jueves, 29 de mayo de 2008

Maniática de la última palabra (XV)


- Me da envidia cuando oigo al vecino que vive pared con pared conmigo cómo festeja a su hija cada vez que está en casa. La niña, que tiene poco más de cuatro años, es autista, y pronuncia palabras que no se entienden, reacciona con llanto y violencia cuando vienen visitas, y constantemente se tropieza y cae con gran estrépito por todos los rincones de la casa. Pero se la oye reir, a su manera, cuando su padre le dice cosas cariñosas y juega con ella.
Pienso en mi ex marido, al que nunca le salió de dentro tratar con tanto cariño y dulzura a sus hijos, que al fin y al cabo no tenían ningún problema como esa pobre niña.
Mi vecino no es el típico drogadicto que ya se va quedando sin dientes y se va consumiendo poco a poco, aunque desde que supieron el problema que tenía su hija se vió que su adicción se agudizaba. Cualquiera, incluso un drogadicto, es capaz de sentir el amor de padre, el afecto profundo y no comparable a ningún otro que le nace a un hombre cuando tiene un hijo. El autista era mi ex marido en este caso. Lucía, a pesar de su tara y de la adicción de su padre, es en este sentido más afortunada que mis hijos, porque mi vecino se morirá seguramente antes de tiempo por culpa de las drogas, pero con el nombre de su hija en los labios.

- Cómo me sigue gustando “Encuentros en la 3ª fase”, da igual las veces que la vea y los años que pase desde que se estrenó, me sigue provocando las mismas emociones siempre. Las películas de Spielberg son intemporales. Todo, desde el barco que aparece inexplicablemente abandonado en mitad de un desierto, hasta la primera aparición de las naves extraterrestes en una carretera durante la noche, llenando la oscuridad con una luz cegadora y provocando gravedad cero en el interior del vehículo del protagonista, pasando por la música que utilizaban los expertos para comunicarse con los visitantes espaciales, y la base montada en una planicie, tras una montaña, para recibirlos. La imagen de Richard Dreyfuss moldeando esa montaña sin saber lo que hacía, primero con la espuma de afeitar por la mañana al levantarse, después con el puré de patatas a la hora de comer, más tarde en el salón de su casa reproduciéndola a gran escala con tierra y arbustos recogidos del jardín. Esa obsesión irremediable, la aparente locura a la que puede llegar un hombre corriente con una vida anodina, nos hace pensar que a cualquiera de nosotros nos puede sacar de la rutina cotidiana el suceso más imprevisto e inimaginable que hallarse pueda. Las películas de Spielberg producen ese efecto, el que llegues a creer a pies juntillas que todos somos lo suficientemente especiales como para que nos puedan llegar a ocurrir cosas tan extraordinarias como que nos visiten seres de otros mundos, por ejemplo. Así me pasa que desde entonces no puedo circular de noche por una carretera larga, solitaria y oscura sin pensar que una luz cegadora va a pasar por encima de mí a gran velocidad para perderse en la línea del horizonte, y además no me canso de mirar el firmamento, sobre todo en las noches de verano, para ver si alguien que no es como nosotros quiere venir a saludarnos. Luego me dicen que estoy en la luna. Y con razón.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Gallardón o la fuerza del sino


