miércoles, 7 de octubre de 2009

Residencias


Es éste un tema largamente pospuesto, porque me obliga a remover sentimientos y recuerdos que, aunque nunca han estado totalmente enterrados, sí he intentado que permanecieran ocultos en algún lugar remoto de mi mente.
Al hablar de las residencias de ancianos no puedo por menos que mencionar a mi abuela Luisa, la madre de mi padre. Ayer la recordé viendo a Jessica Tandy en “Paseando a miss Daisy”. El parecido es extraordinario, los rasgos de su cara, la expresión que tenía, la manera de moverse.
Mi abuela pasó por tres residencias a lo largo de sus últimos 19 años. La primera vez que la fui a ver a poco de ingresar tuve una impresión horrible. Nunca antes había estado en ninguna. Situada en la sierra, en invierno se quedaba casi aislada por la nieve. Siempre que entrabas allí te daba una bofetada el olor a orines y desinfectantes muy fuertes, aunque todo parecía estar limpio. Ese olor se repitió con más o menos intensidad en las otras residencias que estuvo, y nunca se me ha borrado de la memoria. El calor era axfisiante. Mi abuela, en un ambiente extraño, pasaba los días sentada en un sillón de su habitación balanceándose hacia delante y hacia detrás. Parecía que hubiera perdido la razón, pero no era así. Después, ya más tranquila, se le quitó aquel tic. Adelgazó muchísimo, sobre todo porque tenía dificultad para tragar y no podía comer mucho. Con el tiempo sólo pudo ingerir purés, que como se digieren rápidamente casi no la alimentaban.
La acompañaba una señora nonagenaria que gozaba de buen humor y se desenvolvía mejor que ella pese a ser mayor. Se veía que hacía tiempo había aceptado su situación y estaba completamente adaptada.
Como llegar allí resultaba largo y penoso, mis tíos decidieron, al cabo de dos ó tres años, llevarla a otra residencia en una zona céntrica de Madrid, un antiguo hospital. Las habitaciones eran muy amplias, con techos muy altos, y no tenía que compartir su espacio con nadie. Los ventanales, enormes, con marcos de madera, dejaban entrar el aire invernal proveniente de la calle. Durante años se oyó a lo lejos el lamento largo y profundo, como un estertor, de un hombre que estaba en otra habitación y que vivía como un vegetal, aparentemente inconsciente. Recuerdo que un día de mucho viento, al pasar por allí ya para irme, se abrieron impetuosamente los ventanales de donde él estaba. Un viento helado se extendió enseguida alrededor. Corrí a cerrarlos. Por lo general el personal que trabajaba en aquel lugar era solícito y estaba atento a las necesidades de los ancianos, pero para estos imprevistos no había nadie.
La encargada de las enfermeras era una chica joven, Begoña, decidida y muy trabajadora, entregada en cuerpo y alma a su labor. Trataba a mi abuela de la forma más cariñosa que se pueda imaginar, y ella la quería mucho. Mi abuela necesitaba mucho afecto, supongo que como todas las personas mayores que se ven en sitios así. La tendré siempre en mi pensamiento y mi agradecimiento será eterno, como así se lo expresé al marcharse mi abuela de allí cuando cerraron la residencia.
Yo siempre llevaba a mis hijos, desde que nacieron. Una de las empleadas me decía que aquellos no eran sitios para que fueran niños pequeños, que los ancianos tienen las defensas muy bajas y allí se pueden contraer muchas enfermedades. A mí me daba igual, nunca pasó tal cosa, yo quería que mi abuela los conociera no sólo por foto, como hacían mis primos, que tuviera a su familia cerca, que siguiera disfrutando en la medida de lo posible de parte de lo que le había sido arrebatado.
