jueves, 29 de octubre de 2009

Vocación


Se dice que todos tenemos una vocación, una predisposición con la que nacemos o que adquirimos después y que es como un llamado interior que nos empuja a dedicarnos a una determinada actividad, algo que llenará nuestra vida y nos hará sentirnos realizados.
A veces no es sólo una inclinación natural que desarrollamos sin más, sino que participan de ella o es alentada por personas próximas. En mi caso, mi inclinación literaria estuvo muy influida por una tía abuela, Carmen, que escribía y publicaba poesía y que ganó algún que otro certamen. Ya he hablado de ella en este blog en más de una ocasión.
La recuerdo, muy mayor, viviendo sola en un pequeño piso en un edificio antiguo de los de ascensor de cristal y enrejado metálico negro alrededor según se ascendía por las escaleras. Hija de militar destinado en las antiguas colonias españolas, vino al mundo en Filipinas a finales del siglo XIX. Cuando yo nací ya era septuagenaria.
Había una foto en casa de mi abuela Luisa en la que se la veía a los siete u ocho años, muy guapa, con el resto de sus hermanos, en el enorme patio de la casa que ocupaban, mi bisabuelo de pie con su uniforme muy elegante y un caballo detrás sujetado por uno de sus asistentes, mi bisabuela sentada en una silla con sus hijos alrededor posando. Todos vestían con trajes lujosos de época, gozaban de una buena posición, tenían sirvientes y todo lo necesario para llevar una vida acomodada.
Su padre murió siendo aún una niña. Pronto dio muestras de tener mucho carácter, ideas propias y de ser muy independiente. En una época en que no era corriente que una mujer saliera de su casa si no era para casarse, ella decidió irse a vivir por su cuenta.
Fue enfermera durante la guerra civil y también maestra. Trabajó como funcionaria en el Ministerio de Justicia hasta que se jubiló. Solía alquilar una habitación que tenía libre a estudiantes para ganarse algún dinero.
Yo siempre la conocí como una mujer muy vital, a pesar de su edad, y un tanto angustiada. La soledad que ella misma buscó o quizá a la que se vio avocada por las circunstancias, le pesaba al final de su vida como una losa.
Mi tía era una mujer muy educada y elegante, seria en sus cosas pero con un fino e irónico sentido del humor. Se aunaban en ella la fuerza y la delicadeza a partes iguales. En su casa solía salpicar la conversación recitándonos algunas de las poesías que había escrito en sus libros, pequeños poemarios sentimentales y melancólicos, en los que hablaba de todo lo que le gustaba, lo que la entristecía, de sus anhelos nunca realizados. Su memoria era excelente, su cabeza nunca djó de funcionar perfectamente, los años parecían no hacerle mella. Tenía una forma muy amena de contar las cosas, era una mujer muy inteligente y culta, extremadamente sensible. Su carácter era también muy fuerte, por eso quizá nunca pudo vivir con nadie ni que ninguna relación amorosa terminara de cuajar, pese a lo romántica que era.
Unas veces se la veía contenta de vernos y otras se lamentaba y hasta llegaba a llorar porque decía que nunca íbamos a verla, aunque la hubiéramos estado visitando la semana anterior. Tenía los altibajos propios de las personas mayores, pero procurábamos calmarla y no darle mayor importancia. A mí la verdad es que sí que me daba mucha lástima.
En alguna ocasión nos invitaba a cenar, pero como estaba muy mal de la vista, si hacía una tortilla dejaba caer sin darse cuenta trocitos de cáscara de huevo que crujían al masticar. A la paella le gustaba echarle aceitunas con hueso.
En los últimos años de su vida se alimentaba casi exclusivamente de miel. Dicen que tiene propiedades increíbles y que el que la toma asiduamente consigue ser longevo. En su caso fue muy cierto.
Mientras estábamos allí a mí me gustaba sentarme delante de una máquina de escribir muy antigua que tenía, de esas que son muy altas, de hierro negro con teclas duras, y me daba papel para que escribiera. Luego leía las cosas que se me ocurrían y siempre le gustaron. Con nueve años me dijo que si iba a hacer una carrera universitaria cuando fuera mayor, la que más se asemejaba al oficio de escritor era la de Periodismo, y yo lo anduve meditando y vi que tenía razón. Me alentó muchísimo, y yo creía que debía estar en lo cierto porque no era persona que dijera las cosas al tuntún o por agradar, respetaba muchísimo sus opiniones, me parecían muy acertadas, y su reconocimiento me llenaba de orgullo, era una inyección de autoestima para mí.
En su casa tenía colgadas fotos en las que aparecíamos mi hermana y yo, muy guapas, con vestidos de verano. Nos dedicó una poesía en uno de sus libros, en la que nos retrataba a la perfección comparándonos con elementos de la Naturaleza, a cada una según nuestra forma de ser.
También pintaba óleos, copiando de fotos, y hasta mejoraba los originales, dándoles un colorido y una expresión que antes no tenían. Recuerdo un cuadro que se veía nada más entrar en su casa que impresionaba por su belleza, una mujer andaluza con el pelo azabache, un vestido blanco muy escotado y un manto rojo cubriéndola parte de los hombros, sujetando a un costado una guitarra. Era perfecto, parecía que se salía de la escena. Ella podía haber sido una copista excepcional en El Prado. En la parte interior de la puerta de su casa había pintado los famosos fusilamientos del 2 de mayo de Goya.
Cuando murió fuimos mi padre y yo a su casa porque él necesitaba algo que había allí, y me dio lástima ver sus objetos personales ya sin dueña, unas hojas de papel cebolla con borradores mecanografiados de sus poesías y relatos cortos, una lupa, unas tijeras…
Siempre nos quiso mucho, el resto de la familia nunca se acordaba mucho de ella, pero nosotros si la frecuentamos porque era muy cariñosa, a pesar de sus momentos de ira o pena. Yo la recordaré el resto de mi vida por su forma de entender las cosas, su manera de hablar, de escribir, su afecto y su estímulo, haciéndome casi igual a ella en lo que a las letras se refiere, cosas que fueron la base sobre la que se asentó todo lo que fui capaz de hacer después.
Para ella la escritura fue una de sus muchas facetas, para mí en cambio sí constituye una auténtica vocación que, sin embargo, no me ha servido para ganarme la vida. Pero quién ha dicho que la vocación y la nómina vayan unidos...

