martes, 30 de diciembre de 2008

Titanic: navegando a través del tiempo







Cuántas cosas ignoramos aún sobre la trágica historia que envolvió al Titanic, a pesar de lo mucho que se ha escrito y se ha especulado sobre el tema durante décadas. La exposición que hay ahora en Madrid nos descubre detalles de aquel viaje y de aquella época que fascinan y cautivan.
Desde niña me atrajo de manera especial la peripecia de este barco, que se hundió en las heladas aguas del Atlántico Norte un mes antes de que naciera mi abuela Pilar.
Luego, la película de James Cameron recreó de forma increíble y sorprendente la corta vida de un transatlántico que no ha tenido imitación después: la vida dentro del barco, la fastuosidad de su decoración interior, las diferencias que había según en qué clase se viajara, la manera en que se produjo el accidente y cómo de hundió.
A través de los objetos presentados en esta exposición, podemos hacernos una idea real de las modas y costumbres de la 1ª década del siglo XX, ya que el fatal desenlace ha congelado aquel momento en el tiempo: los reposabrazos de hierro con arabescos que formaban parte de los bancos que había en cubierta, tiradores de las puertas, restos de arañas de cristal procedentes de algún dormitorio de 1ª clase, algunas cacerolas que habría en las cocinas, platos hechos con materiales refractarios para servir directamente del fogón o el horno a la mesa y que así los alimentos no perdieran el calor, juegos de café que en 1ª clase eran como algún modelo que he visto en alguna tienda, azul marino con adornos dorados, juegos de tocador de señora primorosos, cajas de porcelana preciosas que proporcionaba la compañía a la que pertenecía el Titanic y que contenía pasta de dientes…. A mi hijo le gustaron mucho todos estos objetos antiguos, y especialmente un jarrón de cristal azul con incrustaciones de filigranas.
El dormitorio de 1ª clase me decepcionó un poco porque creo que no ha logrado reflejar la elegancia y la exquisitez del modelo original. A este nivel se contrataban hasta cuatro salas, que incluía además del dormitorio, cuarto de baño, salón y una pista de unos 15 metros para reuniones o bailes. Había bañera con agua fría y caliente, que era salada porque se recogía del mar a través de un elaborado sistema de cañerías. Luego, un depósito de agua dulce junto a la bañera servía para aclararse. Para desaguar la bañera se accionaba un mando que evitaba tener que meter las manos en el agua sucia. Se creía que la acción combinada del agua de mar y los jabones tenía efectos terapéuticos.
El dormitorio de 3ª clase era bastante diferente, con cuatro camas adosadas a ambos lados mediante literas, y una especie de tablero que se bajaba y subía colgado de la pared central a modo de mesa. Se recreaba el ruido que debían hacer los motores del barco, ya que estos dormitorios estaban en esa zona. Era insoportable.
Los comedores de 1ª clase tenían las paredes cubiertas con maderas exquisitas. En la exposición se podía ver también trozos de suelo de cocina y de baño, muy bonitos.
Los comedores de 2ª clase eran más pequeños y las comidas tenían que servirse en dos turnos. Como también estaban muy elegantemente dispuestos, los primeros comensales a los que se abrieron sus puertas creyeron que había habido algún error y que los habían conducido a 1ª clase.
Se podían ver, expuestos en vitrinas, billetes que se han conservado porque estaban metidos en bolsas que los han aislado del agua. También hay monedas, bolsos de mano para lo imprescindible durante la travesía, ya que el resto del equipaje viajaba en las bodegas; pequeños tickets que las señoras recibían de los sobrecargos cuando les confiaban sus joyas para que las guardaran a buen recaudo, y naipes de cartas que fueron usados por algunos tahúres profesionales hasta que el capitán prohibió el juego para evitar que los pasajeros fueran desplumados por estos personajes.
El Titanic tenía luz eléctrica, algo poco usual en aquel tiempo, y decían que con la corriente que se generaba se podían iluminar cinco ciudades de las de entonces.
Se exponía además unos rodapiés como de medio metro forjados en hierro con arabescos, a través de los cuales se filtraba el aire caliente procedente de un sistema de calefacción que existía bajo el suelo y que conseguía mantener una temperatura cálida y distribuida homogéneamente.
Había dentro del barco un circuito a parte para los miembros de la tripulación, de forma que nunca se mezclaban con el resto del pasaje.
