni las flechas de arriba a la izquierda para pasar de una ventana a otra, ni por supuesto la utilidad de las barras de herramientas y de desplazamiento, y las pestañas. Yo todo lo aprendí con cursos, pero me imagino que investigando un poco aquí y allá no se tarda mucho en desentrañar los misterios de tantos símbolos.
Mi padre cree que puedes buscar en Google absolutamente todo. Para abrir su correo tecleaba su cuenta personal. Ya le expliqué que en el buscador aparece todo lo que sea público, lo que ve todo el mundo, pero lo privado no. Por eso tampoco puede curiosear lo que ponen los niños en el Tuenti, pero mi madre me ha dicho que no le importaría formar parte, con la esperanza de que sus nietos la agreguen y así ver lo que cuelgan allí. Aún no tienen una idea delimitadora clara de lo que es Internet, Google, el correo electrónico y una página web, todo se confunde en su mente porque es algo cuyas dimensiones no ha visto todavía en su conjunto y aunque le cuente cómo encajan unas cosas con otras, no consigue distinguir los ámbitos de todas. Es algo que trastoca los límites de su mente, le cambia sus perspectivas.
La primera vez que yo me metí en Google ni siquiera sabía qué buscar, estaba un poco perdida. Como fue por la época del terremoto de Sumatra, me dediqué a ver fotos y videos del desastre. Pero lo cierto es que cuando empiezas a navegar buscando algo en concreto, terminas metiéndote en otros sitios a los que la curiosidad te va llevando, y una cosa conduce a la otra sin solución de continuidad, las posibilidades son ilimitadas y el afán de saber inmenso. Internet es un camino sembrado de enlaces e hipervínculos que sólo tienes que pinchar para ir abriendo puertas que parecían cerradas hasta ese momento. Y esto que quiere decir, y aquello no lo había visto nunca, qué será. Son las preguntas que pasan por mi cabeza siempre.
Me hace gracia la curiosa ingenuidad con la que mis padres se zambullen en Internet a través de ese maravilloso ordenador último modelo que se han comprado, parecen niños con un juguete nuevo. Me conmueve ver su ilusión, sus ganas de aprender, su enorme interés. Da igual los años que se tengan, nunca se termina de ver cosas nuevas, y el avance tecnológico es tan grande y tan rápido que nos aguardan aún otras muchas cosas por descubrir.