miércoles, 28 de octubre de 2009

Madurez


Dice el diccionario que la madurez es el buen juicio o prudencia, la sensatez. No sé hasta qué punto eso es cierto. En cuántas ocasiones nos equivocamos y no por ello dejamos de ser maduros, aunque nuestro juicio parezca un poco extraviado a veces. El acierto en la decisiones tiene que ver más con la experiencia que con la madurez, y una y otra no siempre van aparejadas. Ahí está el caso de los niños que nos asombran con sus opiniones desde edad muy temprana, y afirmamos que parecen mayores, cuando en realidad no tienen casi experiencia de la vida.
La prudencia sí podría ser signo de madurez, el ser precavido con lo que se hace o se dice, tener contención, moderación, cautela. Puede ser también la cualidad de las personas que tienen templanza, que no se dejan llevar por sus impulsos, aunque un exceso de ella puede parecer una muestra de cobardía, de falta de valor, una incapacidad para llevar a la acción todo lo que uno se propone, por temor a las consecuencias o a lo desconocido.
A mí me parece que la madurez es una cualidad del carácter, una predisposición con la que se nace, aunque también pueda adquirirse a lo largo de los años. Por eso dos hermanos que han sido educados de la misma forma, con un enfoque idéntico de la vida, pueden resultar uno maduro y el otro no. El que no tiene esta predisposición difícilmente conseguirá nunca la madurez, por mucho que lo intente.
El diccionario también dice que es la edad de la persona que ha alcanzado su plenitud vital y aún no ha llegado a la vejez. No creo que ésto sea así tampoco. Cuántos hay que han llegado a esa plenitud y son inmaduros. La plenitud vital parece entendida aquí como una etapa intermedia de la vida, cuando se llega al meridiano de Greenwich, como digo yo, a mitad del camino, pero pienso que esa plenitud no tiene en realidad una fecha tan concreta.
Alcanzar la madurez es una bendición, me parece a mí, porque te permite tomártelo todo de forma relativa, se le da a cada cosa la importancia que tiene realmente, ni más ni menos. Los problemas, las preocupaciones, pasan a una dimensión más pequeña que en la que solían estar, van a un lugar de la mente donde se les puede manejar más fácilmente. Es como si la existencia fuera un puzzle y cada pieza encajara donde tiene que estar, o donde nos parece a nosotros que debe estar, como un juego en el que hay pocos misterios y del que tenemos el control, al menos aparentemente. Y si no encajara tampoco importa mucho, porque tarde o temprano estará en el lugar que le corresponda.
La madurez evita la confusión mental propia de la juventud y permite organizar estrategias vitales, como si se tratara del militar que diseñara una maniobra en un mapa y tiene una idea exacta y precisa de los combates que quiere realizar, y también de lo que no quiere hacer.
Alcanzar la madurez es eso, tener a nuestra disposición armas que antes no teníamos y que nos servirán para luchar en las batallas de la vida cotidiana.
Luego estamos los que somos infantiles pero nos tenemos por maduras. Mucha gente piensa que ambas cosas son incompatibles, pero no es así. Yo suelo ser una niña, no sé si porque peco de ingenua o porque tengo una capacidad para ilusionarme que la mayoría sólo tienen en la infancia. Me sigo divirtiendo como una enana con las películas de Walt Disney y me sigue fascinando la Navidad. Sin embargo, por lo general, creo que alcancé la madurez mucho antes de pasar el meridiano de Greenwich al que antes aludía, pues ya de niña di muestras de que en ello estaba, y que ciertas cosas que me han pasado en la vida han contribuido muy drásticamente a que esto sea así. Por desgracia las malas experiencias precipitan estados a los que se tendría que llegar de forma paulatina, y lleva aparejados otros añadidos, como el pesimismo, que se instalan a veces de tal manera en la perspectiva vital que no puedes pensar y ver las cosas más que a través de ese prisma, aunque son perfectamente superables.
Recuerdo que en la infancia solían dejarme al cargo de mis primos porque siempre parecí muy sensata y responsable, cuando en realidad era la primera que saltaba por encima de las camas y hacía las mismas travesuras que ellos.
La madurez llevan consigo el sosiego y una cierta pérdida de energía: ya no tenemos prisa por hacer cosas, y las zozobras de antaño se mitigan o desaparecen. Es por esto que no echo de menos tiempos pretéritos, sólo a los seres queridos que antes sí estaban. Ahora soy más libre para hacer lo que me plazca, no tengo que dar explicaciones, y me encuentro por primera vez cara a cara con mi yo más profundo, al que contemplo, cuestiono y procuro enriquecer. Siempre hay cosas que nos faltan y otras que nos sobran, pero todo queda dentro de una media aceptable.
Sería bueno llegar a ese punto en el que consiguiéramos ser maduros sin dejar de ser púberes. “Tenéis que ser como niños para alcanzar el Reino de los Cielos”, nos dijeron una vez.
Hace poco me mandaron un correo electrónico en el que se leía que cuando las mujeres somos indecisas nos llaman enigmáticas, y cuando lo son los hombres se les llama inmaduros. Pues tampoco es eso.

viernes, 23 de octubre de 2009

Cómicos americanos
















Cuántos buenos momentos nos han hecho pasar los cómicos de hace años, muchos de los cuales provenían del cine mudo. Las generaciones actuales no tienen la suerte de disfrutar de ellos porque emiten sus películas por televisión muy de vez en cuando.
Oliver y Hardy, o el Gordo y el Flaco como se les solía conocer, llenaban la pantalla de escenas hilarantes, repitiendo el esquema que también se emplea en el circo del payaso listo y dominante que está siempre enfadado con el payaso tonto y débil, al que maltrata. El Flaco lloraba constantemente porque se veía metido en situaciones difíciles de las que surgía siempre algún desastre, y temía por las consecuencias de lo sucedido y por la reacción del Gordo. Este le daba capones y le regañaba, mientras él se lamentaba, y es la sencillez y simplicidad misma de su humor, que construía la acción basándose en historias simples que se iban complicando y te llevaban a límites insospechados, la clave de su éxito durante tantos años. Era la típica pareja que no podía estar junta, pero tampoco separada.
Buster Keaton era muy original. Su humor se basaba en la ausencia absoluta de expresión. Su rostro permanecía inalterable, ni reía, ni lloraba, ni se enfadaba o asustaba, y resultaba por ello tan absurdo que no podías hacer otra cosa que reír. Salía ileso de las situaciones más peligrosas y disparatadas, como cuando está a punto de morir aplastado por un tren, al que acaba encaramándose y sobre el que se mantiene con posturas imposibles, o como cuando se le desplomaba una casa de madera encima y él se salvaba porque coincidía que justo sobre él caía una ventana sin cristales. Ideaba desastres nunca antes vistos en el cine. A muchos no les gustaba porque su seriedad hacía que resultara antipático, pero supo crear un personaje que movía a la compasión por su tristeza y por la extrañeza de las cosas que le ocurrían, un ser al que pese a su falta de aparente emoción y tratándose de cine mudo, se le comprendía perfectamente y despertaba el deseo de protegerle.
Harold Lloyd se hizo famoso por sus gafitas redondas y el sombrero tan típico de los años 20-30 que siempre llevaba. Alto y delgado, con su traje impecable, ágil y nervioso, muy sonriente, se le recuerda sobre todo por la escena en la que terminaba colgado de las agujas de un gran reloj situado en la fachada de un edificio altísimo, suspendido en el aire a punto de caer a cada momento.
Los hermanos Marx fueron genios indiscutibles de la parodia y los diálogos hilarantes e inteligentes. Estaban perfectamente compenetrados entre sí y por eso sus gags funcionaban siempre muy bien, e incluso se permitían el lujo de improvisar. Ellos trabajaban habitualmente en el teatro, y allí solían medir el tiempo que el público se pasaba riendo para calcular la duración de las pausas entre unas bromas y otras y que no se solaparan entre sí. Tenían un sentido del ritmo de la comedia y de lo cómico como pocos. Esta técnica la emplearon también en sus películas, y ha sido imitada por otros, como el director de cine Billy Wilder.
De Chaplin hablé en este blog hace ya tiempo. Su calidez y humanidad, su ingenuidad y su fuerza, tanto en sus films mudos como en los sonoros, son indiscutibles. Fue el maestro de todos los que siguieron, un genio sin parangón.
Los cómicos que vinieron después tuvieron un estilo muy diferente.
Danny Kay, tan rubio y delgado, nervioso y tímido, pero que siempre se sobrepone y saca de dentro de sí a un auténtico titán capaz de todo, un hombre muy dulce que me hizo reír mucho.
Jerry Lewis, con sus gestos imposibles que le deformaban la cara, a veces mirando a cámara directamente, su forma de hablar haciendo como si fuera muy tímido y un poco retrasado, su capacidad camaleónica para cambiar de personajes en una misma película, era terriblemente hilarante.
Jack Lemmon y Walter Mathau eran increíbles juntos, siempre gruñendo, pero incapaces de pasar el uno sin el otro. Mathau era el colmo del sarcasmo, sabía sacarle partido a un rostro feo que sin embargo movía a la carcajada cuanto más serio se ponía. Humor de la cotidianeidad, inteligente, disparatado. Eran inigualables.
Los cómicos americanos actuales no me gustan, son chabacanos y facilones, una fábrica interminable de películas de dudosa calidad, con esquemas repetidos y poca imaginación. Nada que ver con lo que estábamos acostumbrados anteriormente.
Los cómicos americanos de hace décadas nos han dejado el legado de su impagable quehacer profesional y se han convertido por méritos propios en leyenda. Siguen estando vigentes a pesar del paso del tiempo, y siempre es muy reconfortante verlos de vez en cuando en televisión, o coleccionando sus películas como hago yo.
Nunca les podremos olvidar.

