martes, 25 de septiembre de 2007

Funcionarios


Mucho se ha dicho sobre nosotros, los funcionarios, y nunca nada bueno. Yo, a lo largo de los muchos años que hace que trabajo en la Administración, he conocido a toda clase de compañeros-as. No sé si es porque he pasado por sitios pintorescos, pero en cuanto a los hombres debo decir que, salvo escasas excepciones, han sido una pandilla de porteras cuando no de mariquitas (de los que son extravagantes y tienen mal café), y si no las dos cosas a la vez. Los hay que cultivaban su afición alcohólica en el bar del centro de trabajo, otros se dedicaban a vender joyas, ropa y lo que hiciera falta. La pandilla más selecta de pelotas lameculos los he encontrado entre los compañeros del género masculino, que se ve que así conseguían dudosos beneficios de todas clases: sobres extras, cestas de navidad, días libres sin justificar, incumplimiento del horario sin consecuencias, etc.

Si el compañero en cuestión se dedicaba además al tema sindical, entonces apaga y vámonos: los derechos de los trabajadores era lo último que se defendía, todo era obrar en el propio interés y en el de la familia. Para ello se recurría incluso a la amenaza a los jefes, de los que debían tener información no muy recomendable, porque los tenían amedrentados.

Tan sólo hubo un compañero que fue una excepción, un tío con una cachaza y unos bemoles impresionantes: él iba a lo suyo, que era a ser un sindicalista auténtico. Terminó dimitiendo porque se lo tomaba tan a pecho que le ponían la cabeza como un bombo.

En cuanto a las mujeres, hay muchos tipos de funcionarias: las que se pasan el tiempo hablando por teléfono con su familia o amigas, y las que además de eso tienen la sorprendente capacidad de poner la antena parabólica para escuchar también las conversaciones de los demás. Luego están las que ponen a parir a todo el mundo (la mayoría), movidas por la envidia y los complejos, las que traen consigo al trabajo sus preocupaciones personales y se desahogan (yo lo he hecho últimamente, sobre todo porque me gusta montar coloquios), las que ocupan el horario laboral con cosas que no son de trabajo (como yo ahora), y las que les gusta demostrar sus habilidades culinarias trayendo tarteras llenas de delicatessen para que todo el mundo pruebe y alabe sus cualidades como cocinera. "Come un poco más de empanada", te dicen, aunque estés a punto de reventar, "que si no me haces un feo. ¿Es que no te ha gustado?". Imposible convencerlas de lo contrario.
Algunas son el prototipo de las marujas, señoras que están en el trabajo para pasar el rato y no tener que estar en sus casas, donde se aburren, pero que en realidad no dejan de ser marujas.

Las he conocido que se han hecho la manicura completa en el despacho, labores de costura, o trabajos de jardinería (cambiar la tierra a las macetas, plantar flores...).

Hoy en día lo que más se lleva es navegar por Internet, y mandarse mensajes de todo tipo y gusto por correo electrónico.

El estupendo Forges ha tenido un tema inagotable con el funcionariado para sus tiras humorísticas, y la verdad es que suele tener razón la mayoría de las veces, pero sin embargo no creo que a todo el mundo le haya ido tan bien. A lo largo de mi trayectoria laboral, lo que más he echado en falta muchas veces son unas condiciones de trabajo salubres: recuerdo que la primera vez que entré en un despacho, como era un edificio muy antigüo la calefacción casi no funcionaba, por lo que yo solía tener los dedos de las manos tan agarrotados por el frío que no podía teclear en la máquina de escribir, ni abrir la boca para comer algo o beber el café. Y la falta de una luz adecuada, que es por lo que hubo una época en que perdí mucha vista. Por eso ahora no me gusta cuando veo en un despacho ni tan siquiera una mancha de humedad en la pared, porque lo considero una más de las muchas cutreces que he tenido que soportar.

Me hace gracia cuando dicen que los funcionarios vivimos como queremos: los habrá que así haya sido siempre, pero yo he estado a las siete y media de la mañana puntual en mi puesto de trabajo durante más de una década, que casi me dormía sobre los papeles. Y durante casi dos décadas media hora escasa de desayuno y fichada.

He conocido a muy buenas personas, y a otras que merecerían estar en la galería de los horrores de algún museo de cera. La Administración ha sido el único trabajo que he desempeñado y en el que he pasado la mayor parte de mi vida. En ella me he ido formando como persona, he aprendido mucho de gente que incluso ya no está en este mundo, y también he aprendido las cosas malas que tiene a veces el ser humano, aquello a lo que nunca querría llegar ni quiero ser. Pero al fin y al cabo, como sucede siempre que te relacionas con los que te rodean, de todo sacas partido y todo te enriquece.