Otros objetos curiosos que se han conseguido rescatar son una chistera, unas botas, una pajarita, una botella que aún contiene licor, unas gafas y frasquitos que todavía están llenos de perfume.
Algunas fotos ampliadas muestran en la exposición los retratos del arquitecto del barco, que tenía otros dos similares en proyecto, y del capitán, oficial que ya se iba a retirar cuando le pidieron que se encargara del Titanic para poner así un broche de oro a su larga y exitosa carrera profesional. Muchas personas que viajaban con la White Star Line, la compañía del Titanic, compraban los pasajes de los barcos en los que sabía que iba a estar él al mando. Era un hombre carismático y algo excéntrico, magnífico relaciones públicas entre el pasaje.
También había fotos del interior de las naves donde se diseñó, del astillero en el que fue construido, y del aspecto que tenía cuando aún estaba atracado en el puerto, imponente. Los comentaristas de la época decían que todo en él era de proporciones gigantescas, desde el timón que era enorme hasta las cacerolas en las que se llegaban a preparar hasta 6.200 comidas diarias.
En las fotos se puede apreciar el tamaño colosal del cuarto de calderas, con cientos de operarios trabajando sin descanso. Cuando se produjo el choque, fue aquí donde se abrió la primera brecha, después de un estruendo terrible que, sin embargo, no se escuchó en otras partes del barco.
En la exposición se veía además el sumergible, hecho de titanio y con brazos mecánicos, que sirvió para recoger todas las muestras y que tuvo que hacer inmersiones a una profundidad de 4 kms. durante dos horas y media el descenso y otras tantas el ascenso. Es imposible intentar izar el barco hasta la superficie porque se desintegraría. Aunque los restos fueron descubiertos hace 23 años, el barco llevaba ya hundido 73 años.
También hay un gran trozo del casco, metido en una urna de cristal con un agujero en la parte superior para que todo el que quiera pueda tocarlo.
La exposición termina con un video en el que se hace una reconstrucción por ordenador del hundimiento, la exhibición de restos del puente de mando, y de un gran trozo de hielo que emula un iceberg.
El Titanic fue sin duda un barco magnífico, lujoso y de gran belleza, que funcionaba perfectamente y que hubiera tenido una larga vida si hubiera viajado por otras rutas menos peligrosas. En aquella época no se disponía de los sofisticados medios de hoy en día para detectar masas de hielo móviles y de muy diverso tamaño.
Según reza en alguna parte de la exposición, el dinero que se recauda con ella sirve para conservar los objetos de las 1.523 personas que perdieron la vida en aquella catástrofe, y así preservar su memoria a través del tiempo.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Burocracia




Hace poco asistí a un curso en el que se hablaba de políticas de mejora de la Administración Pública, y entre ellas se señalaba, además del uso de las nuevas tecnologías que se van implantando, la progresiva supresión de trámites burocráticos, hacer como una simplificación de las jerarquías administrativas y de los muchos pasos que hay que dar hasta que los papeles llegan a su destino.
Los profesores consideraban vergonzoso el hecho de que una persona fuera enviada de una ventanilla a otra cada vez que necesitaba resolver un asunto con la Administración. Lo cierto es que lo que ahora se lleva mucho es que te den un numerito, como en los supermercados, y que estés pendiente de un panel electrónico hipnotizador y estresante.
Se suele hablar de la Madre Administración y del Padre Estado, pero ni la una ni el otro cumplen esa misión, antes al contrario, los ciudadanos vivimos huérfanos de progenitores que velen por nosotros y nos lleven de la mano cuando tenemos alguna dificultad.
La Administración no ha dejado de ser nunca un ente gigantesco y oscuro con el que nos tenemos que topar más de una vez a lo largo de nuestra vida, tanto si somos usuarios como si trabajamos en él, como es mi caso. Decir que se es funcionario constituye hoy en día algo casi vergonzoso, algo que hubiera que ocultar, como si no fuera una ocupación normal y con algún sentido, sino más bien una forma de vegetar.
En el primer trabajo en el que estuve aún eran los tiempos de la máquina de escribir, el papel cebolla y el papel carbón. Tenía un compañero que escribía en dos libros enormes todo lo concerniente a las bajas de enfermedad y accidente. Las hojas lucían un tonillo entre amarillento y marrón, por los muchos años que acumulaban y los que les quedaban, porque aquello era tan grande que no se acababa nunca. Estaban desencuadernados, y su visión era bastante penosa.