Mi abuela sufría un deterioro muy lento y progresivo. Le salieron cataratas que nunca se atrevieron a operarle, su boca se ladeó un poco y solía escurrírsele la saliva por un lado. Cuando comía tosía terriblemente porque con todo se atragantaba, daba mucha angustia verla porque parecía que se iba a quedar sin respiración. Aunque le pusieran babero, era inevitable que se le manchara la ropa. Mi padre le machacaba las pastillas y se las mezclaba con los postres para que las pudiera tragar y no se negara a tomarlas. Al principio le pusieron sonda, pero le hacía daño y terminaron poniéndole pañales, que le provocaban terribles excoriaciones. Su piel, tan fina y tan blanca, siempre fue muy delicada.
Cuando llegábamos le hablábamos de nuestras cosas, y ella parecía escucharnos atenta. No podía hablar, sólo decía alguna palabra suelta. Luego mi padre la ayudaba a levantarse y, haciendo que se cogiera a él por un brazo, nos paseábamos arriba y abajo por los pasillos, para que hiciera algo de ejercicio. Nunca quiso salir a la calle ni ver televisión. Se desconectó del mundo completamente. Si algo la molestaba daba un tirón del brazo de mi padre. Cuando estaba mimosa, ponía su cabeza sobre el brazo de él, sentados uno al lado del otro, y se quedaba así un rato. Mi padre le acariciaba la cara. Él le ponía las medias y las zapatillas cuando se levantaba de la cama, le daba de comer y controlaba que no le faltaran pañuelos y cosas para su aseo. El resto de sus hermanos dudo mucho que estuvieran tan pendientes cuando la visitaban.
Luego supe que allí tenían la costumbre de irrumpir en las habitaciones de madrugada para comprobar que los ancianos estaban bien. Costumbres de presidio me parecen a mí. En realidad aquel lugar parecía un moridero más que otra cosa.
En la última residencia, y pese a estar en una zona muy exclusiva de Madrid, las condiciones eran peores. Compartía habitación con una señora que sí se valía por sí misma. El edificio estaba en obras, con lo que los ruidos y molestias eran constantes, y el personal era muy escaso, y por eso cuando no estaban los familiares les daban de comer de prisa y corriendo, como a los pavos. El trato que se le dispensó mientras estuvo allí no me gustó nunca. Para adornar el panorama, una anciana demenciada se metía de vez en cuando en las habitaciones, haciendo aspavientos y gritando incoherencias, para susto de mi abuela.
Mi abuela duró allí algo más de dos años, hasta que murió. Ya últimamente le entraba como una somnolencia y estaba más triste de lo habitual. Una tía, hermana de ella, que la cuidó siempre mucho, nos dijo que los cuartos de baño no tenían calefacción y que a mi abuela le había dejado de funcionar un pulmón hacia tiempo. Nadie nos dijo nunca nada.
Sólo me explico la larga resistencia de ella a todos aquellos lugares por sus inmensas ganas de vivir. Yo en su lugar no lo hubiera aguantado. Y mientras, en su interminable peregrinaje, fue perdiendo parte de sus objetos personales con cada nuevo sitio al que llegaba. Recuerdo una foto de mi abuelo que tenía puesta en su mesilla de noche en la primera residencia que estuvo, que luego ya no volví a ver.
Por su casa habían pasado tres mujeres internas para cuidarla: una señora madura, viuda, con la que nunca congenió; una chica joven con un trágico pasado, que no estaba muy bien de los nervios y con la que se llevó muy mal; y otra chica que vino por una agencia y que duró sólo un día porque le robó y se marchó sin decir nada. Todos solían decir que por su salud tan delicada tenía que ir a una residencia, que en su casa nunca tendría suficiente atención médica. No sé si ésto es así, pero yo sólo conservo en mi corazón el pesar que me causaba verla en aquellos sitios y tener que dejarla en ellos cada vez que nos despedíamos. Cómo me hubiera gustado que todo fuera diferente.
Por eso, si llego a anciana, no querré nunca verme en sitios semejantes, los aborrezco. Jamás.

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