El funcionariado es un sector desprestigiado, pero al que la mayoría de la gente quiere acceder precisamente por la escasa cualificación que requieren por lo general los cometidos que hay que desempeñar, y por la comodidad del horario.

La Administración militar, que es en la que más tiempo he pasado, es un mundo aparte. La Administración civil es distinta y mejor, más racional.

La dejadez, el "vuelva usted mañana" que decía el magnífico Larra, la lentitud burocrática, el papeleo interminable... son tópicos y constantes del trabajo del funcionario.

Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, debo decir que espero no formar parte de esa masa funcionarial incompetente y perezosa, porque yo, aunque parezca lo contrario, curro cuando hay curro, y cuando no me dedico a otras cosas, como ésta, que no hacen mal a nadie.

martes, 11 de septiembre de 2007

Me falta su luz

Tuve el atrevimiento de escribir, hace un tiempo, a aquel mi primer amor del que hablaba allá por febrero, cuando empecé mi andadura literaria con este blog y, para mi sorpresa, me encontré ayer en el correo, cuando regresaba a casa, una carta suya contestándome.
Nunca pensé que lo hiciera (cómo pude dudar), un hombre tan ocupado como debe ser él, sacerdote con un alto cargo en uno de los Consejos Pontificios que existen en el Vaticano. La emoción que me embargó no conoció límites.
Su carta contenía algunas de las palabras de afecto más bonitas que me han dedicado en mucho tiempo, y comprobé que sigue sabiendo escoger muy bien los términos que halagan y conmueven, y que su memoria no flaquea con los años.
En ella recuerda la época que pasamos juntos en el colegio y en el instituto, y también la parroquia de nuestro barrio. Habla también brevemente sobre lo que le ha acontecido en los últimos tiempos, cosas que yo ya sabía por lo que había leído en Internet sobre él.
Frases que ha empleado para referirse a mi carta como "regalo inesperado", "la alegría inmensa", "el gozo del encuentro", "el recuerdo imborrable"...., permanecerán en mi corazón para siempre.
Habla de su nombramiento como producto de la casualidad, "para mi verguenza y confusión", dice, "trabajo de oficina", lo llama. Su modestia no ha hecho sino aumentar con el tiempo, lo que le hace grande, inmenso.
Afirma no tener tan buen recuerdo de su persona en nuestra juventud como el que yo guardo de él, "antes me averguenzo de muchas cosas", "la memoria con los años hace prodigios", escribe, y dice sentirse conmovido por mis palabras.
Me recuerda como una persona serena y madura, algo que considera una virtud, "rasgos de carácter que compartes con el Papa Benedicto", afirma ya casi al final. Jamás pensé ser merecedora de un halago semejante, lo más increíble que me han dicho jamás. Si supiera mi buen y queridísimo amigo las ciénagas morales en las que me he visto metida desde que nuestros caminos se separaron, no daría crédito, las cosas que he hecho y las que he tenido que aguantar sin tener por qué, y lo perdida que he llegado a tener mi dignidad como persona por todo ello.
Termina mandándome una tarjeta en la que, con mucha modestia, tacha con bolígrafo el cargo que tiene ahora, y una foto que voy a enmarcar y poner en mi casa, en la que se le ve estrechando las manos del Papa, hace algo más de dos meses, y que me dedica con afecto. "Como verás, la línea de la frente ha ido retrocediendo", me escribe bromeando sobre su aspecto actual.Me insta a verle si alguna vez voy a Roma, "como espero", me dice.
¿Y qué le podría contar sobre mi persona que le pudiera producir algún tipo de agrado, si alguna vez accedo a su propuesta?. Ya el hecho de haberme divorciado le causaría espanto, como me lo causa a mí misma. Nunca me alejé tanto de mi religión y de Dios, nunca pensé que para enmendar el error que cometí casándome con quien lo hice iba a cometer otro aún mayor si cabe intentando poner fin a ese sacramento sagrado, en mi afán por hacer desaparecer lo que había hecho mal, como si el vínculo matrimonial no hubiera existido nunca. Y para mi desgracia siempre existirá, y yo ahora no podré siquiera comulgar cuando vaya a Misa.
Lo que sí quisiera es que conociera a mis hijos, lo único bueno que me ha quedado de todo ésto.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, te confieso que siento una alegría enorme al haber recibido esta carta, que escribirle ha sido la mejor idea que he tenido en mucho tiempo, que siento rabia e importencia por lo inexorable de nuestros destinos que nos han alejado tanto, y que ando perdida desde que se fue, porque me falta su luz. Sus palabras me han dado nuevo aliento. Él es el espejo en el que quiero mirarme siempre, el ejemplo a seguir.
"Rezo por tí y los tuyos", es su última frase.