jueves, 11 de febrero de 2010

Dichas, desdichas y curiosidades del yantar en Madrid







Podemos empezar por las desdichas, que son unas cuantas. La Suiza, por ejemplo, sitio tradicional por antonomasia de la capital. Las pocas veces que he ido no he hecho más que llevarme una decepción. Una de ellas, hace años, en que fui con mi familia, tuvimos que desalojar el local con los cafés y los dulces recién puestos en el mostrador, porque un piquete de huelguistas se acercaba amenazante desde el fondo de la calle de la Cruz con barras de hierro en la mano dispuestos a dar una paliza a todos los que tuvieran sus negocios abiertos y a los que estuvieran dentro de ellos. También qué casualidad, mira que había días para ir. Menudo rebote nos cogimos. Mi madre se disgustó porque ella frecuentaba mucho aquel lugar cuando era niña y desde luego recordaba que por aquel entonces las cosas eran muy distintas. En otra ocasión que fui me atendieron tan mal, con los camareros charlando en un rincón sin hacer caso a los clientes, dando risotadas y con pocos modales. Eso sí, se podía ver un cartel en el que se informaba a los clientes de que el género se reponía a diario y que lo que sobraba se daba a un comedor social.
Y siguiendo con los sitios emblemáticos, ahí está el café Gijón, con unos camareros que parecen por la pinta y los modales porteros de discoteca, y guarretes, porque si se les cae la tarrina de mermelada al suelo la vuelven a poner en el mismo plato que la tostada, en lugar de en plato aparte, y además se toquetean la nariz mientras te están sirviendo.
Cuando se me ocurrió ir a comer un cocido a otro sitio emblemático de Madrid, Malacatín, que también frecuentaba mi madre en su infancia, me llevé otro chasco. La comida estaba muy rica (me encantó sobre todo el repollo del cocido, que no todo el mundo sabe hacer bien), pero el camarero despedía un pestazo a pies que echaba para atrás. El hombre era muy servicial y atento, incluso les dio a mis hijos unas golosinas cuando acabamos de comer, pero era tal el mal olor que desprendía que casi rogábamos que se acercara a nuestra mesa lo menos posible, porque te levantaba el estómago. A los niños les dio una risa nerviosa de esas, lo que me incomodó bastante, más que nada por si el camarero se daba cuenta de que iba por él. Cuando vas a un restaurante esperas que la comida sea buena y el servicio rápido, pero lo último que piensas que te puedes encontrar es que el personal que atiende las mesas no vaya debidamente aseado.
Luego hay sitios muy originales, como una terraza a la que vamos en Benidorm a cenar de vez en cuando en vacaciones, en la que una camarera sudamericana con mucho desparpajo nos plantaba la sopera en la mesa para que nos sirviéramos nosotros mismos. Si hubiéramos querido ir a un autoservicio no habríamos ido allí.
Sitios como Iruña, que hace poco cerró por obras en el inmueble, es difícil que existan, donde la comida y el trato eran exquisitos, y los precios asequibles.
Ahora se llevan mucho los restaurantes como La Finca de Susana y otros similares, en los que tienes que hacer cola hasta la calle porque no hacen reservas, a cambio de un menú tirado de barato y un local enorme montado con una mezcla de moderno y antiguo con un gusto extraordinario, pero con una comida poco recomendable. Como está de moda desde hace tiempo todo el mundo acude allí en masa, y parece que la calidad de las viandas, que al fin y al cabo es lo que interesa de un restaurante, es lo de menos.
Para sitios curiosos Orixe, en la Cava Baja, que es una taberna moderna con cocina de inspiración gallega. La última vez que fuimos habían puesto unos interruptores en la mesa, uno servía para llamar al camarero y el otro para pedir la cuenta. Los que veíamos aquello por primera vez nos dio por juguetear un rato con ellos, sin saber para lo que servían. Por la cara de ajo de la persona que nos atendió se notaba que debía estar harta de la atrevida ignorancia y torpeza de los clientes. La cocina es muy buena, la decoración exquisita, y los precios no demasiado asequibles, pero merece la pena.
Otro sitio estupendo para ir es En busca del tiempo, detrás de la calle Carretas, muy cerca de Sol. Mucho ladrillo, mucha madera, chimenea encendida en la planta de arriba para los días más fríos, un lugar decorado de forma muy tradicional, con gusto, muy acogedor. Los platos tienen nombres largos para que parezcan sofisticados, como hacen los restaurantes más modernos en general, y así recomiendo las deliciosas croquetas de cigalitas y calamar sobre rizado de patata, y el solomillo de buey braseado al foie de pato y coulis de Corinto. Si se pide crema catalana de postre te la flambean en la mesa. El precio no es barato, pero se da por bien empleado.
Pero para sitios carísimos y exquisitos El jardín de la leyenda, junto a la carretera de La Coruña, en la zona de El Plantío, al que fui por la boda de una prima. Nunca he comido una langosta y un solomillo como aquellos, acompañados ambos con unas salsas que no eran de este mundo. Qué sabores, qué texturas. El sorbete de limón entre plato y plato tenía una delicadeza absoluta para el paladar. Y el sitio es incomparable, con unos jardines y un estanque preciosos.
Puede ser pues o una auténtica delicia o un infierno total ir de restaurantes en Madrid, lo mismo que si te vas simplemente a tomar un café con algo para mojar. Vivimos en una selva hostelera que nunca sabemos lo que nos puede deparar.

