jueves, 4 de febrero de 2010

Para Ángel


Me es muy difícil hablar sobre el que fuera mi suegro mientras estuve casada, y más en las presentes circunstancias, sabiendo que está muy enfermo. Vienen a mi mente un montón de imágenes y emociones de muchas clases. Y es que si hubo alguien en la familia de mi ex marido al que llegué a querer de veras fue a él, a Ángel.
Cierto es que, al igual que su hijo, fue siempre un pésimo marido y padre, pues trataba sin respeto a su mujer y nunca ejerció como progenitor, limitándose exclusivamente a traer el dinero a casa. Pero en lo que a mí respecta, me trató siempre con cariño y me acogió en su familia como ninguno de sus otros miembros hizo.
Ángel es un hombre de contrastes extremos, lo que hay de bueno en él es muy bueno y lo que hay de malo es muy malo también, no existen los términos medios. Igual te plantaba un huerto o un precioso jardín, que construía una casa, o hacía las pequeñas viviendas de un belén navideño, con sus muebles en miniatura y todo. Pero también su mal genio traía de cabeza a todos, podía ser una persona completamente irracional como algo se le metiera en la cabeza, e imponía su parecer a la fuerza si era necesario. “Todo lo hago por vosotros”, solía decir a su familia, pero era como el tirano absolutista aquel que afirmaba “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Nunca confiaba en nadie, aunque sus hijos jamás le hubieran dado motivos para ello. A mi suegra nunca la quiso, y le amargó la existencia hasta el último momento. A los perros que tuvo durante una época los trataba a palos cada vez que hacían algo que no le gustara, cuando no le veíamos nadie, para que no le censuráramos. Sin embargo se le saltaron las lágrimas en el mismo altar cuando su hijo y yo nos acabábamos de casar, y también cuando nació nuestro primer vástago. Me cuentan mis padres que subió al nido enseguida y estuvo mirándolo en su cuna largo rato, muy emocionado, llorarando, algo que no le hemos vuelto a ver hacer nunca más.
Él solía decir que era un paleto, y lo decía sin complejos delante de su mujer, que se ponía de mal humor porque estas cosas a ella sí le causaban vergüenza. Nunca ví a nadie que quisiera más al pueblo que le vió nacer, y mira que yo nunca le encontré nada de especial, antes al contrario, me parecía un desierto y la gente muy bruta y maleducada en general, pero para él era el paraíso, la tierra de sus antepasados, y no había paisaje tan incomparable como aquel que se divisaba desde la planta alta del chalet donde vivía, y en el que pasábamos casi todos los fines de semana y algunas fiestas mientras estuve casada.
Disfrutaba viendo que nosotros disfrutábamos: cuando nos bañábamos en la piscina al llegar el verano, cuando hacía barbacoas en el patio, si admiraba las flores que plantaba aquí y allá, pensamientos, tulipanes, lo que fuera. Parece mentira cómo un hombre tan aparentemente tosco para las cosas del mundo sabía apreciar sin embargo la belleza de las plantas, y se admiraba de que en la Naturaleza se pudieran combinar tan armoniosamente los colores, esas tonalidades que la mano del hombre no había sabido imitar.
En invierno le recuerdo especialmente subiendo del patio los trozos de chopo que había cortado y encendiendo con ellos la chimenea. Le gustaba estar cerca del fuego, se abstraía mirándolo.
Le encantaba emprender un viaje, pues a lo largo de su vida no había tenido mucha ocasión de hacerlo, pero su mal humor al tener que regresar era proverbial también.