Qué le pasa a Gallardón que no parece él últimamente.
Sojuzgado por miembros de su propio partido, que le tachan de “progresista”, y criticado desde todos los ámbitos del panorama nacional a raíz de las polémicas obras de soterramiento de la M-30 y la instalación de parquímetros, no dudó en apoyar el matrimonio homosexual oficiando él mismo uno. Curiosamente, Manuel Fraga, conservador donde los haya, salió en su defensa.
Parecía lógico que, tras una brillante carrera profesional como la que ha tenido hasta el momento, el broche de oro lo pusieran las últimas elecciones generales en las que iba a presentarse como número dos del partido, pero Rajoy no quiso.
La reacción tan mala que ha tenido Gallardón está disculpada a la vista de todos sus logros anteriores. Las tensiones tan grandes que tienen que soportar los cargos públicos acaban con los nervios de cualquiera, y cuando el esfuerzo no se ve recompensado como uno quisiera, llegan la ira, la frustración y el desencanto.
Alberto Ruiz Gallardón ha demostrado ser una persona de mente muy abierta, y transparente, algo inusitado en un político. Todos sus estados de ánimo, sus intenciones, todo absolutamente se deja traslucir en su rostro, no es hombre dado al disimulo ni el engaño. Con los años se ha vuelto más niño todavía en sus actitudes, pues todo parece afectarle sobremanera, es como si no hubiera sabido fabricarse corazas para el alma como las que el resto de los mortales solemos defendernos de las agresiones externas.
Se le ve eufórico cuando recibe el cariño y el apoyo del ciudadano de a pie que quiere estrecharle la mano, abrazarle o hacerse una foto con él, no parece molestarle que cualquier desconocido se le pueda acercar y se tome tantas confianzas. Agradece mucho las palabras de aliento y apoyo de la gente.
Cuando recibió tantas críticas por lo del soterramiento de la M-30, se le veía al borde de la depresión. Yo pensé que como aquello durara mucho más iba a perder la cordura. Las situaciones le sobrepasan. Me recordó a Clinton, cuando fue elegido presidente, y se enfadaba con los periodistas y con la gente porque se le echaban encima, a duras penas contenidos por sus guardaespaldas. Se ponía rojo como la grana e increpaba y empujaba a todo el mundo. La viva imagen del agobio, pero no era para menos, en ese momento representaba la cabeza visible de una nación que se supone son los dueños del planeta. Quizá el cargo le venía grande.
La compostura no se debe perder nunca, y menos si se es un político. Hay que mantener la imagen pública y dar la impresión de ser una suerte de Superman capaz de aguantar el tipo hasta en los peores momentos, y parecer siempre dueño de la situación y de tu persona. El lamentable caso de Sarkozy es ejemplo de todo lo contrario, ya que insulta a la gente que le increpa por la calle. Eso es inadmisible.
A nuestro alcalde le pierden su falta de madurez y su poquito de ambición. Con la trayectoria que ha tenido hasta ahora le tenía yo por hombre más sentado. Demasiado trabajo, necesita unas largas vacaciones, dedicarse a otras cosas, cambiar los horizontes personales, si no corre el riesgo de perder el norte. Aunque luego regrese, porque el gusanillo de la política lo lleva metido en la sangre, le viene de familia. Me hizo gracia cuando amenazó con retirarse, no puede, no está escrito en su código de barras genético.
Cualquier persona que se dedique a servir a los demás, da igual en qué trabajo sea, no puede esperar nada a cambio más allá de su sueldo, si realmente el fin que persigue es el bienestar público. Los intereses personales quedan para los que trabajan en su propio beneficio.
La recompensa más gratificante debería ser el reconocimiento público, y si éste no llega porque incomprendidos somos legión, por lo menos la satisfacción de haber puesto lo mejor de nosotros mismos en el empeño.
Nada hay que dar por sentado de antemano, y cuando se monta en un caballo tan imprevisible y salvaje como el de la política, más aún. Ya es bastante con intentar permanecer sobre la montura el mayor tiempo posible sin caer al suelo estrepitosamente.
A veces nos vemos sobrepasados por las circunstancias, por el devenir de la vida, por la fuerza del sino, pero todos estamos embarcados en la misma nave, y esperamos llegar a buen puerto. Lo que no cabe duda es que Gallardón es un hombre valiente, con ideas propias, que se atreve con cosas que otros nunca emprenderían.
Gallardón, sabes que ésto de la política, y más si es en Madrid, es como una verbena, y no precisamente la de San Isidro. Tú mismo.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Maniática de la última palabra (XIV)


- Hace poco he leído que cuando el ejército norteamericano invadió la zona de la antigua Babilonia, hace cinco años, levantó una base de helicópteros, aparcó blindados junto a las ruinas de la ciudad y cavó profundas trincheras, además de que tuvieron lugar interminables combates. Destruyeron yacimientos arqueológicos valiosísimos. Parece que son como Atila, que por donde pasaba ya no volvía a crecer la hierba. A los pueblos sin Historia les suele pasar esto, que no sólo no valoran el pasado de los demás sino que incluso les produce envidia.

