viernes, 9 de octubre de 2009

La fascinacón del horror
















Es curioso lo que pueden llegar a fascinarnos los desastres naturales y cierta clase de horrores humanos. No creo que sea simplemente una cuestión de morbo. La simple contemplación de cualquier fenómeno climatológico provoca ya de por sí una sensación especial. Ver una tormenta, miles latigazos de luz y de tambores retumbando a lo largo de kilómetros, primero como un cañonazo, después como un eco que poco a poco se va apagando, nubes oscuras que se vacían. Una tormenta de noche y sobre el mar es un espectáculo incomparable.
Y el oleaje cuando hay marejada, eso es algo que no me canso de contemplar. Ver llegar las olas desde lejos, veloces, inexorables, majestuosas, su cresta de espuma blanca y rizada enroscándose sobre sí misma, el bramido del agua al chocar contra las rocas. No quiero imaginar lo que debe ser una tsunami viajando a 1000 kms/h., aumentando de tamaño según se va acercando, mientras el agua de la orilla retrocede.
Leí una vez la experiencia de un reportero que sobrevivió a uno de estos fenómenos. Las tsunamis no se comportan siempre de la misma manera. En Sumatra no alcanzaron una gran altura, pero hay sitios a los que llegan con la envergadura de un rascacielos. Este periodista vió venir una de esas de lejos, y no se le ocurrió otra cosa que subirse a la parte más alta de un poste y atarse a él. No se sabe cómo aquel trozo de madera clavado en el suelo pudo resistir el paso demoledor de la montaña de agua que se le vino encima. Cuenta que se vió sumergido por completo, como si estuviera buceando a gran profundidad, conteniendo la respiración todo el tiempo que pudo. Al cabo de unos minutos que se le hicieron eternos, el agua se retiró sin desaparecer del todo, lo suficiente como para poder volver a respirar. Un milagro.
Lo de los huracanes es algo tremendo, aunque sea visto sólo por televisión. En un reportaje supe de personas que se dedican a perseguirlos, tal es el poder de atracción que este espectáculo ejerce sobre ellos. Contratan un equipo de expertos, que viajan en furgonetas llenas aparatos para estudiarlos, y allá que van donde se sepa que se van a formar. Normalmente son gente a la que le sobra tiempo y dinero, como esos señores mayores y acaudalados que hacen lo indecible por colarse en las expediciones lunares.
Siempre me ha despertado curiosidad saber qué es lo que hay dentro de una de estas espirales gigantescas y rotatorias de aire, porque es como un embudo a gran escala donde parece caber cualquier cosa que se pueda uno imaginar. Se dice que en el ojo del huracán es donde los vientos giran a más velocidad, hay nubes oscuras porque la humedad exterior es absorbida, y muchos rayos. Debe ser un auténtico infierno. Es impresionante ver cómo absolutamente todo, por pesado que sea, (animales, vehículos, casas…) es levantado del suelo y aspirado por esa fuerza desatada de la Naturaleza, capaz de llevar volando todo lo que se va encontrando a kilómetros de distancia.
Los terremotos tienen también su parcela dentro de los horrores más habituales, y se puede ver su lado divertido cuando por ejemplo en Japón los locutores de los noticieros de televisión siguen retransmitiendo la noticia a pesar de ser violentamente sacudidos por un seísmo, mientras mesas, sillas, techo y trozos del estudio comienzan a caer a su alrededor. Eso sí que es estoicismo, resignación o la fuerza de la costumbre.
Si el terremoto es en el mar, es increíble ver cómo se abre el fondo y se forma un agujero en el agua similar al sumidero de una bañera cuando la destaponas. Cómo se van levantando las olas, cada vez mayores, más rápidas y con un radio de acción más amplio, como las ondas que surgen tras lanzar una piedra en un estanque.
Lo último que he visto en televisión es la recreación de lo que sucedería si volcanes como el Vesubio volvieran a entrar en erupción. Empezaría décadas antes con pequeños movimientos de tierra apenas detectados por los sismógrafos. Cuando faltara poco, se producirían cambios imperceptibles en la apariencia de la superficie del volcán, como el abombamiento del terreno. Por fin tendría lugar un gran terremoto, que provocaría el derrumbe de los edificios y la destrucción de puentes y carreteras, lo que haría prácticamente imposible la huida. Habría una gran nube piroplástica que se extendería alrededor, que consiste en una masa de aire muy caliente llena de gases tóxicos, cenizas ardientes y piedra pómez, que se desplazaría a 250 kms/h. La lava destruiría todo lo que encontrara a su paso.
Lo fascinante de los volcanes es contemplar cómo vomita esa masa incandescente expulsándola a gran altura, cómo se derrama por las laderas, una lengua luminosa.
La fascinación del horror que produce la violencia con que se desatan las fuerzas de la Naturaleza es similar a la que se despierta ante ciertos sucesos no naturales. Son incontables las veces que se han emitido las imágenes de las Torres Gemelas impactadas por los aviones y la forma como se derrumbaron. O cualquier noticia en televisión sobre la guerra en algún país remoto, donde no siempre se censuran las macabras escenas que en esos casos suelen tener lugar.
Y series como Expediente X y otras de igual o parecido corte, donde se recrea la autopsia de un cadáver y la causa de su muerte hasta sus últimas consecuencias. “Twin Peaks” fue el antecedente más conocido que yo recuerde. En su momento tuvo una audiencia enorme, por la forma tan poco usual de tratar un homicidio y las circunstancias que puedan rodearle.
La violencia puede ser fascinante, perturbadora. Solemos negarlo porque nos avergüenza reconocer que el Mal sea capaz de atraernos, de alguna manera que nos es inexplicable. Sabemos que su proximidad nos pone en peligro o puede herir nuestra sensibilidad, y sin embargo no huimos de él, ni apartamos la mirada, al contrario, no podemos dejar de contemplarlo. Será el lado oscuro que todos albergamos, misterioso, seductor.

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