miércoles, 10 de febrero de 2010

En el campo


Ahora que ya se va acercando la primavera y los días se van alargando un poco más, me vienen a la memoria aquellos fines de semana en los que iba con mi familia al Escorial, lugar de veraneo de mi madre en su infancia y donde nació y se casó su hermano pequeño.
A mí siempre me ha gustado estar en contacto con la Naturaleza, me da igual que sea el campo, el mar o cualquier otro lugar al aire libre. Pero la primera vez que fui recuerdo que me producían pánico las mariposas, no estaba acostumbrada a ellas, como niña de ciudad que era, aquellos insectos me parecían enormes y que volaban sin control, acercándose y alejándose tan deprisa que no había forma de sustraerse a sus movimientos. Hace poco leí un artículo de Juan Manuel de Prada en el que hacía una extensa relación de los tipos de mariposas que él aprendió a conocer desde pequeño, y me cautivó la manera como describió a cada una, según su vuelo y sus colores. Con el tiempo supe yo también a apreciar su belleza y su delicadeza, despertaba mi curiosidad ese polvillo multicolor que desprenden cuando las coges por las alas (sólo con dos dedos y para observarlas, enseguida las dejaba libres otra vez).
Pronto me familiaricé con todos los pequeños animales que en el campo puedes encontrar: las lombrices, las hormigas (cómo se llevaban los restos de comida), las abejas, un pequeño gusano que adoptaba el aspecto semejante a la corteza de un árbol y cuando lo ibas a tocar te llevabas el chasco…
En el campo yo era feliz. Nos poníamos en una zona verde junto a un gran árbol. Bajo sus ramas mi padre improvisaba, con unos tablones que encontró un día por allí, una estrecha mesa y un asiento corrido para la hora de comer. En el pueblo habíamos llenado una botella con vino que vendían en una tienda muy antigua, llena de cubas, que al entrar olía a humedad y a uva fermentada. Siempre estaba fresco, y lo tomábamos mezclado con casera. Mi madre traía cinta de lomo rebozada y abríamos unas latas de fabada asturiana que calentábamos en el camping gas. Cuando venía también mi abuela Pilar recuerdo que traía entre otras cosas una ensalada que aliñaba en el momento con chorros de limón. Qué bien olía.
Los días de invierno en los que el cielo estaba despejado, que me encantaban, nos acercábamos a una tapia que había allí cerca y nos recostábamos sentados en unos poyetes de piedra contra el muro a tomar el sol, como hacían los lagartos que surgían de entre las grietas. Durante una época hicimos amistad con dos hermanas inglesas, treinteañeras, que solían ponerse allí también en camiseta de tirantes y con los pantalones remangados para broncearse. Su piel siempre estaba roja. Hablaban español perfectamente, y cuando no estaban contra la tapia se las podía ver en las inmediaciones del monasterio haciendo lo mismo.
Una vez saltamos con mi padre aquel muro (era altísimo), y vimos vacas y un redil con un toro bravo dentro. Como no se nos ocurrió otra cosa que provocarlo, el animal se enfureció y se llevó por delante la débil portezuela de madera de la cerca y nos persiguió, zafándonos por los pelos de él al encaramarnos a la tapia y trepar con una ligereza que nunca habríamos sospechado en nosotros.
Durante mucho tiempo hubo una pequeña casa abandonada en la que nos refugiábamos cuando llovía, y encendíamos fuego justo debajo del tiro de la chimenea para calentarnos. Estaba llena de deposiciones y no tenía suelo, era todo tierra y piedras. Se ve que todos íbamos allí a hacer lo mismo. Muchos años después la derribaron y en su lugar, con tanto abono natural, crecieron pequeños árboles y matas.
También hacíamos una hoguera a cielo abierto los días de mucho frío, pero luego lo prohibieron. Nos encantaba encontrar ramas para atizar el fuego y que las llamas fueran cada vez más altas.
En primavera el campo se llenaba de amapolas y margaritas, entre otras flores preciosas. Algunas las cortábamos y nos las poníamos en el pelo. Mi hermana y yo nos pasábamos el tiempo soplando dientes de león. La hierba a veces crecía tanto que nos llegaba más arriba de la cintura. Como estaba un poco en pendiente nos tirábamos dando vueltas sobre nosotras mismas hasta que acabábamos mareadas.
En verano llenábamos recipientes con montones de moras negras y enormes que crecían a los lados del camino principal y que estaban dulcísimas. Me gustaba tumbarme boca arriba y mirar las nubes tan blancas pasar en el cielo azul con formas caprichosas que mi imaginación convertía en toda clase de cosas. También observaba de cerca las flores, la hierba y a los bichos diminutos que pululaban alrededor. Solíamos acercarnos a un quiosco que estaba un poco retirado a comprar tarrinas de helado para después de comer. El agua la cogíamos fresquísima de una fuente que había cerca del quiosco, que se surtía de los manantiales que venían de las montañas cercanas.
Las vacas llegaban hasta allí con frecuencia y se quedaban a una distancia prudente, pues eran muy asustadizas. Nos dejaban después las enormes y escatológicas pruebas de su paso. En alguna ocasión me sentaba cerca de ellas, inmóvil, y cuando se acostumbraban a mi presencia y ya casi no me percibían, entonces hacía un movimiento brusco y salían corriendo, aterrorizadas. Recuerdo sus enormes ojos saltones vigilándome de soslayo.
En época de colegio, nos llevábamos nuestros libros y siempre había un rato para estudiar, aunque allí me costaba mucho concentrarme, tantas cosas llamaban mi atención. También jugábamos al tenis con volantines, y dábamos patadas a un balón. Por aquel entonces tenía yo un cañonazo de derecha que daba gusto, tal es así que si me pasaba un poco y tiraba demasiado alto, era fácil que se colara por encima de la tapia.
Siguiendo uno de los senderos, junto a la tapia, se llegaba a un campo de fútbol, que siempre vi vacío, y en el que nos colábamos con mi padre. Allí mi hermana hacía acopio de chapas de cervezas y refrescos que estaban por todas partes formando pequeñas montañas multicolores, para coleccionarlas.
Al regresar atravesábamos campos hasta llegar a las vías, y allí las seguíamos por un lado hasta la estación. La verdad es que era un poco peligroso. Ahora ya no se puede hacer porque han acotado con vallas algunos tramos para que pasten las vacas.
Cuando tuve a los niños nos gustaba ir en primavera, y allí ellos disfrutaban mucho. Pero últimamente errábamos con los pronósticos del tiempo y nos tocó salir corriendo alguna vez por el granizo o la nieve.
El guarda forestal, que tenía casa junto a una de las entradas, tuvo un cachorro de perro al que solíamos dar leche con un biberón. También en el quiosco había gatos pequeños, y les gustaba que les acariciáramos el lomo una y otra vez, se arqueaban de gusto y levantaban la cola larguísima.
Lo que más recuerdo de mis días al aire libre en el campo, además del paisaje tan bonito y las cosas que hacíamos allí, es sentarme a escuchar el rumor del viento entre las ramas de los árboles, tan frondosos por aquel entonces. Me parecía que era como el murmullo de la marea en la playa, avanzando y retrocediendo incansable en la orilla. La tranquilidad que allí se respiraba, sólo alterada por ese viento en las copas de los árboles o el trinar de los pájaros los días en que hacía buen tiempo, es algo que echo mucho en falta, necesito de vez en cuando respirar ese ambiente de paz absoluta, ese aire limpio, dejar perder la vista en la bucólica lejanía campestre, volver a encontrar en la sencillez de las pequeñas grandes cosas de la Naturaleza la esencia de la vida.