Una de mis ocupaciones era rellenar y poner al día un montón de fichas de cartulina con los datos del personal, que luego se guardaban en archivos de cajón forrados de verde.
Tan solo uno de los compañeros tenía un ordenador, un modelo aparatoso que funcionaba mal y al que solía golpear sin piedad para que no se quedara bloqueado, y cada vez que lo hacía salía una pequeña nube de polvo de las rejillas de ventilación traseras. Tecnología punta.
Cuando me ocupaba de las becas de estudios del personal, era el momento en que podía poner en práctica alguna manera de agilizar los trámites burocráticos. Como casi todos los peticionarios eran trabajadores de la construcción, de mediana edad e incluso ya mayores, la mayoría eran analfabetos o tenían mucha dificultad para leer y escribir. Yo me ofrecía a rellenarles el montón de impresos que tenían que presentar y hacerles fotocopias de todo. Además tenía que pasar las solicitudes a la firma de al menos tres jefes distintos. Ocupándome yo misma de todo y procurando ir ligerito era la única forma de hacer que tanto trámite no alargara enormemente el interminable y tedioso proceso.
Recuerdo especialmente a uno de los trabajadores, que tenía tres hijos que sacaban una media de sobresaliente. Yo se lo alababa mucho y él, que era un hombre muy afable y con muy buen carácter, me lo agradecía sinceramente. Alguno hubo que, intentando corresponderme, me trajo un frasco enorme de miel de la Alcarria y cuando, avergonzada porque estaban delante mis compañeros intentaba rechazar el regalo, como se ofendía lo tenía que aceptar, para envidia de mi jefa, que sí aceptaba regalos gustosa y por su puesto en la escala administrativa se creía que cualquier detalle que la gente quisiera tener debía ser exclusivamente para ella.
Me acuerdo también de otro que me regaló un jarroncito con una flor de tela rosa. La gente suele ser agradecida cuando pones un poco de interés en lo que haces e incluso vas un poco más allá del frío y burocrático trabajo administrativo.
Precisamente salió este tema durante el curso. Es evidente que no se pueden aceptar regalos como contraprestación a nuestro trabajo, de ninguna clase, y el profesor puso el ejemplo de un jefe que tuvo que, como le regalaban todas las Navidades una gran cesta y no era cuestión de devolverla, hacía unos números y sorteaba su contenido entre los empleados.
De todas formas, estamos aún lejos de suprimir la burocracia y ponernos al nivel de otros países. Los norteamericanos, por ejemplo, se pueden divorciar haciendo la solicitud de mutuo acuerdo y depositando la tarifa fijada en una especie de cajero, y se obtiene la resolución al momento. No hacen falta jueces ni abogados para trámites tan frecuentes y en los que poco o nada tienen que decir sobre lo que una pareja haya decidido. A veces es mejor una Administración informatizada, por aséptica que pueda parecer, que una con oficinas llenas de colas, ventanillas y trámites interminables.
En Europa está mal visto quedarse trabajando más allá de las cinco de la tarde, porque eso quiere decir que no se ha sido capaz de sacar el trabajo durante la jornada laboral normal.
Cada vez más se tiende a funcionar con el teletrabajo en casa también en lo que a la Administración se refiere: grupos pequeños de empleados que se distribuyen el trabajo estableciendo su propio horario y sólo tienen que dar cuentas del rendimiento final.
Atrás deberían quedar las oficinas llenas de legajos, expedientes, manguitos, los lugares donde las llamadas telefónicas se contestan pasando la “pelota” a otro. He conocido a unos cuantos que para no trabajar escurrían el bulto o decían que era en otro departamento donde se hacía una determinada cosa. Y esos son los que dan la triste fama que tenemos los funcionarios y la Administración.
Aunque la definición de burocracia sea la manera de conseguir una correcta y adecuada organización del trabajo, en realidad se trata de una forma de alargar los procesos para hacer desistir a los interesados. Será que la gente pide demasiado, y las arcas y los cerebros hace tiempo que están vacíos.