jueves, 22 de octubre de 2009

Sanidad


Quién no ha sufrido alguna vez en sus propias carnes los desastres del sistema sanitario público en nuestro país. Listas de espera interminables, errores médicos, masificación en las consultas… Y, sin embargo, la situación general ha mejorado sensiblemente respecto a la que había hace años.
Mi madre me contaba la precariedad que existía en el hospital donde nos tuvo a mi hermana y a mí: techos medio desprendidos, personal sanitario escaso y mal encarado, cuñas compartidas, paritorios y habitaciones ocupadas por muchas personas, etc.
Errores médicos y negligencias fatales todo el mundo podría contar ni se sabe, aunque la que más me impresionó en su momento fue la de la madre de una amiga, que entró en un conocido hospital por un problema reumatoide en la cadera, y salió al cabo de muchos meses en una silla de ruedas y demenciada. En el proceso sufrió todo tipo de calamidades: virus de quirófano, infección por sonda, caída al suelo por descuido de los celadores cuando la sacaron de la cama para cambiar las sábanas…, en fin, una sucesión de desastres de los que nadie quiso hacerse responsable porque los médicos, más que ninguna otra profesión, son un grupo cerrado que se protege haciendo causa común y cerrando filas en cuanto su integridad o prestigio es puesto en entredicho, por muy flagrante y llamativa que sea la barbaridad cometida.
A mi cuñado le tocó pasar lo suyo una de las dos veces que ha estado hospitalizado. Tuvo que estar en una planta de otra especialidad por falta de camas, en una habitación compartida con un mendigo al que no hubo forma de hacer que se aseara, con un espacio tan reducido que aquello parecía el camarote de los hermanos Marx más que otra cosa, con un cuarto de baño al que casi había que entrar poniéndote de medio lado. Y luego los fallos médicos, como no acertar a la primera con la medicación o el tipo de alimentación (en su caso intravenosa) que había que administrarle, y las negligencias del personal sanitario, que no cambiaron el esparadrapo y la gasa que cubría una de las vías que tenía abierta, en el pecho, a pesar de advertirlo él, y que le provocó una infección que casi le lleva al otro barrio.
Mi hijo, al que he tenido que llevar a urgencias hace poco por un problema en la piel, fue sin embargo muy bien atendido y, en contra de lo que yo suponía, ni estaban colapsadas ni el trato fue apresurado y desconsiderado, como suele ocurrir en estos casos. Cuántas veces hay que estar esperando durante horas interminables sentado en una silla, aunque se tenga una trombosis, como le pasó a alguien que conocí, hasta que te atienden, y una vez que lo hacen aguantar montones de pruebas durante otras tantas horas, aislado en una zona en la que no dejan entrar ni a los familiares, a los que se le informa poco o nada. O permanecer en una cama en un pasillo durante días, o esas personas que por su edad o su enfermedad se quedan sin arropar en medio de las corrientes de la multitud de puertas y ventanas que tiene un hospital, sin que sean capaces de abrigarse ni de que nadie se preocupe de hacerlo por ellas.
Es el nuestro un sistema sanitario deshumanizado y sobresaturado, donde las cosas van funcionando como a trompicones, y a pesar de la necesidad de hospitales que existe los hay, en el ámbito de lo militar, que en lugar de aprovecharlos haciéndolos públicos los cierran, como el Generalísimo, o incluso se los hace desaparecer, como ocurrió con el del Ejército del Aire.
En otros países se tiende a hacer lo que está pasando aquí, a privatizar la sanidad, no sé con qué consecuencias. En cada lugar hay un problema diferente, una peculiaridad. En Gran Bretaña no pueden pasar sin un sacerdote junto a la cama cuando corre peligro la vida del paciente. Se critica el presupuesto que allí se dedica al sostenimiento del personal religioso y la construcción en los hospitales de capillas de todas las creencias, para evitar discriminaciones. En Francia dicen que se niegan a pagar circuncisiones, y hay una protesta general por la Ley Bachelot, que quiere privatizar la sanidad en ese país.
Mi hermana, después de someterse a varias pruebas para quedarse embarazada, financiadas por la Comunidad de Madrid, tiene que pagarse de su bolsillo todo lo que quiera hacerse a partir de ahora, con tratamientos que cuestan entre 5000 y 6000 €. Si quiere alguna prueba más aparte, como una biopsia de los óvulos fecundados que han sido fallidos o un análisis de sangre para hacerle un estudio genético a ella y a su marido, le cuesta unos 360 €. No hay que ir más lejos, simplemente con que necesites un destinta el desembolso está asegurado, algo que es básico para la salud. Sin embargo, la Seguridad Social paga las operaciones de cambio de sexo, que no dudo que sean necesarias, pero supone una demanda mínima en comparación con otras urgencias que están sin atender.
Cada vez que necesitemos atención médica es como una lotería: puede que salgas con bien de la aventura, o puede que salgas peor de como estabas o que directamente no salgas. Salir con los pies por delante es lo que hay que evitar a toda costa. Parece ser una cuestión de suerte. Encomendémonos a todos los santos.