martes, 9 de febrero de 2010

Publicidad


Lo peor de la televisión de hoy en día es el bombardeo publicitario al que nos somete a diario, ese aluvión de anuncios que reclaman nuestra atención para que consumamos sin parar. Y sin embargo, hay algunos que se quedan grabados en nuestra memoria tanto por lo que de especial puedan tener como por lo horribles que nos parezcan.
Y así pasa que cuando, siendo niña, cambiamos la tele en blanco y negro por otra en color, recuerdo perfectamente que la primera imagen que vimos nada más encenderla fue un anuncio de tomate frito Solís que una mano femenina esparcía generosamente sobre un espléndido huevo frito. Qué impacto visual, qué mezcla de colores.
Hace años me gustaban mucho los anuncios de perfume. Aquel en el que salía una exótica isla de noche, iluminado el mar por una luna llena maravillosa, en medio de una sucesión de diferentes tonalidades de azul tan sugerentes y relajantes, y unos bellísmimos ojos de mujer flotando enormes en el aire sobre la isla. “La mujer es una isla y Fidji su perfume”, decía el slogan. Parecía que sólo por usarlo te transportabas a esos parajes tan lejanos y hermosos. Había otro anuncio de una colonia muy fresca, Alada, cuyo slogan era “una gota, un beso”. La primera vez que lo vi me quedé impactada por la belleza de la modelo protagonista, pues su mirada azul era tan intensa y la perfección de su rostro era tal que causaba una conmoción estética contemplarla. Desde luego hay personas que casi da miedo mirarles a la cara de lo guapas que son. Me pasó lo mismo con Elizabeth Taylor en la escena de “El espejo roto”, cuando se descubre que ella es la autora del crimen, la forma como miró a su interlocutor con sus enormes ojos violetas era de una belleza aterradora.
En la actualidad la publicidad es una constante fuente de placer y de imágenes e ideas sorprendentes. Desde los maravillosos anuncios en los que se ven en primer plano gigantescas olas de helado, masas envolventes de delicioso chocolate y refrescos burbujeantes, hasta ciertos anuncios de colonia de hombre, como aquel en el que el modelo que lo protagonizaba se paseaba como Dios lo trajo al mundo por el loft en el que vivía, y lo hacía de una forma tan natural, su cuerpo era tan bonito y las tomas habían sido hechas con tan buen gusto, que no hería sensibilidad alguna, al contrario, era un regalo para los sentidos. Eso sí, que no me pregunten cuál era la marca de la colonia porque no me acuerdo.
Pero luego hay anuncios que llegan a aburrir, sobre todo los que se refieren a coches, porque cuentan unas historias absurdas que poco tienen que ver con el producto que van a vender. Los de seguros son también tediosos, sobre todo ese de ING Direct, cuando sale un teléfono rojo que va como loco de aquí para allá con un sonido estridente. Y por supuesto los de detergente, mire, compare y si encuentra algo mejor cómprelo. Qué horror, con todas esas señoras que sueltan interminables y monótonos monólogos que ni ellas mismas se creen, y que parecen preguntarse qué hacen ellas allí diciendo esas tonterías. Es como si la limpieza de la ropa, como todo lo que tenga que ver con el hogar, fuera un asunto exclusivamente femenino, y además hacen aparecer mujeres con aspecto corriente y aire aburrido a las que identificamos despectivamente con las mal llamadas marujas. Nunca sale ningún hombre, y si lo hace, se le ve en plan cómico, como si aquello no fuera con él. La virilidad y saber poner una lavadora por lo visto son incompatibles.
También encontraba deplorables esos anuncios de Potitos Bledine, cuando se ve a la madre joven reprochando a la madre mayor que aún prepare la comida de los niños en la cocina, la hace quedar como tonta, como que le gusta perder el tiempo y que no se ha puesto al día con los nuevos adelantos en materia nutricional infantil. Donde esté ese potingue color cagalera, que lleva meses envasado, cuando no años, y que seguramente si tiene algo de alimento son desechos orgánicos, en un batiburrillo incalificable, que se quite la comida casera de toda la vida, recién hecha y con productos frescos.
Y los anuncios de artículos de aseo personal, como los geles de baño, que siempre aparecen mujeres desnudas, o aquel de desodorante, en el que una mujer besaba la axila de un hombre, levantaron en su momento mucha polémica por considerárselos machistas. Todavía el género femenino sigue siendo utilizado como objeto de reclamo para vender.
Hace poco leí que con algunas de las técnicas usadas habitualmente en publicidad no se obtiene el resultado esperado. Así los anuncios en los que se incluyen imágenes sexualmente sugerentes distraen la atención del verdadero objeto del spot, como me ha ocurrido a mí con la colonia de hombre que mencioné antes, o la publicidad incluida en las películas, que suele pasar inadvertida. Asímismo las siniestras advertencias incluidas en las cajetillas de tabaco, en lugar de producir un efecto disuasorio lo que hacen es aumentar la ansiedad del consumidor y, por tanto, su adicción.
Con los efectos especiales creados por ordenador, el campo de acción de la publicidad se ha hecho inabarcable. Se producen auténticas maravillas, hay verdaderos genios trabajando en ésto, y gente con un gusto exquisito. Pero no hay que olvidar que es una forma más de captar nuestra atención y conseguir modificar nuestra conducta en una determinada dirección, y para ello se vale del humor, el sentimentalismo, el horror, como en los anuncios de la DGT, y de lo que haga falta, todo ello aderezado con increíbles gags visuales y una muy escogida música de fondo. Se trata de cautivar nuestros cinco sentidos. Y lo consiguen, vaya si lo consiguen.

