Se dice que todos tenemos una vocación, una predisposición con la que nacemos o que adquirimos después y que es como un llamado interior que nos empuja a dedicarnos a una determinada actividad, algo que llenará nuestra vida y nos hará sentirnos realizados.
A veces no es sólo una inclinación natural que desarrollamos sin más, sino que participan de ella o es alentada por personas próximas. En mi caso, mi inclinación literaria estuvo muy influida por una tía abuela, Carmen, que escribía y publicaba poesía y que ganó algún que otro certamen. Ya he hablado de ella en este blog en más de una ocasión.
La recuerdo, muy mayor, viviendo sola en un pequeño piso en un edificio antiguo de los de ascensor de cristal y enrejado metálico negro alrededor según se ascendía por las escaleras. Hija de militar destinado en las antiguas colonias españolas, vino al mundo en Filipinas a finales del siglo XIX. Cuando yo nací ya era septuagenaria.
Había una foto en casa de mi abuela Luisa en la que se la veía a los siete u ocho años, muy guapa, con el resto de sus hermanos, en el enorme patio de la casa que ocupaban, mi bisabuelo de pie con su uniforme muy elegante y un caballo detrás sujetado por uno de sus asistentes, mi bisabuela sentada en una silla con sus hijos alrededor posando. Todos vestían con trajes lujosos de época, gozaban de una buena posición, tenían sirvientes y todo lo necesario para llevar una vida acomodada.
Su padre murió siendo aún una niña. Pronto dio muestras de tener mucho carácter, ideas propias y de ser muy independiente. En una época en que no era corriente que una mujer saliera de su casa si no era para casarse, ella decidió irse a vivir por su cuenta.
Fue enfermera durante la guerra civil y también maestra. Trabajó como funcionaria en el Ministerio de Justicia hasta que se jubiló. Solía alquilar una habitación que tenía libre a estudiantes para ganarse algún dinero.
Yo siempre la conocí como una mujer muy vital, a pesar de su edad, y un tanto angustiada. La soledad que ella misma buscó o quizá a la que se vio avocada por las circunstancias, le pesaba al final de su vida como una losa.
Mi tía era una mujer muy educada y elegante, seria en sus cosas pero con un fino e irónico sentido del humor. Se aunaban en ella la fuerza y la delicadeza a partes iguales. En su casa solía salpicar la conversación recitándonos algunas de las poesías que había escrito en sus libros, pequeños poemarios sentimentales y melancólicos, en los que hablaba de todo lo que le gustaba, lo que la entristecía, de sus anhelos nunca realizados. Su memoria era excelente, su cabeza nunca djó de funcionar perfectamente, los años parecían no hacerle mella. Tenía una forma muy amena de contar las cosas, era una mujer muy inteligente y culta, extremadamente sensible. Su carácter era también muy fuerte, por eso quizá nunca pudo vivir con nadie ni que ninguna relación amorosa terminara de cuajar, pese a lo romántica que era.
Unas veces se la veía contenta de vernos y otras se lamentaba y hasta llegaba a llorar porque decía que nunca íbamos a verla, aunque la hubiéramos estado visitando la semana anterior. Tenía los altibajos propios de las personas mayores, pero procurábamos calmarla y no darle mayor importancia. A mí la verdad es que sí que me daba mucha lástima.
En alguna ocasión nos invitaba a cenar, pero como estaba muy mal de la vista, si hacía una tortilla dejaba caer sin darse cuenta trocitos de cáscara de huevo que crujían al masticar. A la paella le gustaba echarle aceitunas con hueso.
En los últimos años de su vida se alimentaba casi exclusivamente de miel. Dicen que tiene propiedades increíbles y que el que la toma asiduamente consigue ser longevo. En su caso fue muy cierto.
