miércoles, 28 de octubre de 2009

Madurez


Dice el diccionario que la madurez es el buen juicio o prudencia, la sensatez. No sé hasta qué punto eso es cierto. En cuántas ocasiones nos equivocamos y no por ello dejamos de ser maduros, aunque nuestro juicio parezca un poco extraviado a veces. El acierto en la decisiones tiene que ver más con la experiencia que con la madurez, y una y otra no siempre van aparejadas. Ahí está el caso de los niños que nos asombran con sus opiniones desde edad muy temprana, y afirmamos que parecen mayores, cuando en realidad no tienen casi experiencia de la vida.
La prudencia sí podría ser signo de madurez, el ser precavido con lo que se hace o se dice, tener contención, moderación, cautela. Puede ser también la cualidad de las personas que tienen templanza, que no se dejan llevar por sus impulsos, aunque un exceso de ella puede parecer una muestra de cobardía, de falta de valor, una incapacidad para llevar a la acción todo lo que uno se propone, por temor a las consecuencias o a lo desconocido.
A mí me parece que la madurez es una cualidad del carácter, una predisposición con la que se nace, aunque también pueda adquirirse a lo largo de los años. Por eso dos hermanos que han sido educados de la misma forma, con un enfoque idéntico de la vida, pueden resultar uno maduro y el otro no. El que no tiene esta predisposición difícilmente conseguirá nunca la madurez, por mucho que lo intente.
El diccionario también dice que es la edad de la persona que ha alcanzado su plenitud vital y aún no ha llegado a la vejez. No creo que ésto sea así tampoco. Cuántos hay que han llegado a esa plenitud y son inmaduros. La plenitud vital parece entendida aquí como una etapa intermedia de la vida, cuando se llega al meridiano de Greenwich, como digo yo, a mitad del camino, pero pienso que esa plenitud no tiene en realidad una fecha tan concreta.
Alcanzar la madurez es una bendición, me parece a mí, porque te permite tomártelo todo de forma relativa, se le da a cada cosa la importancia que tiene realmente, ni más ni menos. Los problemas, las preocupaciones, pasan a una dimensión más pequeña que en la que solían estar, van a un lugar de la mente donde se les puede manejar más fácilmente. Es como si la existencia fuera un puzzle y cada pieza encajara donde tiene que estar, o donde nos parece a nosotros que debe estar, como un juego en el que hay pocos misterios y del que tenemos el control, al menos aparentemente. Y si no encajara tampoco importa mucho, porque tarde o temprano estará en el lugar que le corresponda.
La madurez evita la confusión mental propia de la juventud y permite organizar estrategias vitales, como si se tratara del militar que diseñara una maniobra en un mapa y tiene una idea exacta y precisa de los combates que quiere realizar, y también de lo que no quiere hacer.
Alcanzar la madurez es eso, tener a nuestra disposición armas que antes no teníamos y que nos servirán para luchar en las batallas de la vida cotidiana.
Luego estamos los que somos infantiles pero nos tenemos por maduras. Mucha gente piensa que ambas cosas son incompatibles, pero no es así. Yo suelo ser una niña, no sé si porque peco de ingenua o porque tengo una capacidad para ilusionarme que la mayoría sólo tienen en la infancia. Me sigo divirtiendo como una enana con las películas de Walt Disney y me sigue fascinando la Navidad. Sin embargo, por lo general, creo que alcancé la madurez mucho antes de pasar el meridiano de Greenwich al que antes aludía, pues ya de niña di muestras de que en ello estaba, y que ciertas cosas que me han pasado en la vida han contribuido muy drásticamente a que esto sea así. Por desgracia las malas experiencias precipitan estados a los que se tendría que llegar de forma paulatina, y lleva aparejados otros añadidos, como el pesimismo, que se instalan a veces de tal manera en la perspectiva vital que no puedes pensar y ver las cosas más que a través de ese prisma, aunque son perfectamente superables.
Recuerdo que en la infancia solían dejarme al cargo de mis primos porque siempre parecí muy sensata y responsable, cuando en realidad era la primera que saltaba por encima de las camas y hacía las mismas travesuras que ellos.
La madurez llevan consigo el sosiego y una cierta pérdida de energía: ya no tenemos prisa por hacer cosas, y las zozobras de antaño se mitigan o desaparecen. Es por esto que no echo de menos tiempos pretéritos, sólo a los seres queridos que antes sí estaban. Ahora soy más libre para hacer lo que me plazca, no tengo que dar explicaciones, y me encuentro por primera vez cara a cara con mi yo más profundo, al que contemplo, cuestiono y procuro enriquecer. Siempre hay cosas que nos faltan y otras que nos sobran, pero todo queda dentro de una media aceptable.
Sería bueno llegar a ese punto en el que consiguiéramos ser maduros sin dejar de ser púberes. “Tenéis que ser como niños para alcanzar el Reino de los Cielos”, nos dijeron una vez.
Hace poco me mandaron un correo electrónico en el que se leía que cuando las mujeres somos indecisas nos llaman enigmáticas, y cuando lo son los hombres se les llama inmaduros. Pues tampoco es eso.

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