- Me gustó una entrevista que he leído hace poco a Concha Buika, la negrita que canta flamenco. Dijo cosas muy bonitas, desgarradas y profundas, pero de todas ellas me gustó especialmente la que reproduzco: “A raíz de tener a mi hijo dejas de regalar el tiempo, empiezas a tener miedo por tu vida [.....]. Ahora mi vida es más vida”.

- Por fin me decidí a ver “Tesis”, una película que me había negado a visionar hasta ahora por lo siniestra, muy en la línea de su director, Amenábar. Y lo hice sólo por su protagonista, Ana Torrent, que me encantaba cuando de niña protagonizó algunos de los films más interesantes que se hicieron en nuestro país en los años 70. Guardo en mi memoria su imagen de entonces, sobre todo cuando hizo “Cría cuervos”, debía tener yo en aquel momento más o menos la edad que tiene ahora mi hija. Me impresionó, por mi edad, el tema tan escabroso que planteaba, y me encantó la banda sonora que tenía, “¿Por qué te vas?”, de la dulce Jeannette, que no me cansaba de cantar. Me hipnotizaba la mirada de la niña, oscura, enorme, melancólica, inocente, abismada y llena de incertidumbre. Algo de eso conserva aún ahora.

- Últimamente mi hijo, que está con el pavo total, le da por coger a su hermana entre sus brazos, quiera ella o no (a veces se niega, pero con poca convicción), y le cuenta cuentos a los que pone un final un poco esperpéntico, en plan guasón. Al de Blancanieves lo abrevió sobremanera haciendo que fueran los enanitos del bosque los que liquidaran a la protagonista, no sabemos cómo, con lo que la madrastra disfrazada de viejecita con manzana ponzoñosa se encontró cuando llegó que ya habían hecho su trabajo. Otras veces cuenta cuentos que aprende en el instituto y que yo no había oído nunca, muy bonitos, y lo hace con mucha dulzura y fluidez, como una persona adulta. Yo estoy esperando, cada vez que se decide a contar alguno, para ver si me vuelve a sorprender. Bendita imaginación, para el que goce del privilegio de tenerla.