Mientras estábamos allí a mí me gustaba sentarme delante de una máquina de escribir muy antigua que tenía, de esas que son muy altas, de hierro negro con teclas duras, y me daba papel para que escribiera. Luego leía las cosas que se me ocurrían y siempre le gustaron. Con nueve años me dijo que si iba a hacer una carrera universitaria cuando fuera mayor, la que más se asemejaba al oficio de escritor era la de Periodismo, y yo lo anduve meditando y vi que tenía razón. Me alentó muchísimo, y yo creía que debía estar en lo cierto porque no era persona que dijera las cosas al tuntún o por agradar, respetaba muchísimo sus opiniones, me parecían muy acertadas, y su reconocimiento me llenaba de orgullo, era una inyección de autoestima para mí.
En su casa tenía colgadas fotos en las que aparecíamos mi hermana y yo, muy guapas, con vestidos de verano. Nos dedicó una poesía en uno de sus libros, en la que nos retrataba a la perfección comparándonos con elementos de la Naturaleza, a cada una según nuestra forma de ser.
También pintaba óleos, copiando de fotos, y hasta mejoraba los originales, dándoles un colorido y una expresión que antes no tenían. Recuerdo un cuadro que se veía nada más entrar en su casa que impresionaba por su belleza, una mujer andaluza con el pelo azabache, un vestido blanco muy escotado y un manto rojo cubriéndola parte de los hombros, sujetando a un costado una guitarra. Era perfecto, parecía que se salía de la escena. Ella podía haber sido una copista excepcional en El Prado. En la parte interior de la puerta de su casa había pintado los famosos fusilamientos del 2 de mayo de Goya.
A veces no es sólo una inclinación natural que desarrollamos sin más, sino que participan de ella o es alentada por personas próximas. En mi caso, mi inclinación literaria estuvo muy influida por una tía abuela, Carmen, que escribía y publicaba poesía y que ganó algún que otro certamen. Ya he hablado de ella en este blog en más de una ocasión.
La recuerdo, muy mayor, viviendo sola en un pequeño piso en un edificio antiguo de los de ascensor de cristal y enrejado metálico negro alrededor según se ascendía por las escaleras. Hija de militar destinado en las antiguas colonias españolas, vino al mundo en Filipinas a finales del siglo XIX. Cuando yo nací ya era septuagenaria.
Había una foto en casa de mi abuela Luisa en la que se la veía a los siete u ocho años, muy guapa, con el resto de sus hermanos, en el enorme patio de la casa que ocupaban, mi bisabuelo de pie con su uniforme muy elegante y un caballo detrás sujetado por uno de sus asistentes, mi bisabuela sentada en una silla con sus hijos alrededor posando. Todos vestían con trajes lujosos de época, gozaban de una buena posición, tenían sirvientes y todo lo necesario para llevar una vida acomodada.
Su padre murió siendo aún una niña. Pronto dio muestras de tener mucho carácter, ideas propias y de ser muy independiente. En una época en que no era corriente que una mujer saliera de su casa si no era para casarse, ella decidió irse a vivir por su cuenta.
Fue enfermera durante la guerra civil y también maestra. Trabajó como funcionaria en el Ministerio de Justicia hasta que se jubiló. Solía alquilar una habitación que tenía libre a estudiantes para ganarse algún dinero.
Yo siempre la conocí como una mujer muy vital, a pesar de su edad, y un tanto angustiada. La soledad que ella misma buscó o quizá a la que se vio avocada por las circunstancias, le pesaba al final de su vida como una losa.
Mi tía era una mujer muy educada y elegante, seria en sus cosas pero con un fino e irónico sentido del humor. Se aunaban en ella la fuerza y la delicadeza a partes iguales. En su casa solía salpicar la conversación recitándonos algunas de las poesías que había escrito en sus libros, pequeños poemarios sentimentales y melancólicos, en los que hablaba de todo lo que le gustaba, lo que la entristecía, de sus anhelos nunca realizados. Su memoria era excelente, su cabeza nunca djó de funcionar perfectamente, los años parecían no hacerle mella. Tenía una forma muy amena de contar las cosas, era una mujer muy inteligente y culta, extremadamente sensible. Su carácter era también muy fuerte, por eso quizá nunca pudo vivir con nadie ni que ninguna relación amorosa terminara de cuajar, pese a lo romántica que era.