jueves, 18 de diciembre de 2008

En honor a la verdad (X)


- Es curioso cómo los argumentos de las películas se van adaptando a los tiempos que corren. Hace poco ví una en la que se contaban las peripecias de un grupo de niños atrapados en un aeropuerto en época navideña por culpa de una tormenta de nieve. Lo curioso es que se trataba de niños y adolescentes que viajaban solos, algo por lo visto cada vez más frecuente, y los metían en una gran sala a parte, donde habían montado una auténtica batalla campal para no aburrirse.
Lo que más gracia me hizo fue cuando, al llegar los protagonistas a aquel lugar, el espectáculo que se veía era hilarante: objetos lanzados de un extremo a otro, un coro de niños dirigidos por otro que entonaban villancicos a base de eructos, y lo mejor de todo, un chico negro con un elegante uniforme de colegio privado, como de unos 14 ó 15 años, que se movía con un ordenador portátil de aquí para allá con la única finalidad de hacer una especie de gráficas con el porcentaje de niños que viajaban solos y el motivo por el que lo hacía.
Al llegar el chico protagonista, otro quinceañero, con su hermana pequeña, el del ordenador les preguntaba: “¿Vosotros por qué viajáis solos?. ¿Por ser hijos de divorciados?. ¿Porque sois judíos y vais a ver a vuestros abuelos?. ¿O por alguna otra causa?”. Y al decir todo esto enseñaba la pantalla de su ordenador con las gráficas de quesitos exhibiendo esos dos motivos como los principales. Por lo que se ve el divorcio es una auténtica epidemia, y debe ser que sólo los judíos tienen costumbre de ir a ver a sus abuelos por Navidad.
La película tiene su guasa, y su puntito de cruda realidad.

- Es increíble la historia tan rocambolesca que se montaron con lo de “El Código da Vinci”. Ya no saben qué inventar en lo que a la Biblia se refiere, un relato que es tan sencillo y bonito y la manía que tienen de volverlo del revés y sacarle tres pies al gato con argumentos falaces y retorcidos. Eso sí, afirmando que todos los descubrimientos que hacen y sacan a la luz están basados en investigaciones científicas y que si se hallaban ocultos hasta ahora era por culpa de la Iglesia católica, a la que supuestamente le convenía que ciertas cosas no se supieran. Qué poco respeto merecemos los cristianos, y con qué poca fuerza defendemos nuestra religión. A la más mínima insinuación un poco fuera de lo normal que se haga de otras religiones, ya se ha montado un cisco tremendo.
En “El Código da Vinci” se afirmaba que Cristo no murió y que se casó con Mª Magdalena y tuvo hijos. A todos nos hubiera gustado que, ya que se hizo hombre para sufrir y sentir las mismas cosas que sufrimos y sentimos nosotros, por lo menos que hubiera disfrutado de una vida más normal y que hubiera permanecido entre nosotros mucho más tiempo. Pero por desgracia ésto no es como en las películas que tienen final feliz, hubo un martirio y una Resurrección.
A casi todos los ídolos que en el mundo han sido los reviven una y otra vez aún cuando lleven años y años muertos. Y es que todos los que son dignos de admiración y cariño por parte de la gente parece que tienen casi la obligación de ser eternos, no se pueden marchar y dejarnos solos, nos ayudan a vivir y su ejemplo da sentido a nuestra existencia.
Queremos humanizar a Jesús más de lo humanamente posible. Y si hay que desclavarlo de la Cruz porque la imagen de su sufrimiento nos hiere, hagámoslo con nuestras buenas obras, haciendo el Bien sin descanso, y no con especulaciones torticeras y malintencionadas.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Héroes anónimos

Cuando decimos que una persona es heroica solemos hacer mención a gente que se hace famosa por sus acciones o virtudes, y por extensión recibe también este nombre la poesía que narra o canta gloriosas hazañas o hechos grandes y memorables, según las definiciones que se pueden encontrar en el diccionario.
Pero no siempre la heroicidad lleva consigo la fama y el reconocimiento general. Parece que es menos gratificante ser héroe cuando nadie más que nosotros y el objeto de nuestro valor lo saben. Debe ser algo así como el que dice que es muy creyente y religioso sólo por el respeto y la admiración que ésto pudiera despertar en los demás y no por propia creencia, y para demostrarlo basta con darse unos cuantos golpes de pecho en un sitio concurrido, la iglesia sin ir más lejos, arrastrarse de rodillas o caminar descalzo en una procesión a modo de penitencia y a la vista de todo el mundo. Si no hay espectadores la cosa no tiene gracia.