lunes, 8 de febrero de 2010

Justicia


El sistema judicial es uno de los que menos fiscalizado está de entre todos los que existen. Los jueces hacen y deshacen prácticamente a su libre albur, justificando sus decisiones con su supuesto atenimiento a la ley y a la jurisprudencia.
Errores puede haber en el ejercicio de cualquier profesión, pero hay algunos sectores, como el de los médicos o los jueces, en que esos fallos tienen unas consecuencias terribles para el que es objeto de los mismos. Exculpar delincuentes por falta de pruebas y condenar inocentes falsificando testimonios y documentos es una aberración enorme que está a la orden del día.
Ya de por sí que por una misma causa se puedan dictar sentencias radicalmente opuestas, dependiendo de quién las decida, es una incongruencia para la que no logro encontrar explicación alguna. La justicia, sinónimo de equidad e imparcialidad, no puede ser distinta en un lugar o en otro dentro de un mismo sistema judicial, no puede depender de la opinión personal de un juez determinado ni del humor con que se haya levantado de la cama esa mañana. Hace años un compañero de trabajo y amigo que tenía siempre problemas con una vecina desequilibrada con la que estaba cada dos por tres de juicios, se quejaba de que siempre le tocaban juezas y que esa era la causa más probable de que siempre le condenaran a él y la exculparan a ella.
Y es que un juicio suele parecer una pequeña representación teatral, una tragicomedia en la que cada uno expone su caso tan subjetivamente que a veces es difícil desentrañar la verdad. Lo de jurar sobre la Biblia que se dirá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad no tiene mucho sentido, pues muchos de los que lo hacen no tienen creencia religiosa alguna y es como si les mandaras jurar sobre un libro de cómics o de recetas de cocina.
Da igual cuáles hayan sido los hechos, sólo importan las evidencias, las pruebas materiales, aunque estén falseadas o induzcan a error. La clave está en el letrado que te defienda: si te puedes permitir el lujo de contratar los servicios de un abogado implacable que conozca al dedillo los entresijos del sistema legal, sabes por anticipado que tienes el juicio ganado, da igual si eres culpable o inocente o si tus reclamaciones son procedentes o no.
Hace poco vi una película en la que un juez era invitado a participar en una especie de asociación de jueces que se reunían en secreto para revisar los casos en los que se habían pronunciado con anterioridad ellos u otros jueces conocidos, y darles una sentencia diferente, cuando se había comprobado que la primera había sido errónea. Para hacer cumplir sus nuevos designios se valían de un asesino a sueldo que actuaba con una implacable eficacia, pues la nueva sentencia era indefectiblemente la muerte. Se trataba de eliminar a todos los indeseables que anduvieran por ahí sueltos, pues con ello se hacía un favor a la sociedad. El protagonista pone sobre la mesa su último caso, en el que cree haber liberado, por falta de pruebas pero con evidencias de culpabilidad, a dos violadores y asesinos de niños. Cuando aparecen los verdaderos culpables, busca temerariamente a los dos delincuentes para avisarles de que su vida corre peligro, por lo que también él es sentenciado por el grupo de jueces a morir para no ser delatados. Es como la pescadilla que se muerde la cola.
Resulta muy sorprendente la idea de unos jueces que se juzgan a sí mismos y pretenden rectificar sobre lo ya realizado, y más el hecho de que se conviertan ellos mismos en unos delincuentes al hacerlo. El fin nunca podrá justificar los medios, es como si ellos se consideraran dioses, dueños no sólo de la justicia sino también de la vida y la muerte. Ignoro si un juez puede revisar un caso que él mismo hubiera cerrado con anterioridad y por propia iniciativa. A lo mejor el proceso sería demasiado largo. Pero la frialdad con la que vuelven sobre sus sentencias es casi de psicópata. Si cometen de nuevo un error tampoco pasa nada, al fin y al cabo se trata de la escoria de la sociedad, no se pierde gran cosa. La vida humana tiene un valor relativo.
Pero la posibilidad de que el sistema legal se convierta en una amenaza para el ciudadano en lugar de que siga siendo un medio de defensa para todos nosotros contra posibles abusos, es como una pesadilla.
Imagino que los jueces deben estar hartos de tener que vérselas con criminales, de cómo éstos permanecen un tiempo en la cárcel y vuelven a salir a la calle para volver a delinquir. El número y la variedad de delitos parece no tener fin, y envenenan una sociedad que podría ser casi perfecta si no hubiera quien los cometiera. Un mundo ideal que parece imposible hacer realidad.