Unas veces se la veía contenta de vernos y otras se lamentaba y hasta llegaba a llorar porque decía que nunca íbamos a verla, aunque la hubiéramos estado visitando la semana anterior. Tenía los altibajos propios de las personas mayores, pero procurábamos calmarla y no darle mayor importancia. A mí la verdad es que sí que me daba mucha lástima.
En alguna ocasión nos invitaba a cenar, pero como estaba muy mal de la vista, si hacía una tortilla dejaba caer sin darse cuenta trocitos de cáscara de huevo que crujían al masticar. A la paella le gustaba echarle aceitunas con hueso.
En los últimos años de su vida se alimentaba casi exclusivamente de miel. Dicen que tiene propiedades increíbles y que el que la toma asiduamente consigue ser longevo. En su caso fue muy cierto.
Mientras estábamos allí a mí me gustaba sentarme delante de una máquina de escribir muy antigua que tenía, de esas que son muy altas, de hierro negro con teclas duras, y me daba papel para que escribiera. Luego leía las cosas que se me ocurrían y siempre le gustaron. Con nueve años me dijo que si iba a hacer una carrera universitaria cuando fuera mayor, la que más se asemejaba al oficio de escritor era la de Periodismo, y yo lo anduve meditando y vi que tenía razón. Me alentó muchísimo, y yo creía que debía estar en lo cierto porque no era persona que dijera las cosas al tuntún o por agradar, respetaba muchísimo sus opiniones, me parecían muy acertadas, y su reconocimiento me llenaba de orgullo, era una inyección de autoestima para mí.
En su casa tenía colgadas fotos en las que aparecíamos mi hermana y yo, muy guapas, con vestidos de verano. Nos dedicó una poesía en uno de sus libros, en la que nos retrataba a la perfección comparándonos con elementos de la Naturaleza, a cada una según nuestra forma de ser.
También pintaba óleos, copiando de fotos, y hasta mejoraba los originales, dándoles un colorido y una expresión que antes no tenían. Recuerdo un cuadro que se veía nada más entrar en su casa que impresionaba por su belleza, una mujer andaluza con el pelo azabache, un vestido blanco muy escotado y un manto rojo cubriéndola parte de los hombros, sujetando a un costado una guitarra. Era perfecto, parecía que se salía de la escena. Ella podía haber sido una copista excepcional en El Prado. En la parte interior de la puerta de su casa había pintado los famosos fusilamientos del 2 de mayo de Goya.
Cuando murió fuimos mi padre y yo a su casa porque él necesitaba algo que había allí, y me dio lástima ver sus objetos personales ya sin dueña, unas hojas de papel cebolla con borradores mecanografiados de sus poesías y relatos cortos, una lupa, unas tijeras…
Siempre nos quiso mucho, el resto de la familia nunca se acordaba mucho de ella, pero nosotros si la frecuentamos porque era muy cariñosa, a pesar de sus momentos de ira o pena. Yo la recordaré el resto de mi vida por su forma de entender las cosas, su manera de hablar, de escribir, su afecto y su estímulo, haciéndome casi igual a ella en lo que a las letras se refiere, cosas que fueron la base sobre la que se asentó todo lo que fui capaz de hacer después.
Siempre nos quiso mucho, el resto de la familia nunca se acordaba mucho de ella, pero nosotros si la frecuentamos porque era muy cariñosa, a pesar de sus momentos de ira o pena. Yo la recordaré el resto de mi vida por su forma de entender las cosas, su manera de hablar, de escribir, su afecto y su estímulo, haciéndome casi igual a ella en lo que a las letras se refiere, cosas que fueron la base sobre la que se asentó todo lo que fui capaz de hacer después.
Para ella la escritura fue una de sus muchas facetas, para mí en cambio sí constituye una auténtica vocación que, sin embargo, no me ha servido para ganarme la vida. Pero quién ha dicho que la vocación y la nómina vayan unidos...
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