lunes, 19 de octubre de 2009

Nasío pa matá







Parece algo prematuro hoy en día preguntarles a los chavales qué es lo que quieren ser el día de mañana. Pocas personas he conocido que, como yo, hayan tenido una vocación definida desde edad muy temprana.
Sin embargo mi hijo lleva diciendo hace tiempo que quiere ser militar. Él es feliz con un arma en la mano, aunque sea de plástico y de bolas. Tiene en su habitación un arsenal, entre pistolas y fusiles, que ya quisieran para sí muchas bandas armadas.
Yo abomino del Ejército no por un afán antipatriótico, ni mucho menos, sino por una convicción antibelicista. Siendo como soy nieta por ambas partes de militares, sobrina y sobrina nieta, parece como si renegara de mis ancestros. Puede que hubiera una época en la que el pacifismo ni siquiera era algo a tener en consideración, había otra mentalidad y otros intereses, pero en la actualidad es la única perspectiva de futuro posible si se supone que vivimos en un mundo racional.
Que se acabase en nuestro país la famosa “mili” ya supuso un adelanto importante. Era una época en la vida de un chico en la que no se hacía otra cosa que perder el tiempo, interrumpía estudios, contratos de trabajo, relaciones amorosas y cualquier otro proyecto que uno quisiera llevar a cabo. Iban allí a convertirse en hombres, pero lo que aprendían en realidad eran tareas asignadas tradicionalmente a la mujer, como limpiar retretes, hacer camas, cocinar, fregar cacharros, barrer, coser, etc. En ese sentido puede que sí se espabilaran, aprendían a valerse por sí mismos, pero no creo que eso y lo poco que les enseñaran en las “maniobras” les sirviera para defender una nación.
Antaño, cuando había tanto analfabetismo y pobreza, en la mili se aprendía a leer y a escribir, te permitía viajar y conocer tu país y ganarte cama, comida y un poco de dinero quizá por primera vez. Aquellos periodos, que en un principio llegaron a durar hasta tres años, se fueron recortando hasta llegar al año de la última hornada. Los hay que guardan un buen recuerdo de la experiencia, porque les permitió saborear la camaradería y el compañerismo entre hombres, hacer nuevas amistades y tener cosas entre ridículas y curiosas que contar a sus hijos. Pero para otros muchos fue sólo ocasión de poner a prueba su resistencia física y mental, víctimas de bromas de mal gusto y de los excesos de los pequeños jefecillos que, aprovechando una rigurosa y absurda escala de mandos, se crecieron viéndose importantes sólo porque les dieron un poco de autoridad sobre un puñado de infelices que tuvieron la desgracia de estar a su cargo.
Y lo del servicio social sustitutorio que se implantó ya en los últimos años para el que no quisiera hacerla me pareció siempre una aberración, porque era como un castigo. Se llegó a hablar de presos políticos para los que se negaron también a esto. Una barbaridad.
Yo, que he estado en el ministerio de Defensa durante muchos años, pude comprobar cómo “funciona” el Ejército, da igual del Cuerpo que se trate, y es una vergüenza. Recuerdo una vez que tuve que ir a un acuartelamiento para hacer un trabajo administrativo ocasional, y lo que allí había me pareció lamentable: los tanques en medio de un pedregal más oxidados que otra cosa, los soldados con más ganas de cachondeo que de estar allí en aquel desierto… En mi trabajo los jefes militares tenían un comportamiento denigrante, incívico e inmoral en muchas ocasiones.
Miguel Ángel siente un placer especial con un arma en las manos, y la verdad es que son reproducciones tan exactas de las reales que podrían servir para atracar un banco. Disfruta como un enano viendo películas de guerra, no se cansa de ver combates, disparos, explosiones, tanques, aviones, de todo. Yo le pregunto si no le aburre ver esas escenas, porque parece que son siempre las mismas, con pocas variaciones, pero él a cada una le saca una emoción distinta, los soldados en las trincheras, arrastrándose por el suelo para esquivar el fuego enemigo, defendiéndose con uñas y dientes, cayendo destrozados por las bombas y la metralla, gritos de dolor por todas partes. Lo considerará una heroicidad, una aventura, una muestra de hombría, o yo qué se qué. Pero no sólo le gustan las batallas actuales, también las dos guerras mundiales, las luchas de la época del Imperio Romano y las invasiones de los pueblos bárbaros, todo lo que sea combatir le interesa.
Este verano mi cuñado le contaba a mi hijo las penalidades por las que tiene que pasar un soldado. “No creas que es todo tan bonito como en las películas”, le decía. “Primero te tienen que entrenar. Te dejan en mitad de un monte con un cuchillo y una brújula y, durante dos o tres días te las tienes que arreglar sólo con eso, conseguir comida, protegerte de animales salvajes, encontrar un lugar para dormir que te permita descansar lo suficiente y, sobre todo, ser capaz de regresar al campamento sin perderse por el camino. Es una prueba de supervivencia. Si al cabo de ese tiempo no regresas, van a buscarte con un helicóptero, con el riesgo de que a lo mejor no te encuentren, y tendrás que repetir la prueba hasta que consigas llevarla a buen término”. Miguel Ángel se quedó muy serio y pensativo, nunca lo había visto desde esa perspectiva. “Si tienes suerte puede que caces una liebre”, proseguía mi cuñado implacable, “y luego hacer un fuego, porque si no te la tendrías que comer cruda”.
Desde aquella conversación Miguel Ángel ya no quiere que se le mencione lo de ser militar, parece un poco desencantado, pero sigue viendo películas de combates y jugando en la play station a juegos bélicos con la misma pasión. Los americanos saben muy bien venderlo todo, incluida la guerra y todo lo que la rodea. Es una forma más de hacer negocio con ella.
Acabada ya la etapa de la mili, un verdadero atraso que pertenece a una España cañí, si se puede llamar así, atrasada y pueblerina (aquel personaje de cómic de “Nasío pa matá” es un fiel reflejo), con un ejército profesional en donde hasta los extranjeros pueden llegar a dar su vida por esta patria común en que se ha convertido nuestra tierra, si llega el caso, parece que hemos dado un paso adelante en cuanto al progreso se refiere, ya que el ejército es algo que debe existir de todas maneras.
Quién sabe, igual veo a mi hijo convertido el día de mañana no ya en soldado sino en un mercenario, con su uniforme de camuflaje, su metralleta y unas cuantas hojas con ramas alrededor del casco para confundirse con el paisaje. No creo que lo haya pensado fríamente, porque si no ni se le ocurriría, por mucho dinero que puedan llegar a pagarte. El ejército no es sólo obedecer órdenes, esa sería una posición muy cómoda. Como decía el protagonista de “Gran Torino”, lo peor en esas situaciones no es lo que te ordenan hacer, sino lo que no te han ordenado hacer, y tener que cargar con ello el resto de tu vida. En ciertos momentos y en situaciones desesperadas, en medio de un combate, podemos dejarnos llevar por la violencia desmedida y hacer cosas que se podían haber evitado. Y es que la guerra es el mayor de los absurdos, el más grande de los despropósitos.

viernes, 9 de octubre de 2009

La fascinacón del horror
















Es curioso lo que pueden llegar a fascinarnos los desastres naturales y cierta clase de horrores humanos. No creo que sea simplemente una cuestión de morbo. La simple contemplación de cualquier fenómeno climatológico provoca ya de por sí una sensación especial. Ver una tormenta, miles latigazos de luz y de tambores retumbando a lo largo de kilómetros, primero como un cañonazo, después como un eco que poco a poco se va apagando, nubes oscuras que se vacían. Una tormenta de noche y sobre el mar es un espectáculo incomparable.
Y el oleaje cuando hay marejada, eso es algo que no me canso de contemplar. Ver llegar las olas desde lejos, veloces, inexorables, majestuosas, su cresta de espuma blanca y rizada enroscándose sobre sí misma, el bramido del agua al chocar contra las rocas. No quiero imaginar lo que debe ser una tsunami viajando a 1000 kms/h., aumentando de tamaño según se va acercando, mientras el agua de la orilla retrocede.
Leí una vez la experiencia de un reportero que sobrevivió a uno de estos fenómenos. Las tsunamis no se comportan siempre de la misma manera. En Sumatra no alcanzaron una gran altura, pero hay sitios a los que llegan con la envergadura de un rascacielos. Este periodista vió venir una de esas de lejos, y no se le ocurrió otra cosa que subirse a la parte más alta de un poste y atarse a él. No se sabe cómo aquel trozo de madera clavado en el suelo pudo resistir el paso demoledor de la montaña de agua que se le vino encima. Cuenta que se vió sumergido por completo, como si estuviera buceando a gran profundidad, conteniendo la respiración todo el tiempo que pudo. Al cabo de unos minutos que se le hicieron eternos, el agua se retiró sin desaparecer del todo, lo suficiente como para poder volver a respirar. Un milagro.
Lo de los huracanes es algo tremendo, aunque sea visto sólo por televisión. En un reportaje supe de personas que se dedican a perseguirlos, tal es el poder de atracción que este espectáculo ejerce sobre ellos. Contratan un equipo de expertos, que viajan en furgonetas llenas aparatos para estudiarlos, y allá que van donde se sepa que se van a formar. Normalmente son gente a la que le sobra tiempo y dinero, como esos señores mayores y acaudalados que hacen lo indecible por colarse en las expediciones lunares.
Siempre me ha despertado curiosidad saber qué es lo que hay dentro de una de estas espirales gigantescas y rotatorias de aire, porque es como un embudo a gran escala donde parece caber cualquier cosa que se pueda uno imaginar. Se dice que en el ojo del huracán es donde los vientos giran a más velocidad, hay nubes oscuras porque la humedad exterior es absorbida, y muchos rayos. Debe ser un auténtico infierno. Es impresionante ver cómo absolutamente todo, por pesado que sea, (animales, vehículos, casas…) es levantado del suelo y aspirado por esa fuerza desatada de la Naturaleza, capaz de llevar volando todo lo que se va encontrando a kilómetros de distancia.
Los terremotos tienen también su parcela dentro de los horrores más habituales, y se puede ver su lado divertido cuando por ejemplo en Japón los locutores de los noticieros de televisión siguen retransmitiendo la noticia a pesar de ser violentamente sacudidos por un seísmo, mientras mesas, sillas, techo y trozos del estudio comienzan a caer a su alrededor. Eso sí que es estoicismo, resignación o la fuerza de la costumbre.
Si el terremoto es en el mar, es increíble ver cómo se abre el fondo y se forma un agujero en el agua similar al sumidero de una bañera cuando la destaponas. Cómo se van levantando las olas, cada vez mayores, más rápidas y con un radio de acción más amplio, como las ondas que surgen tras lanzar una piedra en un estanque.
Lo último que he visto en televisión es la recreación de lo que sucedería si volcanes como el Vesubio volvieran a entrar en erupción. Empezaría décadas antes con pequeños movimientos de tierra apenas detectados por los sismógrafos. Cuando faltara poco, se producirían cambios imperceptibles en la apariencia de la superficie del volcán, como el abombamiento del terreno. Por fin tendría lugar un gran terremoto, que provocaría el derrumbe de los edificios y la destrucción de puentes y carreteras, lo que haría prácticamente imposible la huida. Habría una gran nube piroplástica que se extendería alrededor, que consiste en una masa de aire muy caliente llena de gases tóxicos, cenizas ardientes y piedra pómez, que se desplazaría a 250 kms/h. La lava destruiría todo lo que encontrara a su paso.
Lo fascinante de los volcanes es contemplar cómo vomita esa masa incandescente expulsándola a gran altura, cómo se derrama por las laderas, una lengua luminosa.
La fascinación del horror que produce la violencia con que se desatan las fuerzas de la Naturaleza es similar a la que se despierta ante ciertos sucesos no naturales. Son incontables las veces que se han emitido las imágenes de las Torres Gemelas impactadas por los aviones y la forma como se derrumbaron. O cualquier noticia en televisión sobre la guerra en algún país remoto, donde no siempre se censuran las macabras escenas que en esos casos suelen tener lugar.
Y series como Expediente X y otras de igual o parecido corte, donde se recrea la autopsia de un cadáver y la causa de su muerte hasta sus últimas consecuencias. “Twin Peaks” fue el antecedente más conocido que yo recuerde. En su momento tuvo una audiencia enorme, por la forma tan poco usual de tratar un homicidio y las circunstancias que puedan rodearle.
La violencia puede ser fascinante, perturbadora. Solemos negarlo porque nos avergüenza reconocer que el Mal sea capaz de atraernos, de alguna manera que nos es inexplicable. Sabemos que su proximidad nos pone en peligro o puede herir nuestra sensibilidad, y sin embargo no huimos de él, ni apartamos la mirada, al contrario, no podemos dejar de contemplarlo. Será el lado oscuro que todos albergamos, misterioso, seductor.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Residencias