viernes, 5 de febrero de 2010

Americanos


Me hizo gracia el otro día en una película, cuando un sargento del ejército norteamericano (Bill Murray, con su tan particular sentido del humor), arengaba en plan irónico a su tropa hablando sobre las “delicias” de ser americano: un pueblo compuesto por todos los indeseables que hace 200 años no quisieron en ningún otro país del mundo, y que lleva dando la lata militarmente al resto del planeta desde tiempo inmemorial, gente que es capaz de venerar una mecedora muy vieja sólo porque se sentó en ella alguno de sus peculiares presidentes y es como la exigua representación de una historia que apenas tienen.
Y qué son los americanos al fin y al cabo sino descendientes nuestros, europeos que se afincaron allí buscando nuevos territorios y prosperidad. Somos nosotros pero adulterados, mezclados con razas de todo el mundo, como en una inmensa coctelera que se ha convertido casi en un polvorín. EEUU es una gigantesca Babel.
Es divertido ver como hasta ellos se ríen de sí mismos, aunque normalmente se consideren importantes y preeminentes respecto a los demás. Y no sólo por la forma como se presentan a sí mismos en la televisión o en el cine. No tengo más que remontarme a hace unos años cuando echaban el ancla cerca de la costa un par de buques de guerra, en Benidorm, estando yo de vacaciones, y una multitud de marines nos invadían, alterando la tranquilidad del lugar. A mí me parecían un atajo de descerebrados musculados que, hartos de estar en alta mar sin ver tierra, llegaban allí como motos. Recuerdo que una vez, yendo en la “gua-gua”, había unos cuantos con sus uniformes tan blancos, ofreciendo tabaco y chicle a la gente. Me pareció que se comportaban como los visitantes de un zoológico que ofrecen chucherías a los animales. O los turistas que viajan a un país pobre y dan unas cuantas monedas a la nube de desgraciados que se apresuran a rodearlos pidiendo limosna. Nadie va a un país civilizado ofreciendo cosas a los demás, lo normal es intentar adaptarse a las costumbres del sitio que se visita, comportarse con naturalidad y pasar lo más desapercibido posible.
Los americanos nos inspiran cierta desconfianza por la costumbre invasora que es tan consustancial en ellos: el imperialismo yanqui es algo que no tiene parangón con ningún otro afán colonizador conocido actualmente. Cuando nos ofrecen algo nos da la sensación de que lo hacen para que nos confiemos y luego poder caer sobre nosotros y usurparnos lo que es nuestro.
Pero peor que su siniestro interés es su indiferencia. “Bienvenido Mr.Marshall” es un ejemplo muy claro de esto último. Película que he odiado toda mi vida por cierto. Aunque era una crítica muy acertada a la servidumbre del resto del mundo respecto a Norteamérica, y en particular de España en aquel momento, sin embargo el hecho en sí me produce tanta indignación que no lo puedo ni ver. La prepotencia, la grosería del país extranjero que nos visita y del que esperamos a cambio no sé qué parabienes, y la humillación posterior cuando descubrimos que no significamos nada para ellos, que somos tan insignificantes a su lado que no merece la pena ni reparar en nosotros, directamente pasan por encima nuestro. Su indiferencia nos deja en evidencia, y es casi el lógico castigo por tanto servilismo inútil. La cancioncita que pone música de fondo a la película, “Americanos, os recibimos con alegría…” la detesto profundamente.
Pero parece que no hemos evolucionado con el tiempo en este sentido, porque hoy en día seguimos siendo víctimas de su influencia, como el resto del mundo. Ahí están los Burguer King, las películas de Hollywood, sus modas, sus tendencias, todo. Cierto es que los de mi generación hemos crecido y en cierta forma aprendido a vivir con los largometrajes americanos. Por su culpa soñamos con una casa con porche y un pequeño jardín, una cocina con una puerta con acceso a la calle para las mascotas, una buhardilla con su arcón lleno de misterios y nostalgias, chimenea y habitaciones con grandes cristaleras a cuyos pies se sitúen adosadas banquetas acolchadas desde las que contemplar el paisaje. Por su culpa deseamos tener aventuras que muy difícilmente sucederán en nuestra vida cotidiana, y nos han vendido la burra del amor duradero, apasionado y romántico con final feliz. Pero a cambio, han desarrollado nuestra capacidad de soñar, que también es importante. Nos han inculcado su visión de la vida, y su influencia está en nosotros, en todo lo que hacemos y pensamos. Visto así puede parecer un auténtico lavado de cerebro.
Los criticamos, pero en cierta forma los admiramos a un tiempo. Siguen sin localizarnos en el mapa, pero casi mejor que sea así. Nosotros no les quitaremos la vista de encima. Nunca sabemos lo que podemos esperar de ellos.