Héroes anónimos hay a montones, y sólo falta con que a cualquiera de nosotros nos pongan a prueba en un momento dado para descubrir un arrebato, una energía irracional, generosa y noble que yace escondida en lo más profundo de nuestro ser y que saca a relucir lo mejor que llevamos dentro.
No siempre los actos así realizados, siguiendo un primer impulso, nos benefician en cuanto a lo que a nuestra integridad física se refiere, pero el beneficio moral, si logramos contarlo, es permanente e incalculable.
El acto heroico busca normalmente salvar vidas a costa de la propia supervivencia. Si nos lo pensáramos dos veces, seguramente nunca daríamos ese paso, nunca seríamos heroicos. Pero el ser humano, incluso el que aparentemente pueda estar más envilecido, es capaz, necesita dar de sí lo mejor que posee, incluso sin ser consciente de que alberga esos valores.
Luego puede que venga el comentario posterior, cuando el héroe no vive para contarlo o queda maltrecho, que es cuando se dice aquello de “pobre diablo”, “qué necesidad tenía”, “de qué le ha servido”.
Hay cosas que dan sentido a una vida, aunque supongan el fin de la misma, más por el aplauso interior que podamos darnos que por el que pueda venir de los demás. Son momentos que quedan en la memoria colectiva cuando se dan a conocer, y quizá no por mucho tiempo, pero sí en la del que los ha protagonizado, y para siempre.
Existen personas que sí han alcanzado la fama, precisamente porque salvaron a muchos y no pudieron salvarse a sí mismos, como la historia que he leído hace poco sobre un encargado de seguridad de una de las torres gemelas cuando el atentado del 11-S. Casos así impresionan enormemente, ponen los pelos de punta.
Pero no siempre el héroe anónimo pasa a los anales o consigue incluso la beatificación por sus buenas y extraordinarias acciones. No podemos olvidar a las madres divorciadas o viudas que sin casi ninguna ayuda sacan adelante a sus hijos, entregándose en cuerpo y alma a ellos durante muchos años, hasta que salen adelante. O esos hombres que trabajan a diario en profesiones que hacen peligrar su vida por conseguir llevar un trozo de pan con que sustentar a sus familias. Y, en fin, todos aquellos que son víctimas de cualquier injusticia y que, sin embargo, se aferran a la vida y a sus valores para no sucumbir a la desesperación, sacando fuerzas de donde creemos muchas veces que ya no nos queda nada.
Yo he sido beneficiaria del heroísmo anónimo y también en alguna ocasión ejecutora de ese heroísmo. Quién no ha echado una mano alguna vez cuando se ha terciado en un momento difícil y delicado para los demás. Cuántos pequeños detalles tienen lugar todos los días y en todas partes del mundo, que se hacen en un momento y pasan desapercibidos para el resto, pero que son cruciales para la vida, y que por su fugacidad cuesta incluso recordarlos con el paso del tiempo.
Aún recuerdo aquella película, “Héroe por accidente”, en la que se veía a un fracasado al que todo le iba mal y que carecía a simple vista de los valores y la ética que se supone tenemos la mayoría de las personas, que en un momento dado es testigo de un accidente de avión y poniendo en peligro su vida se introduce dentro del aparato, que estaba en llamas, para salvar a todos los pasajeros que se encontraban en su interior, cargando incluso con ellos porque la mayoría estaban muy malheridos, tragando humo y pasando miedo. Él, que era un hombre de complexión menuda, sacó fuerzas de flaqueza y desarrolló una energía como nunca hubiera pensado que podría tener. No sabía por qué lo había hecho, y cuando lo pensaba le daba pavor, le parecía que es que se había vuelto loco por un momento. Le importaba un pimiento el reconocimiento ajeno, sólo se interesó por el dinero que iban a dar al que se presentara diciendo que había sido el héroe anónimo, y le llega a proponer al que se quiso hacer pasar por él que se repartieran el dinero y el otro se llevara los oropeles, que a él no le importaban y hasta le disgustaban. Y es que para ser héroe tampoco hacen falta unas cualidades excepcionales.