Es éste un tema largamente pospuesto, porque me obliga a remover sentimientos y recuerdos que, aunque nunca han estado totalmente enterrados, sí he intentado que permanecieran ocultos en algún lugar remoto de mi mente.
Al hablar de las residencias de ancianos no puedo por menos que mencionar a mi abuela Luisa, la madre de mi padre. Ayer la recordé viendo a Jessica Tandy en “Paseando a miss Daisy”. El parecido es extraordinario, los rasgos de su cara, la expresión que tenía, la manera de moverse.
Mi abuela pasó por tres residencias a lo largo de sus últimos 19 años. La primera vez que la fui a ver a poco de ingresar tuve una impresión horrible. Nunca antes había estado en ninguna. Situada en la sierra, en invierno se quedaba casi aislada por la nieve. Siempre que entrabas allí te daba una bofetada el olor a orines y desinfectantes muy fuertes, aunque todo parecía estar limpio. Ese olor se repitió con más o menos intensidad en las otras residencias que estuvo, y nunca se me ha borrado de la memoria. El calor era axfisiante. Mi abuela, en un ambiente extraño, pasaba los días sentada en un sillón de su habitación balanceándose hacia delante y hacia detrás. Parecía que hubiera perdido la razón, pero no era así. Después, ya más tranquila, se le quitó aquel tic. Adelgazó muchísimo, sobre todo porque tenía dificultad para tragar y no podía comer mucho. Con el tiempo sólo pudo ingerir purés, que como se digieren rápidamente casi no la alimentaban.
La acompañaba una señora nonagenaria que gozaba de buen humor y se desenvolvía mejor que ella pese a ser mayor. Se veía que hacía tiempo había aceptado su situación y estaba completamente adaptada.
Como llegar allí resultaba largo y penoso, mis tíos decidieron, al cabo de dos ó tres años, llevarla a otra residencia en una zona céntrica de Madrid, un antiguo hospital. Las habitaciones eran muy amplias, con techos muy altos, y no tenía que compartir su espacio con nadie. Los ventanales, enormes, con marcos de madera, dejaban entrar el aire invernal proveniente de la calle. Durante años se oyó a lo lejos el lamento largo y profundo, como un estertor, de un hombre que estaba en otra habitación y que vivía como un vegetal, aparentemente inconsciente. Recuerdo que un día de mucho viento, al pasar por allí ya para irme, se abrieron impetuosamente los ventanales de donde él estaba. Un viento helado se extendió enseguida alrededor. Corrí a cerrarlos. Por lo general el personal que trabajaba en aquel lugar era solícito y estaba atento a las necesidades de los ancianos, pero para estos imprevistos no había nadie.
La encargada de las enfermeras era una chica joven, Begoña, decidida y muy trabajadora, entregada en cuerpo y alma a su labor. Trataba a mi abuela de la forma más cariñosa que se pueda imaginar, y ella la quería mucho. Mi abuela necesitaba mucho afecto, supongo que como todas las personas mayores que se ven en sitios así. La tendré siempre en mi pensamiento y mi agradecimiento será eterno, como así se lo expresé al marcharse mi abuela de allí cuando cerraron la residencia.
Yo siempre llevaba a mis hijos, desde que nacieron. Una de las empleadas me decía que aquellos no eran sitios para que fueran niños pequeños, que los ancianos tienen las defensas muy bajas y allí se pueden contraer muchas enfermedades. A mí me daba igual, nunca pasó tal cosa, yo quería que mi abuela los conociera no sólo por foto, como hacían mis primos, que tuviera a su familia cerca, que siguiera disfrutando en la medida de lo posible de parte de lo que le había sido arrebatado.
Mi abuela sufría un deterioro muy lento y progresivo. Le salieron cataratas que nunca se atrevieron a operarle, su boca se ladeó un poco y solía escurrírsele la saliva por un lado. Cuando comía tosía terriblemente porque con todo se atragantaba, daba mucha angustia verla porque parecía que se iba a quedar sin respiración. Aunque le pusieran babero, era inevitable que se le manchara la ropa. Mi padre le machacaba las pastillas y se las mezclaba con los postres para que las pudiera tragar y no se negara a tomarlas. Al principio le pusieron sonda, pero le hacía daño y terminaron poniéndole pañales, que le provocaban terribles excoriaciones. Su piel, tan fina y tan blanca, siempre fue muy delicada.
Cuando llegábamos le hablábamos de nuestras cosas, y ella parecía escucharnos atenta. No podía hablar, sólo decía alguna palabra suelta. Luego mi padre la ayudaba a levantarse y, haciendo que se cogiera a él por un brazo, nos paseábamos arriba y abajo por los pasillos, para que hiciera algo de ejercicio. Nunca quiso salir a la calle ni ver televisión. Se desconectó del mundo completamente. Si algo la molestaba daba un tirón del brazo de mi padre. Cuando estaba mimosa, ponía su cabeza sobre el brazo de él, sentados uno al lado del otro, y se quedaba así un rato. Mi padre le acariciaba la cara. Él le ponía las medias y las zapatillas cuando se levantaba de la cama, le daba de comer y controlaba que no le faltaran pañuelos y cosas para su aseo. El resto de sus hermanos dudo mucho que estuvieran tan pendientes cuando la visitaban.
Luego supe que allí tenían la costumbre de irrumpir en las habitaciones de madrugada para comprobar que los ancianos estaban bien. Costumbres de presidio me parecen a mí. En realidad aquel lugar parecía un moridero más que otra cosa.
En la última residencia, y pese a estar en una zona muy exclusiva de Madrid, las condiciones eran peores. Compartía habitación con una señora que sí se valía por sí misma. El edificio estaba en obras, con lo que los ruidos y molestias eran constantes, y el personal era muy escaso, y por eso cuando no estaban los familiares les daban de comer de prisa y corriendo, como a los pavos. El trato que se le dispensó mientras estuvo allí no me gustó nunca. Para adornar el panorama, una anciana demenciada se metía de vez en cuando en las habitaciones, haciendo aspavientos y gritando incoherencias, para susto de mi abuela.
Mi abuela duró allí algo más de dos años, hasta que murió. Ya últimamente le entraba como una somnolencia y estaba más triste de lo habitual. Una tía, hermana de ella, que la cuidó siempre mucho, nos dijo que los cuartos de baño no tenían calefacción y que a mi abuela le había dejado de funcionar un pulmón hacia tiempo. Nadie nos dijo nunca nada.
Sólo me explico la larga resistencia de ella a todos aquellos lugares por sus inmensas ganas de vivir. Yo en su lugar no lo hubiera aguantado. Y mientras, en su interminable peregrinaje, fue perdiendo parte de sus objetos personales con cada nuevo sitio al que llegaba. Recuerdo una foto de mi abuelo que tenía puesta en su mesilla de noche en la primera residencia que estuvo, que luego ya no volví a ver.
Por su casa habían pasado tres mujeres internas para cuidarla: una señora madura, viuda, con la que nunca congenió; una chica joven con un trágico pasado, que no estaba muy bien de los nervios y con la que se llevó muy mal; y otra chica que vino por una agencia y que duró sólo un día porque le robó y se marchó sin decir nada. Todos solían decir que por su salud tan delicada tenía que ir a una residencia, que en su casa nunca tendría suficiente atención médica. No sé si ésto es así, pero yo sólo conservo en mi corazón el pesar que me causaba verla en aquellos sitios y tener que dejarla en ellos cada vez que nos despedíamos. Cómo me hubiera gustado que todo fuera diferente.
Por eso, si llego a anciana, no querré nunca verme en sitios semejantes, los aborrezco. Jamás.