jueves, 4 de febrero de 2010

Para Ángel


Me es muy difícil hablar sobre el que fuera mi suegro mientras estuve casada, y más en las presentes circunstancias, sabiendo que está muy enfermo. Vienen a mi mente un montón de imágenes y emociones de muchas clases. Y es que si hubo alguien en la familia de mi ex marido al que llegué a querer de veras fue a él, a Ángel.
Cierto es que, al igual que su hijo, fue siempre un pésimo marido y padre, pues trataba sin respeto a su mujer y nunca ejerció como progenitor, limitándose exclusivamente a traer el dinero a casa. Pero en lo que a mí respecta, me trató siempre con cariño y me acogió en su familia como ninguno de sus otros miembros hizo.
Ángel es un hombre de contrastes extremos, lo que hay de bueno en él es muy bueno y lo que hay de malo es muy malo también, no existen los términos medios. Igual te plantaba un huerto o un precioso jardín, que construía una casa, o hacía las pequeñas viviendas de un belén navideño, con sus muebles en miniatura y todo. Pero también su mal genio traía de cabeza a todos, podía ser una persona completamente irracional como algo se le metiera en la cabeza, e imponía su parecer a la fuerza si era necesario. “Todo lo hago por vosotros”, solía decir a su familia, pero era como el tirano absolutista aquel que afirmaba “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Nunca confiaba en nadie, aunque sus hijos jamás le hubieran dado motivos para ello. A mi suegra nunca la quiso, y le amargó la existencia hasta el último momento. A los perros que tuvo durante una época los trataba a palos cada vez que hacían algo que no le gustara, cuando no le veíamos nadie, para que no le censuráramos. Sin embargo se le saltaron las lágrimas en el mismo altar cuando su hijo y yo nos acabábamos de casar, y también cuando nació nuestro primer vástago. Me cuentan mis padres que subió al nido enseguida y estuvo mirándolo en su cuna largo rato, muy emocionado, llorarando, algo que no le hemos vuelto a ver hacer nunca más.
Él solía decir que era un paleto, y lo decía sin complejos delante de su mujer, que se ponía de mal humor porque estas cosas a ella sí le causaban vergüenza. Nunca ví a nadie que quisiera más al pueblo que le vió nacer, y mira que yo nunca le encontré nada de especial, antes al contrario, me parecía un desierto y la gente muy bruta y maleducada en general, pero para él era el paraíso, la tierra de sus antepasados, y no había paisaje tan incomparable como aquel que se divisaba desde la planta alta del chalet donde vivía, y en el que pasábamos casi todos los fines de semana y algunas fiestas mientras estuve casada.
Disfrutaba viendo que nosotros disfrutábamos: cuando nos bañábamos en la piscina al llegar el verano, cuando hacía barbacoas en el patio, si admiraba las flores que plantaba aquí y allá, pensamientos, tulipanes, lo que fuera. Parece mentira cómo un hombre tan aparentemente tosco para las cosas del mundo sabía apreciar sin embargo la belleza de las plantas, y se admiraba de que en la Naturaleza se pudieran combinar tan armoniosamente los colores, esas tonalidades que la mano del hombre no había sabido imitar.
En invierno le recuerdo especialmente subiendo del patio los trozos de chopo que había cortado y encendiendo con ellos la chimenea. Le gustaba estar cerca del fuego, se abstraía mirándolo.
Le encantaba emprender un viaje, pues a lo largo de su vida no había tenido mucha ocasión de hacerlo, pero su mal humor al tener que regresar era proverbial también.
