lunes, 19 de mayo de 2008

El cuarteto de Alejandría

De todos los compañeros de trabajo que he tenido a lo largo de mi vida, y han sido unos cuantos, guardo un recuerdo imborrable de aquellos a los que he dado en llamar “El cuarteto de Alejandría”: Helios, Víctor, Bartolo y Paco. Nunca hubo seres tan dispares y peculiares trabajando juntos: en un despacho enorme en el que llegamos a ser entre siete y ocho personas, ellos cuatro marcaban un punto y aparte, todos hombres mayores.
Helios, con el que quizá menos simpaticé, se pasaba el tiempo subiendo a los despachos de los jefes que le mandaban cuadrantes enormes hechos a mano en los que ponía toda clase de datos que sólo él conocía, y unas veces los tenía que poner en sentido horizontal y otras en vertical. Un compañero le gastó una broma una vez poniéndole al revés las hojas que tenía sobre la mesa y en las que fijaba siempre la vista como si estuviera muy concentrado. No se dio cuenta, ante la rechifla general. Ahora creo que si no fue una buena persona muchas veces era porque no se quería, algo faltaba en su vida, no estaba contento consigo mismo. En los ratos que tenía amables le gustaba recordar sucesos de su juventud, cuando se ganaba un dinero haciendo de extra en películas, pasando una y otra vez al fondo de una escena como de gente que pasea. O cuando en la mili, que por entonces era muy larga, enseñaba a los compañeros que eran analfabetos a leer y escribir. Poco antes de jubilarse supimos que era ludópata, y cuando ya se marchó no duró ni año y medio, porque tenía leucemia. Si él sabía de su enfermedad, nunca lo dijo, aunque solía quejarse de dolor en las cervicales. El trabajo era lo que daba sentido a su vida.
Víctor era hermano suyo. Siempre estaban discutiendo, era muy cómico verlos llevarse la contraria por casi todo. Víctor era un hombre extremadamente educado y culto, un autodidacta. Daba gusto hablar con él de cualquier cosa. Se había quedado viudo en los mejor de su vida debido a un fallo médico, y había tenido que criar a su hija solo. Padecía de estómago y seguía una dieta estricta que no dudaba en mostrar sobre su mesa todos los días a eso de las doce, con una puntualidad meridiana. Metódico, ordenado, incansable, se planificaba de forma que tenía tiempo para el trabajo y la conversación. Yo fui la encargada de comprarle su regalo con el dinero que recaudamos entre todos cuando se jubiló, una colección de libros sobre Madrid que recibió con gusto y emocionado. Aún nos vemos de vez en cuando por el barrio, aunque se marchó a vivir lejos con su hija, su yerno y sus nietos, y me apena verle en cada ocasión un poco más cargado de espaldas, con lo alto y lo elegante que siempre fue.
Bartolo era el dueño del cotarro. Con pocos compañeros me he reido tanto. Solía decir que él no era murciano, sino del cantón de Cartagena, que por lo visto debía ser otro mundo. Tenía anécdotas a montones sobre los tiempos en que trabajaba en la zona de máquinas de buques mercantes con los que viajó por todas partes. Se metía en todo tipo de líos, como cuando él y unos compañeros quisieron ligar con unas en uno de los puertos en los que recalaron (eran prostitutas, aunque él nunca empleó esas palabras), y cuando descubrieron que eran transexuales y apareció su chulo para obligarles a que hubiera trato, salieron todos corriendo, unos persiguiendo a otros, en medio de un gran revuelo. Solía justificar su afición a la bebida por aquella época de marinero, porque decía que el agua potable se acababa pronto en el barco y siempre quedaba el alcohol para calmar la sed. Era muy zalamero hablando, le gustaban las mujeres más que comer con los dedos. A mí me decía cosas muy agradables, pero como se ponía nervioso tartamudeaba un poco: “Pilar, tú eres maa-ravillosa”. Si alguien le caía mal lo hacía notar enseguida. A Víctor le decía que no fuera tan educado, que no hacía falta dar tanto las gracias por todo. Con Helios era uña y carne.