lunes, 19 de mayo de 2008

El cuarteto de Alejandría

De todos los compañeros de trabajo que he tenido a lo largo de mi vida, y han sido unos cuantos, guardo un recuerdo imborrable de aquellos a los que he dado en llamar “El cuarteto de Alejandría”: Helios, Víctor, Bartolo y Paco. Nunca hubo seres tan dispares y peculiares trabajando juntos: en un despacho enorme en el que llegamos a ser entre siete y ocho personas, ellos cuatro marcaban un punto y aparte, todos hombres mayores.
Helios, con el que quizá menos simpaticé, se pasaba el tiempo subiendo a los despachos de los jefes que le mandaban cuadrantes enormes hechos a mano en los que ponía toda clase de datos que sólo él conocía, y unas veces los tenía que poner en sentido horizontal y otras en vertical. Un compañero le gastó una broma una vez poniéndole al revés las hojas que tenía sobre la mesa y en las que fijaba siempre la vista como si estuviera muy concentrado. No se dio cuenta, ante la rechifla general. Ahora creo que si no fue una buena persona muchas veces era porque no se quería, algo faltaba en su vida, no estaba contento consigo mismo. En los ratos que tenía amables le gustaba recordar sucesos de su juventud, cuando se ganaba un dinero haciendo de extra en películas, pasando una y otra vez al fondo de una escena como de gente que pasea. O cuando en la mili, que por entonces era muy larga, enseñaba a los compañeros que eran analfabetos a leer y escribir. Poco antes de jubilarse supimos que era ludópata, y cuando ya se marchó no duró ni año y medio, porque tenía leucemia. Si él sabía de su enfermedad, nunca lo dijo, aunque solía quejarse de dolor en las cervicales. El trabajo era lo que daba sentido a su vida.
Víctor era hermano suyo. Siempre estaban discutiendo, era muy cómico verlos llevarse la contraria por casi todo. Víctor era un hombre extremadamente educado y culto, un autodidacta. Daba gusto hablar con él de cualquier cosa. Se había quedado viudo en los mejor de su vida debido a un fallo médico, y había tenido que criar a su hija solo. Padecía de estómago y seguía una dieta estricta que no dudaba en mostrar sobre su mesa todos los días a eso de las doce, con una puntualidad meridiana. Metódico, ordenado, incansable, se planificaba de forma que tenía tiempo para el trabajo y la conversación. Yo fui la encargada de comprarle su regalo con el dinero que recaudamos entre todos cuando se jubiló, una colección de libros sobre Madrid que recibió con gusto y emocionado. Aún nos vemos de vez en cuando por el barrio, aunque se marchó a vivir lejos con su hija, su yerno y sus nietos, y me apena verle en cada ocasión un poco más cargado de espaldas, con lo alto y lo elegante que siempre fue.
Bartolo era el dueño del cotarro. Con pocos compañeros me he reido tanto. Solía decir que él no era murciano, sino del cantón de Cartagena, que por lo visto debía ser otro mundo. Tenía anécdotas a montones sobre los tiempos en que trabajaba en la zona de máquinas de buques mercantes con los que viajó por todas partes. Se metía en todo tipo de líos, como cuando él y unos compañeros quisieron ligar con unas en uno de los puertos en los que recalaron (eran prostitutas, aunque él nunca empleó esas palabras), y cuando descubrieron que eran transexuales y apareció su chulo para obligarles a que hubiera trato, salieron todos corriendo, unos persiguiendo a otros, en medio de un gran revuelo. Solía justificar su afición a la bebida por aquella época de marinero, porque decía que el agua potable se acababa pronto en el barco y siempre quedaba el alcohol para calmar la sed. Era muy zalamero hablando, le gustaban las mujeres más que comer con los dedos. A mí me decía cosas muy agradables, pero como se ponía nervioso tartamudeaba un poco: “Pilar, tú eres maa-ravillosa”. Si alguien le caía mal lo hacía notar enseguida. A Víctor le decía que no fuera tan educado, que no hacía falta dar tanto las gracias por todo. Con Helios era uña y carne.
Paco fue, de todos ellos, del que guardo un recuerdo más entrañable. Cuando le conocí acababa de incorporarse de una de sus muchas y largas bajas por enfermedad. Antes de que llegara me previnieron en contra suya, pero hice caso omiso porque tengo costumbre de juzgar por mí misma. Cuando empezamos a hablar la 1ª vez surgió enseguida a colación la tierra de mi padre, Ceuta, que también era su tierra. Simpatizamos al momento. Alegre, hiperactivo, emprendedor, siempre ilusionado, con mucho carácter y mucha personalidad, entrañable, cariñoso, enamorado de su mujer hasta el tuétano (conmovía oirle hablar de ella incluso cuando tenía algo que reprocharle), y con unas ganas de vivir que he visto en muy pocas personas. Solía contar que nunca conoció a su padre porque él nació después de que una bala perdida lo matara atravesándole la cabeza durante la guerra. Hijo único, se crió delicado de salud en manos de su madre, a la que veneraba como a una santa y de la que siempre llevaba una foto en su cartera junto a una imagen de la Virgen, y también al cuidado de una tía. Casi no tenía familia, y presumía de haber estado con muchas mujeres hasta que conoció a la que luego hizo su esposa. Ella, según decía, le había dado todo lo que más necesitaba en la vida, lo que nunca antes había podido conseguir. Sus hijos le traían de cabeza, quizá porque les había dado todo lo que él no tuvo y los había consentido demasiado. Formaba parte, junto con su mujer, de un coro rociero que no sólo cantaba en Misa sino también en salones de celebraciones. Todos los años iba al Rocío, donde lo pasaba en grande. No sé, con sus crisis bronco-asmáticas, cómo podía soportar el polvo del camino.
A veces se quedaba afónico y entonces Bartolo y Helios le hacían rabiar aprovechando que no podía responder. Parecían niños.
Vendía joyas, y a él le compramos las alianzas cuando me iba a casar, y los compañeros unas medallitas que regalaron a mis hijos cuando nacieron.
Paco y yo nos encargábamos de adornar el despacho cuando llegaba la Navidad: él trajo un árbol muy bonito de su casa y yo lo decoraba con cosas que compraba en la plaza Mayor. Disfrutábamos mucho.
Recuerdo que tenía problemas con una vecina que vivía encima de él y que le hacía la vida imposible denunciándole cada dos por tres con chifladuras. Casi siempre estaba de juicios por su culpa, y decía que le condenaban porque le tocaban juezas y las mujeres se confabulaban contra él. Contaba las cosas con mucha gracia y hacía bromas incluso con sus problemas.
Aunque traía mala fama de otros sitios en los que había trabajado y en los que a lo mejor no siempre hizo lo más correcto, lo cierto es que a mí me cautivó y fue uno de los compañeros más queridos que he tenido. No llevaba ni un año jubilado cuando, pintando la fachada de una casa en su tierra que acababa de obtener por una herencia, se cayó del andamio al que se había subido sin tomar las debidas precauciones, y se mató.
Mientras estuvimos juntos tuvimos nuestros más y nuestros menos, como suele suceder cuando conviven personas tan distintas como nosotros, pero recuerdo una ocasión en que la jefa que teníamos, una mala persona, quiso hacerme un mobbing apoyándose en ellos para predisponerlos en mi contra, y a pesar del mal genio que gastaba la señora no la secundaron de ninguna manera. Bien por mis chicos.
Ahora pienso en aquel tiempo que pasé con ellos como una época importante de mi vida, no sólo por las cosas que viví cuando trabajamos juntos sino también por las que me sucedieron fuera de allí, un tiempo que es ya irrepetible.
“El cuarteto de Alejandría”, algo especial.