martes, 6 de octubre de 2009

Me declaro vivo


Me han mandado un correo electrónico donde se mezclaban pensamientos muy sencillos y profundos con imágenes maravillosas del Amazonas y la cordillera de los Andes. Son de un indio quechua, Chamalú, poeta, hombre-medicina, viajero incansable, escritor prolífico, conferenciante, fundador de un movimiento ecologista. Se dedica a recuperar y difundir la sabiduría ancestral de los pueblos de Sudamérica, y ha convivido en el mundo entero con muchas culturas indígenas, de las que aprendió formas de curar, estilos de vida y una particular visión del cosmos. Reproduzco aquí algunas de sus frases, porque merece la pena leerlas y meditarlas:

Antes me portaba como los demás querían porque tenía miedo de que hablaran mal de mí, y mi conciencia me censuraba. A pesar de mi esforzada buena educación siempre había alguien difamándome. Luego decidí atreverme a ser yo mismo.

Mi espada es el amor, mi escudo el humor, mi hogar la coherencia, mi texto la libertad.

Si mi felicidad molesta a alguien, discúlpenme. No hice de la cordura ni de la inocencia mis opciones.

La mejor forma de despertar es hacerlo sin preocuparse porque nuestros actos incomoden a quienes duermen al lado.

La meta no existe, el camino y la meta son lo mismo. No tenemos que correr hacia ninguna parte, sólo saber dar cada paso plenamente.

Somos agua fluyendo. El camino nos lo tenemos que hacer nosotros. Pero el cauce no debe esclavizar al río, no sea que en vez de un camino se convierta en una cárcel.

La gente está tan reprimida que la espontánea ternura le incomoda y el amor le inspira desconfianza.

Es algo así como vivir a nuestro aire, sin depender de los juicios ajenos, porque de todas maneras nunca contentaremos a todo el mundo (ni tampoco hay por qué), y cuando vienen mal dadas nadie va a estar ahí para ayudarnos. Nuestra propia opinión es lo más importante, y la de las personas que queremos.

El amor, en todas sus formas, es desde luego una buena arma para luchar contra las dificultades de la vida, porque nos sumerge en un estado de bienestar. El sentido del humor es también una protección que hace que veamos de forma diferente lo que es triste, y una buena manera de mantener la cordura. La coherencia es el lugar en el que debemos habitar, ser consecuentes con lo que decimos y pensamos. La libertad la base de todo lo demás, el fin de todo.

La felicidad bien puede molestar a los demás, pero la envidia es algo tan corriente que no merece la pena prestarle atención. Es cierto que la cordura y la inocencia son los cimientos sobre los que asentar la dicha, el sentirse bien con uno mismo, el vivir con paz interior, y no son opciones que vengan dadas de antemano, sino que hay que luchar para conseguirlas y mantenerlas, o simplemente conservarlas desde que comenzamos nuestra andadura por el mundo para no perderlas con los avatares de la existencia.

Es bueno cuando se termina el día reflexionar acerca de lo que ha acontecido durante el día, haciéndonos el propósito de cambiar lo que nos parece que no está bien, para que al despertar al día siguiente sintamos que todo lo que conforma nuestro mundo está en orden, que no hay caos. Si es así, poco importa lo que piensen los que tengamos al lado, sólo lamentaremos que no vivan con la misma armonía que nosotros.

Parece que vivimos con un fin, que encaminamos nuestros pasos hacia algún lugar o estado personal que esperamos alcanzar antes de nuestra extinción, y en esa lucha o trabajo que nos hemos impuesto empeñamos nuestras fuerzas y nos olvidamos de disfrutar del día a día.

Si elegimos un camino por el que ir, que no sea una ruta única, el único modo de vivir, el único punto de vista posible. Con la rigidez de pensamiento levantamos muros a nuestro alrededor. Si algo deja de interesarnos, elijamos otras opciones, variemos el rumbo. La mente evoluciona a lo largo del tiempo, no se puede quedar estancada. Si nos hemos equivocado de sabios es rectificar. Modificar nuestros esquemas cuando vemos que es necesario no es faltar a nuestras convicciones personales ni dejar de ser consecuentes con nosotros mismos. La visión de túnel es la prisión del alma, la muerte.

Es cierto que cuando nos mostramos espontáneamente, transparentes, la mayoría desconfía porque no es algo habitual, se suele pensar que hay trampa, que alguna otra intención se esconde detrás. Cuando damos afecto, confianza y generosidad sin esperar nada a cambio la gente nos mira con extrañeza, hay un rechazo inicial, cuesta que caigan las barreras. Vivir de esta manera puede parecer que es como caminar en la cuerda floja, expuestos a las maldades ajenas, pero nada hay que temer porque los demás terminan haciendo lo mismo que nosotros. Y de todas formas hay cosas que no tienen remedio.

Una buena filosofía de vida la de Chamalú. Yo también me declaro viva, como él.