Con frecuencia recordaba su infancia, y especialmente a su padre, la única persona de la que siempre le oí hablar maravillas. Su carácter debía ser mucho más apacible que el suyo, aunque su vida fuera si cabe más dura que la de él: en la guerra regentaba una taberna y los milicianos se lo quitaron todo. Esa época de su vida la rememoraba con verdadero horror, tal fue la cantidad de escenas terribles que tuvo que presenciar, como la de aquella mujer que fue obligada a arrodillarse en mitad de la calle con las manos detrás de la cabeza, en presencia de su marido y sus hijos, y golpeada en los pechos con la culata de un fusil, o todos aquellos amigos y vecinos que llevaban a los campos para acribillarlos a tiros. Su padre, tras acabar aquel periodo, se dedicó a la pesca furtiva, porque no era fácil encontrar un medio de subsistencia, con tan mala fortuna que uno de los cartuchos que utilizaba tenía la mecha defectuosa y le estalló, amputándole un brazo. Él estaba muy cerca cuando le pasó esto a su padre, y fue desde luego una experiencia traumática. Pocos años después murió. Su madre quiso rehacer su vida con otro hombre, que no gustó a la familia porque veían que sólo se quería aprovechar de ella. Cuando por fin la abandonó, ella perdió la razón y el único de los cinco hijos que la acogió fue Ángel.
Él era el hermano mayor, y tuvo que cuidar de los demás desde pequeño, tanto en las tareas domésticas como con trabajos fuera de casa. De aquel tiempo le quedó su afición a la cocina. Cocinaba a su aire, sin recetas. A veces se inventaba platos sobre la marcha, le gustaba combinar los sabores y ver qué pasaba. Hacía cocina creativa, pero a su manera muy particular. Él no separaba los dientes de ajo y los pelaba, sino que les daba un puñetazo enorme y salían cada uno por su lado, medio pelados. Él no picaba cebolla, le asestaba un golpe tremendo y se medio desmenuzaba sola. Nunca miraba el reloj, ni calculaba cantidades, todo lo hacía a ojo y todo le salía delicioso. Yo fui su pinche en incontables ocasiones, y de él aprendí muchas recetas que aún sigo haciendo.
En el tiempo de la recogida de la aceituna, por estas fechas, era el más entusiasta de todos: tan pronto estaba a los pies de los olivos vareando desde abajo las ramas, como se subía en un momento a la copa de los árboles y lo hacía desde arriba, era el único que se atrevía a subirse a las alturas. Cuando ya no pudo subirse, era el que cocinaba el caldero con el guiso encendiendo una hoguera, que con el frío que hacía en los campos y por estar al aire libre, sabía a gloria bendita.
Pero lo que más le gustaba hacer era ir de caza con su hermano más pequeño, al que llevaba veinte años. Era el más parecido a él. Cuando regresaban, con unas cuantas perdices y conejos colgando del cinturón, las escopetas en la mano, se le veía feliz.
En política era un conservador a ultranza, y se hacía cruces cuando veía en televisión a políticos de izquierda, siempre decía que tenían las mandíbulas apretadas, que no dialogaban, que había odio y rencor en ellos.
Ángel supo antes que nosotros mismos que nuestro matrimonio iba a naufragar, y me consta que si alguien de aquella familia lo sintió de veras fue él. Me parece mentira que ahora esté enfermo por culpa del cáncer, que esté perdiendo la cabeza y que ya no vuelva a ser nunca más el que era. Me cuesta creer que le quede poco tiempo de vida. Las disputas de aquella familia, sobre todo con él, eran una interminable guerra sin cuartel que no tenía sentido alguno.
Mi suegro podía ser un hombre implacable, brutal diría yo, pero inexplicablemente también emotivo y humano según el momento. Conversábamos mucho, sobre todo en la terraza por la noche, después de cenar, y podíamos estar así hasta la madrugada, sin darnos cuenta de cómo pasaba el tiempo. Él tenía una particular visión del mundo, y aunque decía cosas que se veía que eran fruto de su ignorancia, de otras aprendí mucho porque era un hombre que había pasado mucho en la vida. Como él solía decir “En una vida hay muchas vidas”.
Siento mucho lo que le está pasando y más lo voy a sentir cuando ya no esté. Lamento mucho todo lo que ha pasado en general en los últimos tiempos. Cuánto me hubiera gustado que todo hubiera sido de otra manera.
Sólo espero que el tiempo que le quede sufra lo menos posible. Le tendré en mis oraciones hasta entonces, y confío en que allá donde vaya después nos guarde un sitio a su lado, si es que merecemos alguno ir al cielo. Yo siempre le voy a querer.
 
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