Paco fue, de todos ellos, del que guardo un recuerdo más entrañable. Cuando le conocí acababa de incorporarse de una de sus muchas y largas bajas por enfermedad. Antes de que llegara me previnieron en contra suya, pero hice caso omiso porque tengo costumbre de juzgar por mí misma. Cuando empezamos a hablar la 1ª vez surgió enseguida a colación la tierra de mi padre, Ceuta, que también era su tierra. Simpatizamos al momento. Alegre, hiperactivo, emprendedor, siempre ilusionado, con mucho carácter y mucha personalidad, entrañable, cariñoso, enamorado de su mujer hasta el tuétano (conmovía oirle hablar de ella incluso cuando tenía algo que reprocharle), y con unas ganas de vivir que he visto en muy pocas personas. Solía contar que nunca conoció a su padre porque él nació después de que una bala perdida lo matara atravesándole la cabeza durante la guerra. Hijo único, se crió delicado de salud en manos de su madre, a la que veneraba como a una santa y de la que siempre llevaba una foto en su cartera junto a una imagen de la Virgen, y también al cuidado de una tía. Casi no tenía familia, y presumía de haber estado con muchas mujeres hasta que conoció a la que luego hizo su esposa. Ella, según decía, le había dado todo lo que más necesitaba en la vida, lo que nunca antes había podido conseguir. Sus hijos le traían de cabeza, quizá porque les había dado todo lo que él no tuvo y los había consentido demasiado. Formaba parte, junto con su mujer, de un coro rociero que no sólo cantaba en Misa sino también en salones de celebraciones. Todos los años iba al Rocío, donde lo pasaba en grande. No sé, con sus crisis bronco-asmáticas, cómo podía soportar el polvo del camino.
A veces se quedaba afónico y entonces Bartolo y Helios le hacían rabiar aprovechando que no podía responder. Parecían niños.
Vendía joyas, y a él le compramos las alianzas cuando me iba a casar, y los compañeros unas medallitas que regalaron a mis hijos cuando nacieron.
Paco y yo nos encargábamos de adornar el despacho cuando llegaba la Navidad: él trajo un árbol muy bonito de su casa y yo lo decoraba con cosas que compraba en la plaza Mayor. Disfrutábamos mucho.
Recuerdo que tenía problemas con una vecina que vivía encima de él y que le hacía la vida imposible denunciándole cada dos por tres con chifladuras. Casi siempre estaba de juicios por su culpa, y decía que le condenaban porque le tocaban juezas y las mujeres se confabulaban contra él. Contaba las cosas con mucha gracia y hacía bromas incluso con sus problemas.
Aunque traía mala fama de otros sitios en los que había trabajado y en los que a lo mejor no siempre hizo lo más correcto, lo cierto es que a mí me cautivó y fue uno de los compañeros más queridos que he tenido. No llevaba ni un año jubilado cuando, pintando la fachada de una casa en su tierra que acababa de obtener por una herencia, se cayó del andamio al que se había subido sin tomar las debidas precauciones, y se mató.
Mientras estuvimos juntos tuvimos nuestros más y nuestros menos, como suele suceder cuando conviven personas tan distintas como nosotros, pero recuerdo una ocasión en que la jefa que teníamos, una mala persona, quiso hacerme un mobbing apoyándose en ellos para predisponerlos en mi contra, y a pesar del mal genio que gastaba la señora no la secundaron de ninguna manera. Bien por mis chicos.
Ahora pienso en aquel tiempo que pasé con ellos como una época importante de mi vida, no sólo por las cosas que viví cuando trabajamos juntos sino también por las que me sucedieron fuera de allí, un tiempo que es ya irrepetible.
“El cuarteto de Alejandría”, algo especial.

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