martes, 6 de mayo de 2008

Maniática de la última palabra (XIII)

- Estoy horrorizada con la forma de hacer concursos que hay en la televisión hoy en día. Todos tienen un formato similar, como si se hubieran puesto de acuerdo: un montón de gente a la que se le priva de su libertad durante unos cuantos meses, visitada por sus familiares sólo de vez en cuando, como en la cárcel, con profesores que los maltratan de palabra hasta límites más que vejatorios, y a los que sin embargo terminan adorando como si se tratara de una suerte de síndrome de Estocolmo. Esporádicamente se les da alguna compensación (un viaje, una visita interesante, una buena comida cuando están en una isla) para que no lleguen a amotinarse. Luego hay montado un tribunal al lado del cual el de la Inquisición empalidecería, encargado de torturarlos un buen rato al prolongar la agonía de saber si permanecerán o no en el concurso. Es como una gran representación teatral en la que los sentimientos y las ilusiones de las personas importan sólo en apariencia. Se trata de ofrecer un entretenimiento previamente diseñado para que el público disfrute viendo el sufrimiento ajeno, igual que se hacía en los espectáculos de los cristianos con los leones en el circo romano. Estos programas están basados en buenas ideas, pero llevados a cabo de esta manera se convierten en inmensas máquinas trituradoras de personas.

- Hace unos cuantos años estando yo en el café Central, que por entonces frecuentaba mucho, presencié una escena que se me quedó grabada en la memoria: un señor de no más de treinta y muchos años sentado solo en una mesa, se dedicaba con un mechero a quemar billetes de cinco mil pesetas. Estaba bebido, y la debía tener llorona por la cara triste y desencajada que exhibía. La gente se le quedaba mirando, el café estaba abarrotado a esas horas, pero nadie hizo ni dijo nada. Deseé que me diera alguno de aquellos fajos que tan poco parecían importarle. Me sorprendió ver lo que se puede llegar a hacer para llamar la atención, y también llevado por la desesperación. Es evidente que aunque se tenga dinero, cuando faltan esas cosas que no se pueden comprar porque no tienen precio y que no se venden en las tiendas, todo lo demás importa poco. En este sentido, la verdad es que le hacía poca falta el dinero.