Dios te bendiga.
P.D.- Felicidades por su cumpleaños, que es el día 15. Que la vida le siga sonriendo como hasta ahora, porque se lo merece.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Actores


Dicen que los actores son una raza aparte, personas que viven en su propio mundo, al margen del resto. Imagino que como cualquier artista en general, da igual el arte al que se dediquen, gente con una sensibilidad que les hace ver la realidad en torno de forma distinta a los demás.
En el caso de los actores, su trabajo es aún más especial, porque su arte es cambiante, momentáneo, intenso y público. Cuando un intérprete se mete en un personaje y se mueve en él como si de su propia piel se tratara, olvidándose del espectador, de los focos, de las cámaras, es un momento irrepetible. Hay siempre un punto álgido en una historia, como cuando se sube a la cima de una montaña, en el que el diálogo del actor pone al descubierto, sin previo aviso, ámbitos ocultos del ser humano. Él te va llevando de la mano, a través de su actuación, por un camino lleno de sentimientos, en el que intuyes que si sigues andando encontrarás un mundo diferente y sorprendente.
Tengo mitos dentro del mundo del cine americano, gente como Charlton Heston, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Katherine Hepburn (me encantan sus pucheros), Liz Taylor (fresca y magnética), Jane Fonda (magistral), Meryl Streep (encarnación del drama más profundo), por decir algunos, y más recientemente Nicole Kidman, Russell Crowe, Matt Damonn, Jude Law, e incluso Leonardo di Caprio. En el cine inglés, cuna de la interpretación por excelencia, la lista sería interminable: Lawrence Olivier, John Gielgud, Jeremy Irons, o el irlandés Richard Harris.
De la colección de cine que tengo en casa, en lo clásico, la película que más veces he visto es "Cautivos del mal", en la que tanto el argumento como los diálogos y la interpretación de todos los actores me hipnotiza por completo, no me canso de verla.
De entre las más recientes está "Mejor imposible", una comedia hilarante, llena de emoción y sensibilidad, que refleja increíblemente todas las neurosis que aquejan a nuestra sociedad actual.
Pero es en el teatro donde un actor demuestra su versatilidad interpretativa. Es sobre las tablas de un escenario, sin posibilidad de repetir la escena si ha habido algún fallo, improvisando incluso cuando falla la memorización del texto, en contacto directo con un público que absorbe como una esponja todo lo que el intérprete sea capaz de transmitirle, cuando se produce esa magia, esa comunicación irrepetible y distinta a cualquier otra, entre el artista y el espectador. Un goce para los sentidos.
Inglaterra es la cuna del teatro, aunque en medio de tantas compañías serias que interpretan a los grandes clásicos, me quedo con una que, en su momento, rompió moldes, la Monty Python. Con sus ingeniosísimas, sarcásticas e inteligentes puestas en escena, nos dieron una visión de la vida y la sociedad como nadie antes había hecho.
España ha visto nacer a actores de teatro maravillosos, aunque desgraciadamente, por el paso del tiempo, la mayoría están retirados, han fallecido, o hacen pequeños papeles esporádicos en series de televisión mediocres en las que lo único que brilla es precisamente ellos. Hablo de gente como Agustín González, Berta Riaza, los hermanos Gutiérrez Caba, la saga de los Larrañaga-Merlo, los Prendes, Luis Varela, Jaime Blanch, y un sin fin de figuras que han dejado una huella imborrable en nuestra alma cuando hemos tenido la fortuna de verlos trabajar en directo.
Recuerdo especialmente en el teatro, hace unos cuantos años, una obra de Arthur Miller, "Todos eran mis hijos", interpretada precisamente por Agustín González y Berta Riaza. En la escena culminante en la que el protagonista, sentado en el porche de su casa (decorado años 40 en América), revela a su esposa que él fue el culpable indirecto de la muerte del hijo de ambos, ya que era constructor de aviones de guerra durante la 2ª Guerra Mundial y dió el visto bueno a sabiendas a una partida hecha con materiales defectuosos. Uno de estos aviones lo usaría por esos reveses de la fortuna su hijo, soldado en el frente. Cuando Agustín González, sollozando, grita que no sólo fue su hijo el que murió, sino que en realidad "¡...todos eran mis hijos!", el teatro entero puesto en pie remató el momento con una cerrada y emocionante ovación que duró varios minutos, y con la que aún se me ponen los pelos de punta cada vez que la rememoro.
Más recientemente hay algunos actores en nuestro país, pocos, que han demostrado un enorme talento en más de una ocasión, como Pilar López de Ayala o Umax Ugalde, que fuera de las cámaras son personas tímidas y reservadas, pero que se transforman por completo cuando están trabajando.
Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, te digo que quiero expresar mi más profunda admiración y respeto por esta profesión, que no siempre ha estado considerada, y que nos ha permitido transportarnos a mundos que de otra forma no hubiéramos conocido.
Actores ....., una raza aparte.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Cabaret