domingo, 4 de octubre de 2009

Mis blogs preferidos


Con el concurso de 20 minutos he podido conocer otros blogs, otras maneras de escribir y de entender la vida. Al contrario que el mío, que es un blog descargado con un formato muy sencillo que no da lugar para la creatividad en cuanto a su presentación, he visto que la gente se lo curra mucho, que cada uno de estos llamémosles diarios son un compendio de la personalidad de quien los ha imaginado, y que es como un espejo en el que se mira su autor, despertando la curiosidad de quienes los leemos. Así, entre los más originales que recuerdo, está el de una chica que lo tenía cubierto de brujas, gótico, con un fondo negro y mucha proliferación de dibujos tipo cómic y vamp. O el de ese hombre que se lo dedicó a la memoria de su padre fallecido, como un altar erigido en su honor con sus fotos, su historia y algunas cosas que dijo mientras vivió.
Los que he votado y pienso seguir en su andadura a partir de ahora siempre que pueda son, por categorías (parece la entrega de los Oscars):
Humor = Qué moderno todo y qué bien pensao. Nando, su creador, me ha reportado muy buenos ratos de hilaridad, tiene una forma muy cómica, muy particular e inteligente de ver las cosas. Además de votarme, por lo que le guardaré eterna gratitud, se ha convertido, espero que por mucho tiempo, en un seguidor de mi blog, y agradezco y me interesan enormemente los comentarios que me hace a cerca de lo que escribo.
Personal = Ahora que no me lees, te escribo. Lo hace un estudiante sevillano que, pese a su juventud, piensa y dice las cosas de una manera que le hace parecer mucho mayor. Inteligencia y sensibilidad a tope. Lástima que actualice poco.
Expatriado = Haciendo el indio. El fondo es como si fuera una madera sobre la que parece que van clavadas las fotos y el texto. Tiene imágenes muy bonitas de la India, y su forma de escribir es muy cercana y rica. También actualiza muy poco.
Diseño = +365 things I love in life!. Es como una agenda, escrita en inglés, y la apariencia en su conjunto resulta primorosa.
Erótico = El templo del deseo. Tiene una presentación muy sugerente y cuelga videos medianamente aceptables. La mayoría de los otros blogs son demasiado lights, se atreven a poco, salvo uno que tiene contenidos sadomasoquistas, y eso creo que está de más aquí.
Moda y tendencias = MIL CAPRICHOS. Es un blog sugestivo, fresco, moderno, que habla de fragancias, de cosmética. Muy femenino. Describe aromas y texturas como si las pudiéramos apreciar con los cinco sentidos. Lo último, lo más chic.
Deportes = Playa del Hombre. Me metí la primera vez que lo visité en un video maravilloso en el que viajabas dentro del rulo de una ola interminable que parecía no morir nunca en la orilla, a bordo de una tabla de surf. Refrescante. Verano. Aire libre. Fue uno de los que me votó, lo que le agradezco desde aquí.
Latinoamericano = ##Solo mis frases “celebres”##. Un blog escrito por una chica venezolana, muy joven, inteligente y con mucha sabiduría. Me sorprendió muy gratamente. La mayoría de los blogs de esta categoría son panfletos políticos. Es lógico denunciar injusticias sociales y opresión, en Latinoamérica por sus circunstancias es lo más corriente, pero a veces apetece dejar volar un poco la imaginación, pensar en otras cosas.
Naturaleza y animales = Ars natura. Tiene unas increíbles fotografías de primeros planos de insectos, que capta con su cámara da igual si están en el alféizar de su ventana o en pleno campo. Últimamente cuelga imágenes de espacios naturales fantásticos. Es como una ventana abierta a la Naturaleza. Me agradeció el voto que le dí y me correspondió votándome.
Multimedia = Banco de Imágenes Gratuitas. Espectaculares fotografías. Originalidad. Para todos los gustos. Sorprendentes. Un recurso inagotable con el que contar para adornar los blogs.
Música = Anecdotario del rock. Es el mejor de los de su categoría con diferencia. Recoge detalles curiosos de la gente que se dedica al rock and roll. Mucho morbo.
Ciencia y tecnología = Gravedad Cero. Acerca a la gente al mundo de la ciencia y el espacio, con un lenguaje sencillo, entretenido y muy interesante.
Microblogs = MIS MINICUENTOS. Sabiduría condensada en unas pocas frases. Escrito desde Colombia. Debería ser el indiscutible ganador de esta categoría, pero va por delante otro que tiene que ver con Twitter, que está tan de moda ahora, y que es una chorrada.
Actualidad = Como lo veo yo. Es un blog de opiniones que me pareció de gran interés, pero veo que, por la razón que sea, su autor lo ha hecho desaparecer del mapa. Lo lamento mucho, porque estaba muy bien.
Cine y televisión = De cine. Para una apasionada del celuloide como yo este blog recrea fotogramas y películas que están en el imaginario popular. Mi blog participa mucho de esta afición.
Cultura = Relatos de bolsillo. Muy literario. Tiene una gran imaginación.
Blogs de ciudad = De Madrid al cielo. Cómo no, siendo madrileña, me encanta este dedicado a escenas de la capital. Volvemos al costumbrismo, pero moderno.
Solidario = Todo un mundo por inventar. Una sucesión de conmovedores relatos a cerca de personas con alguna deficiencia. Profundos pensamientos, poesía.
Videojuegos = Yo no soy freak. Este blog nos acerca, para los que somos profanos en la materia, al mundo de los videojuegos de una forma que se nos hace asequible. Es una chica joven y muy despierta, que vive apasionada por este mundo.
Versión original = El Blog del Profe de Francés. Escrito como dice su título por un profesor, creo que es el único que es inteligible, porque está en castellano y sólo con algunas frases en francés. Con razón es el ganador en su categoría.
En la categoría de Humor también quiero mencionar otros dos blogs, que son motivo de risa asegurada: De verdad que no lo entiendo (está muy bien), y País de Gilipollas. Éste último asigna este calificativo a una determinada persona o sector en cada ocasión, y su mirada crítica y terriblemente ácida no suele dejar títere con cabeza. Muy contundente.
Agradezco profundamente sus comentarios a joselop44, deprisa, beeril, abril lech, y la sensibilidad e inteligencia de Perséfone y de Nando. Espero que me sigan leyendo en adelante, porque ahora que el concurso ha terminado parece que pocos son los que actualizan, y esto no se puede acabar aquí, no ha hecho más que empezar.
Que mi blog sea en mi categoría el número 59 de un total de 1218 presentados me honra enormemente, y gracias a este concurso me he dado a conocer, porque sin gente que te lea escribir no tendría color.
Gracias a todos.

sábado, 3 de octubre de 2009

Una de miedo




Cuando hablamos de cine de terror no estamos hablando sólo de una única forma de provocar miedo. Es curiosa la manera como este género ha ido evolucionando a lo largo de los años. Desde las películas de Hichtcock, de intriga y suspense, donde se adivinaba más que se veía (es peor dejarlo todo a la imaginación), pasando por el terror gore de los años 70, hasta llegar a ese estado de pánico absoluto que se practica ahora, en el que se juega al sobresalto, a la aparición repentina de seres que parecen venidos del infierno, la oscuridad, la sucesión vertiginosa de imágenes que permiten ver sólo segundos de horror, la violencia desenfranada sin motivo alguno y sin sentido, los rostros desencajados, asombrados ante el surgimiento de monstruos que son de este mundo y del otro.
El terror de Hichtcock era sobre todo psicológico y, como buen observador, conocía a la perfección las debilidades humanas. En sus películas pasó revista a todas las necesidades, ilusiones y temores que somos capaces de albergar. Dicen que se complacía torturando a sus actrices, siempre rubias y distantes, haciéndolas repetir hasta la extenuación las escenas más desagradables. Pero no sólo las ponía a prueba a ellas, también a nosotros. Sus desenlaces, casi siempre inesperados, nos dejaban estupefactos.
En los 70 recuerdo que mis padres tenían la costumbre de llevarnos al cine con ellos aunque la película no fuera autorizada, y así recuerdo unas vacaciones en la playa, cuando tenía yo 5 ó 6 años, en las que vimos dos engendros del momento que nos dejaron a mi hermana y a mí secuelas permanentes. Ella, de hecho, tuvo pesadillas por su causa durante mucho tiempo. Una trataba de unas serpientes muy largas y feroces que atacaban a la gente para comerse su esqueleto. Los cadáveres quedaban tirados como muñecos de goma. En la otra se veía a un jorobado que trabajaba en una morgue a la que llevaba gente que dejaba inconsciente para cortarles la cabeza, o lo que se le antojara, con un serrucho. La verdad es que debo decir que estaba muy bien hecho porque se apreciaba perfectamente en los primeros planos cómo seccionaba cuellos, brazos y de todo. En ambas películas me pasé casi todo el tiempo tapándome con las manos la cara, aunque lo peor para mí han sido siempre los gritos, por lo que tenía que hacer malabarismos para conseguir taparme los oídos y los ojos al mismo tiempo.
Unos pocos años después, estando también de vacaciones, le tocó el turno a "El exorcista". También me pasé el tiempo tapándome la cara, esta vez contra el brazo de mi madre, que tenía agarrado, y que le debí dejar machacado. Hace poco la he visto de nuevo y casi me producía risa. Para la época estuvo muy bien, nunca se habían visto unos efectos especiales como esos, pero se han hecho muchas cosas después que los han superado. He pasado años sin poder ver cine de terror, porque me seguía impresionando, y mucho de lo que se hace hoy en día no lo quiero ir a ver más por el estado de ánimo tan desagradable que te deja que por las escenas en sí. Lo difícil es poder contemplar ciertas cosas directamente, sin apartar la mirada.
A veces me he preguntado qué sienten los actores rodando ese tipo de películas. Sé que a la niña protagonista de "El exorcista" no le ha ido muy bien después. Por lo general son papeles que te dejan marcado para el resto de la vida y que te suelen impedir desarrollar otras facetas. Además siempre hay como un halo de maleficio en torno a estos rodajes, como que a todo el mundo que participa en ellos les pasan cosas malas. Tentar al demonio, sacar a relucir el lado oscuro, atraer el mal fario, o simplemente son leyendas que se hacen circular para darle más misterio al asunto. "Poltergeist" se llevó en este sentido la palma de la mano.
Actores por excelencia del cine de terror como Bega Lugosi y Boris Karloff abominaron de su trabajo, deseosos de demostrar que podían hacer otras cosas, sin que nunca se les diera oportunidad para ello. El 1º sobre todo, que lo llevó muy mal. Y sin embargo qué miedo daban, maquillajes aparte, qué bien lo supieron interpretar. Otros, como Christopher Lee, consiguieron reciclarse con el tiempo e hicieron papeles diferentes, aunque siempre conservaron ese aspecto siniestro que les caracterizaba.
Es curioso cómo el miedo se apodera de nuestro subconsciente después de ver una de estas películas. Quizá sea una de las sensaciones más fuertes que hay. Si antes de visionarlas estábamos tan tranquilos, luego si estamos en casa tenemos que ir encendiendo todas las luces al pasar de una habitación a otra, y con la certeza de que algo acecha detrás de nosotros, una presencia que no podemos ver y no nos deja de observar, amenazante, sin que nada podamos hacer para evitarlo, indefensos. Y es algo que dura bastante tiempo después. Desde que vi "Tiburón" ya no he vuelto a nadar con tranquilidad cuando me adentro sola en aguas profundas, aún sabiendo que esa no es zona de escualos.
Dicen que todo está en nuestra mente, que hay en ella miedos atávicos que seguramente están arraigados en lo más profundo de nuestro ser desde nuestro nacimiento, y lo único que hay que hacer es aprender a controlarlos, saber distinguir entre lo real y lo fantástico, por mucho que a veces parezca que se confundan, algo que no pueden hacer los psicópatas.
Hoy en día se ha perdido mucho de la magia y el misterio que tenían antaño este tipo de películas. Se va a lo inmediato, al exabrupto, ya no hay elegancia ni inteligencia en los argumentos y en la forma de llevarlos a la gran pantalla. Curiosamente el gore sigue contando con muchos adeptos, pero porque el mal gusto está cada vez más extendido.
No sabemos en adelante a qué oscuros recovecos nos llevará la perversidad a la que puede llegar la mente humana, especialmente de escritores de best sellers y guionistas, pero salvo que hagan alguna cosa un poquito diferente, no creo que haya nada que me pueda interesar. O quizá sí.