- Me he enterado hace poco de lo que es el “síndrome de Ulises”: una especie de depresión nostálgica o estrés que padecen los que no se adaptan a su nueva vida. Suele afectar a los emigrantes. Muchas veces he pensado lo que sentirán todas estas personas que vienen de sitios tan lejanos y distintos al nuestro para quedarse a vivir aquí. No tiene que ser fácil, acabar con una etapa de tu vida para empezar otra bien distinta, dejar atrás muchas cosas. Será como Ulises, que siempre añoró regresar a Ítaca.

lunes, 5 de mayo de 2008

Fragilidad


Reivindico la fragilidad para el sexo femenino. Parece que desde hace tiempo las mujeres renegamos del calificativo que se supone nos han puesto los hombres cuando nos empezaron a llamar el “sexo débil”.
Fragilidad, no como algo quebradizo que termina rompiéndose, sino como algo delicado, sensible, aunque la delicadeza y la sensibilidad no sean monopolio exclusivo de la mujer.
Todas tenemos una cierta fragilidad, en mayor o menor grado, incluso las mujeres que parecen más fuertes albergan dentro de sí un pequeño reducto frágil al que nadie más que ellas, y quienes ellas quieran, tiene acceso.
Siempre me viene a la memoria cuando pienso en todas estas cosas la imagen de Marilyn. Ella representa el topicazo de la rubia tonta y explosiva cuya única y principal finalidad en la vida es conquistar hombres. Hay veces que el físico de una persona la condiciona para el resto de su vida, y más si piensa que le puede sacar partido. Marilyn, que era pura fragilidad, fue beneficiaria y al mismo tiempo víctima de su imagen, tan artificial y tan alejada de su realidad. Muchas mujeres ha habido con un físico tan impresionante o más que el de ella, y rubias de bote explosivas y tontas ni se sabe. Pero ella destacó por encima de todas por algo especial que transmitía, distinta del resto, una exuberancia coquetona, provocativa e ingenua que se mezclaba con una gran vulnerabilidad, una especie de temor que asomaba a veces a sus ojos y que hacía que pareciera como un animalillo asustado al que había que proteger y cuidar.
De ser una niña criada entre orfanatos y hogares adoptivos en los que nunca la trataron bien, pasó a ser en poco tiempo una sex-symbol mundial cuya imagen permanece en el ideario masculino muchos años después de que nos dejara tan trágicamente. En su caso la fragilidad pudo más que cualquier otra cosa.
Pero el caso de fragilidad femenina que más me ha dado que pensar siempre es el de las lolitas. Recuerdo cuando ví la película, la versión primigenia que protagonizó James Mason, y mucho después cuando me leí el estupendo libro de Vladimir Nabokov en el que se basaba. En él las llamaba “nínfulas”, adolescentes muy atractivas que vuelven locos a los cincuentones. Sorprende que la versión cinematográfica no escandalizara más en su momento por tratar un tema tan escabroso. En el film se ve a Lolita, con sus quince ó dieciséis años, comiendo palomitas o chupando una piruleta, junto a un hombre maduro que la acapara con la única finalidad de obtener de ella lo que la mayoría quieren de las mujeres, pero cuando son un poco más mayores. Lolita, aunque también tiene su malicia y sabe utilizar sus encantos para manejar a los hombres, conmueve comprobar cómo aún es una niña en la mayoría de las cosas, y que sólo quiere hacer cosas propias de la gente de su edad. Se ve la crueldad del hecho de aprovechar su ingenuidad, su falta de experiencia y el que su personalidad aún no está formada, para conseguir lo que de forma natural tendría que venir más adelante.
La fragilidad de Lolita, de todas las lolitas que en el mundo han sido y son. Al señor que la sedujo supongo que hoy en día lo llamarían pedófilo.
Aunque parece que hoy en día se han cambiado las tornas y es la mujer la que toma la iniciativa en su relación con los hombres, a veces avasalladoramente la verdad, creo que perdura la fragilidad femenina por encima de modas y costumbres.
Que nuestra fragilidad no sea nunca algo que el hombre quiera destruir, si no respetar y cuidar. Ellos también la tienen, aunque a veces no lo parezca, y nosotras no querríamos nunca violentarla.
 
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