Veía el otro día, una vez más, esa maravillosa película que es "Cabaret", y que tantos recuerdos me trae de mi infancia, pues cuando la estrenaron aquí debía tener yo unos siete años. Y es curioso cómo nos gustó teniendo en cuenta que abordaba temas escabrosos que, por la edad que teníamos, quizá no fuera adecuada para niños.
Recuerdo que cuando íbamos a casa de mi abuela Pilar, mi hermana y yo interpretábamos el personaje de Liza Minneli cuando sube al escenario, en los números provocadores en que ellas y las demás bailarinas se mueven sobre unas sillas al compás de la música. Nosotras recreábamos ese aire sugerente y sexy por pura imitación, sin ninguna malicia, con la ingenuidad propia de unas niñas. Y teníamos mucho éxito entre el público familiar, que nos aplaudía y animaba. Quién sabe, igual si sigo con esa vena hubiera sido una buena cabaretera.

Ver a la inefable Liza Minnelli en el papel de cantante y bailarina de cabaret en la Alemania anterior a la 2ª Guerra Mundial, cuando ya el clima en Europa se empezaba a preparar para el horror que iba a vivir, es magnífico.

Caracterizada con un "look" años 30, con enormes pestañas postizas, mucho maquillaje y unas increibles y originales uñas pintadas de verde, se desenvuelve con total naturalidad en un personaje difícil y lleno de matices.

Son muchos los actores que la acompañan en esta película, estupendos también, pero ella destaca por encima de todos ellos sin apenas aparente esfuerzo. Es capaz de transmitir todo un abanico de sentimientos por cada uno de los poros de su cuerpo y en su rostro. Sólo una actriz de su talento, dotada de una extraordinaria sensibilidad como la suya, es capaz de hacernos sentir así. Compone un personaje que es a la vez superficial, alegre, divertido, picante, tierno, triste, ingenuo y trágico, generoso a manos llenas, un retrato de mujer ante todo. Pretende vivir a su aire, dando una visión del mundo de color de rosa, sólo por no ver la realidad, sólo para no hundirse en la miseria social que cunde por aquel entonces.

Sus números musicales no tienen desperdicio, acompañada por un inquietante y equívoco maestro de ceremonias, que con su mordacidad y su sarcasmo cruel, da el contrapunto original, agudo y perfecto a toda la trama argumental.

En estas pequeñas joyas de interpretación escénica se amalgaman veladamente, debido a la censura, todas las virtudes y todos los vicios que son inherentes al ser humano, poniendo en tela de juicio los usos sociales, las tendencias sexuales, y hasta el nazismo. Liza Minnelli tiene aquí oportunidad de lucir su magnífica voz, su versatilidad interpretativa y su talento para el baile, cualidades que no le han abandonado con el paso de los años, a pesar de los avatares que han marcado su vida.

Y así nos reimos de todo lo que nos rodea casi de una forma compulsiva, puede que siniestra, porque al fin y al cabo la vida no es sino una gran tragicomedia.

La orquesta que toca en el cabaret no tiene parangón con ninguna otra parecida, un montón de señoras ataviadas con las ropas más estrafalarias, y pintadas hasta la exageración, que sin embargo saben arrancar a sus instrumentos los acordes más increíbles según requiera la ocasión.

Hay en la película muchas escenas inolvidables, pero me conmueve especialmente aquella en la que la protagonista habla del aborto que se acaba de practicar. Se asoma entonces a sus inmensos ojos y a su rostro, sin apenas maquillar en esta ocasión, un compendio de tristeza, desaliento, fragilidad y abandono, que recuerda mucho la forma de interpretar de su madre, la gran Judy Garland, y que tenía mucho que ver con su propia vida.

Y ahora, querido lector, que estoy a solas contigo, debo decir que es cierto lo que dice la letra de la última canción con la que se despide el cabaret, cantada por su extraño maestro de ceremonias: "No merece la pena estar sola en una habitación. Ven a escuchar la música. La vida es un cabaret". Porque así es, la vida es una gran representación donde se mezcla tragedia y comedia, y por todo ello hay que pasar.

El espectáculo debe continuar.
 
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