viernes, 2 de octubre de 2009

El sentido de la vida


Todos nos hemos preguntado alguna vez por el sentido de la vida. Cuando la Monty Python hizo aquella película que llevaba tal título, una disparatada versión del por qué de todo lo creado, casi llegamos a la conclusión de que somos unos pobres infelices que hemos aterrizado por casualidad en este mundo, sin comerlo ni beberlo, y que estamos avocados a abandonarlo queramos o no. Nadie nos ha pedido opinión al respecto, pero se supone que tenemos que estar muy agradecidos por la lotería que supuso que un determinado espermatozoide fecundara cierto óvulo y como resultado hayamos aparecido nosotros sobre la faz de la Tierra. Esta exclusividad nos convierte en unos privilegiados, porque si no hubiésemos sido los elegidos para la gloria, serían otros los que estarían en nuestro lugar. Hemos sido los afortunados ganadores de un sorteo en el que se supone que hemos participado voluntariamente, aunque no recordamos en qué momento dimos nuestro consentimiento.
La Monty Python lleva las cosas hasta la exageración, como es habitual en ellos, y así nos presenta el nacimiento como una ocasión hilarante en la que de entre las piernas de una pobre mujer sufriente, y ante decenas de testigos, con médicos armados de extraños y dudosos artilugios alrededor, surge una cosa sanguinolenta que se supone que es un bebé al que todos deben adorar. Tan azarosa iniciación a la vida depende mucho de dónde y cuándo se nazca, pero básicamente es para todo el mundo un proceso salvaje, difícil. Cabe suponer que el sentido de la vida para el recién nacido no será igual si el alumbramiento tiene lugar en medio de la hambruna de África, por ejemplo, que en una ciudad occidental avanzada.
Sobre la iniciación al sexo, cuando se presenta a un profesor que pone en práctica ante sus alumnos, sin rubor alguno y con la mayor naturalidad, ciertos pormenores que todos seguramente ya sabían, en una improvisada cama a la vista de todos y con una ayudante, es una situación tan chocante como divertida. Revestir semejante tema de un carácter académico y formal es el colmo de lo absurdo, pero es otra forma de verlo. Sin duda el sexo no es algo que en sí mismo pueda dar sentido a la vida, pero sí contribuye a aderezarla un poco.
La imagen en que aparece una señora que tiene la casa llena de hijos, y a la que se le escurre entre las piernas el último del que estaba embarazada, siempre me ha impresionado mucho, porque sé que eso puede ser perfectamente cierto. El sentido de la vida no sé si será tener una larga progenie. Para esta pobre mujer evidentemente no. La exageración sirve para poner en evidencia la ignorancia y la pobreza de las clases menos privilegiadas. Yo particularmente sí creo que los hijos den sentido a la vida, lo que más me parece a mí.
Tener un buen trabajo, que te guste y que sea algo más que un medio para vivir es otra forma de dar sentido a la existencia. Pero lo que normalmente suele suceder es lo contrario, y así nos presentan a un puñado de ancianos en unas oficinas antiguas, con manguitos, en condiciones de esclavitud, que deciden utilizar el material de que disponen para iniciar una rebelión, tomando el edificio en el que están y moviéndolo como si fuera un buque de guerra, para arremeter contra un rascacielos y sus ocupantes, yuppies de modernas oficinas que, pese a sus esfuerzos, nada pueden hacer contra la furia de los vejetes.
Entregar tu vida por la patria es objeto de burla asegurada. Se ve al jefe del batallón intentando mantener una conversación fluida con sus soldados en la trinchera, algo que resulta imposible porque todos van cayendo, uno por uno, como moscas. La guerra, algo en la que muchos han basado el sentido de su vida, perdiéndola muchas veces por su causa. Un gran absurdo.
Para algunos es entregarse a los placeres de la comida. Pero como con todo lo que se practica en exceso, termina dejando de ser algo agradable para convertirse en un lastre que te impide llevar una vida normal. Se ve al enorme y grotesco glotón que llega al restaurante dispuesto a otra de sus interminables comilonas mientras vomita sin cesar, provocando el asco de los demás comensales. Amargado, ha perdido el control de sus apetitos. Esto suele pasar en realidad cuando se pierde el control de cualquiera de los apetitos que tenemos.
Y finalmente la muerte, que se presenta con el topicazo del espectro oscuro con la guadaña, les agua la fiesta a un grupo de amigos que están cenando en una cabaña en medio de un páramo, y que pese a la evidencia de lo que se les viene encima, se permiten el lujo de discutirle a la siniestra visita el por qué de su presencia allí, con preguntas a veces ingenuas y a veces burlonas. Ni el hecho de dejar la vida les exime de seguir tomándose las cosas con ese humor distante y sarcástico tan típicamente inglés. Aquí se quiere dar una visión desenfadada del fin de los días, quitarle hierro al asunto, pues al fin y al cabo es algo inevitable que tarde o temprano nos termina llegando a todos.
“¿Cuál es el sentido de la vida para ti?”, le pregunté a mi hija el otro día. “LOS CHICOS”, me dijo exclamativa casi sin pensarlo. “Por favor, Ana, lo digo en serio. ¿Cuál es?”. “¡¡LOS CHICOS!!”, me repitió, entre irritada y socarrona. Quizá sea ésto lo mejor, no meterse en muchas profundidades.
En realidad no hay un único sentido de la vida, para cada uno de nosotros es algo distinto. Los que tenemos creencias religiosas lo vemos con tintes más trascendentales, pero para los que no las tengan todo es mucho más simple, más prosaico diría yo. El aquí, el ahora, y nada más. Si yo no las tuviera, la vida tendría bien poco sentido para mí. Hay veces que incluso es así, a pesar de todo.
Supongo que la mejor forma de que todo tenga un significado es hacer algo de provecho, no sólo para uno mismo sino también para los demás. Dedicarse a causas humanitarias, aunque parezca algo cursi o manido, es una buena manera. Yo querría algún día hacerlo, es algo que tengo en mente.
La insoportable levedad del ser, ser o no ser, estar o no estar, esa corta distancia que media entre la vida y la muerte. Para qué estamos aquí, por qué.
Mejor no preguntar tanto.
 
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