Con frecuencia recordaba su infancia, y especialmente a su padre, la única persona de la que siempre le oí hablar maravillas. Su carácter debía ser mucho más apacible que el suyo, aunque su vida fuera si cabe más dura que la de él: en la guerra regentaba una taberna y los milicianos se lo quitaron todo. Esa época de su vida la rememoraba con verdadero horror, tal fue la cantidad de escenas terribles que tuvo que presenciar, como la de aquella mujer que fue obligada a arrodillarse en mitad de la calle con las manos detrás de la cabeza, en presencia de su marido y sus hijos, y golpeada en los pechos con la culata de un fusil, o todos aquellos amigos y vecinos que llevaban a los campos para acribillarlos a tiros. Su padre, tras acabar aquel periodo, se dedicó a la pesca furtiva, porque no era fácil encontrar un medio de subsistencia, con tan mala fortuna que uno de los cartuchos que utilizaba tenía la mecha defectuosa y le estalló, amputándole un brazo. Él estaba muy cerca cuando le pasó esto a su padre, y fue desde luego una experiencia traumática. Pocos años después murió. Su madre quiso rehacer su vida con otro hombre, que no gustó a la familia porque veían que sólo se quería aprovechar de ella. Cuando por fin la abandonó, ella perdió la razón y el único de los cinco hijos que la acogió fue Ángel.
Él era el hermano mayor, y tuvo que cuidar de los demás desde pequeño, tanto en las tareas domésticas como con trabajos fuera de casa. De aquel tiempo le quedó su afición a la cocina. Cocinaba a su aire, sin recetas. A veces se inventaba platos sobre la marcha, le gustaba combinar los sabores y ver qué pasaba. Hacía cocina creativa, pero a su manera muy particular. Él no separaba los dientes de ajo y los pelaba, sino que les daba un puñetazo enorme y salían cada uno por su lado, medio pelados. Él no picaba cebolla, le asestaba un golpe tremendo y se medio desmenuzaba sola. Nunca miraba el reloj, ni calculaba cantidades, todo lo hacía a ojo y todo le salía delicioso. Yo fui su pinche en incontables ocasiones, y de él aprendí muchas recetas que aún sigo haciendo.
En el tiempo de la recogida de la aceituna, por estas fechas, era el más entusiasta de todos: tan pronto estaba a los pies de los olivos vareando desde abajo las ramas, como se subía en un momento a la copa de los árboles y lo hacía desde arriba, era el único que se atrevía a subirse a las alturas. Cuando ya no pudo subirse, era el que cocinaba el caldero con el guiso encendiendo una hoguera, que con el frío que hacía en los campos y por estar al aire libre, sabía a gloria bendita.
Pero lo que más le gustaba hacer era ir de caza con su hermano más pequeño, al que llevaba veinte años. Era el más parecido a él. Cuando regresaban, con unas cuantas perdices y conejos colgando del cinturón, las escopetas en la mano, se le veía feliz.
En política era un conservador a ultranza, y se hacía cruces cuando veía en televisión a políticos de izquierda, siempre decía que tenían las mandíbulas apretadas, que no dialogaban, que había odio y rencor en ellos.
Ángel supo antes que nosotros mismos que nuestro matrimonio iba a naufragar, y me consta que si alguien de aquella familia lo sintió de veras fue él. Me parece mentira que ahora esté enfermo por culpa del cáncer, que esté perdiendo la cabeza y que ya no vuelva a ser nunca más el que era. Me cuesta creer que le quede poco tiempo de vida. Las disputas de aquella familia, sobre todo con él, eran una interminable guerra sin cuartel que no tenía sentido alguno.
Mi suegro podía ser un hombre implacable, brutal diría yo, pero inexplicablemente también emotivo y humano según el momento. Conversábamos mucho, sobre todo en la terraza por la noche, después de cenar, y podíamos estar así hasta la madrugada, sin darnos cuenta de cómo pasaba el tiempo. Él tenía una particular visión del mundo, y aunque decía cosas que se veía que eran fruto de su ignorancia, de otras aprendí mucho porque era un hombre que había pasado mucho en la vida. Como él solía decir “En una vida hay muchas vidas”.
Siento mucho lo que le está pasando y más lo voy a sentir cuando ya no esté. Lamento mucho todo lo que ha pasado en general en los últimos tiempos. Cuánto me hubiera gustado que todo hubiera sido de otra manera.
Sólo espero que el tiempo que le quede sufra lo menos posible. Le tendré en mis oraciones hasta entonces, y confío en que allá donde vaya después nos guarde un sitio a su lado, si es que merecemos alguno ir al cielo. Yo siempre le voy a querer.

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