Nuestra existencia se sustenta gracias a esas pequeñas y grandes heroicidades, a esos héroes anónimos de los que somos al mismo tiempo objeto y parte integrante. Su mérito radica precisamente en que no esperan nunca el reconocimiento ajeno, incluso puede parecerles molesto. Sólo están ellos como testigos de su propia grandeza.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Ramanjulu



Hace dos semanas recibí una carta de la Fundación Vicente Ferrer comunicándome que Ramanjulu, el niño que tengo apadrinado, había fallecido.
Sé que hace dos años estuvo muy enfermo en el hospital. Ahora me dicen que en aquella ocasión se le encharcaron los pulmones, y que el año pasado abandonó el colegio para dedicarse a trabajar y ayudar en el sustento de su familia.
En su última carta me decía que estaba muy triste por tener que decirme que por su enfermedad no había podido presentarse a los examenes finales. Este verano se había ido a otro pueblo con un tío suyo para cargar y descargar tractores y así ganar algún dinero.
En la carta me describieron brevemente todo el proceso, diciendo que a mediados de septiembre empezó a quejarse de fuertes dolores en el estómago y, aunque le trataron y aliviaron un tiempo, no le terminaron de curar. Ramanjulu se siguió quejando, pero sus padres no lo llevaron al médico porque no le habían conseguido solucionar su problema cuando lo llevaron la 1ª vez y además decían estar muy ocupados con su trabajo. El pequeño terreno donde cultivaban cacahuete no era suficiente para sustentar a toda la familia, el matrimonio y tres hijos, de los cuales Ramanjulu era el pequeño.
A finales de ese mes, estando en el campo ayudando a sus padres, tuvo dolores muy fuertes y por consejo de éstos se fue a casa a descansar. Cuando regresaron por la tarde encontraron la puerta cerrada y nadie acudía a su llamada. Asustados, echaron la puerta abajo y se encontraron al niño ahorcado del techo.
Hacía cinco ó seis años, ya no lo recuerdo, que Ramanjulu era mi ahijado. Tengo todas las cartas y dibujos que me envió. En una ocasión me contó que unos globos que le había mandado habían sido la alegría de él y sus compañeros de clase, pues los habían inflado y esparcido por todas partes, jugando con ellos, como si fuera una fiesta. Desde entonces siempre le incluía una bolsa de globos en todos los envíos que le hacía.
Tengo dos fotos suyas: la 1ª que me mandaron nada más apadrinarle, cuando aún era pequeño, y otra más reciente, pero en ambas me sorprendió siempre la adustez de su gesto, siendo aún tan niño, porque parecía que fuese mayor de lo que en realidad era. Su mirada era dura, su semblante como enfadado, su imagen tan sombría contrastaba enormemente con las fotos de la propaganda que la Fundación me hacía llegar cada cierto tiempo, en las que se veían niños sonrientes y felices.
Han tardado algo más de dos meses en comunicarme lo sucedido, he escrito en dos ocasiones a Ramanjulu sin saber que ya no estaba en este mundo. Curiosamente es el tiempo que hace que decidí no quedarme con copia de las cartas que le enviaba, por considerarlo en realidad innecesario. Es como si algo me estuviera diciendo que aquellas palabras ya no iban destinadas a nadie. También es casualidad quizá que por la época en que le sucedió esto a él, yo me encontraba anímicamente bastante mal, sentía un malestar muy extraño como no he vuelto a sentir después.
Ahora me parece vacía y sin sentido la ayuda que intenté prestarle al apadrinarlo. Es evidente que la aportación económica que le hacía, aunque aquí no sea gran cosa, es países como La India es un dinero, del que a él parece que le debía llegar poco, el resto se lo quedaría la Fundación para otros usos, o a saber en qué lo emplearía. De nada sirvió ni ese dinero, ni el material escolar, ni algún que otro juguete o ropita que le mandé. Ramanjulu se vio solo, la falta de salud y de atención adecuada pudo con él.
Dejar la escuela debió ser fatal para él, porque le alejaba no sólo del saber sino de la relación y los juegos con otros niños de su edad. Los niños no deberían hacer otra cosa que eso, ser niños. En esos países no hay infancia, se tienen hijos para emplearlos como mano de obra gratuita, la vida humana no tiene apenas valor en medio de tanta pobreza. Si vas tirando muy bien, pero como des algún problema eres apartado porque molestas y arréglatelas tú solo como puedas.
Quisiera haberlo, no sólo apadrinado, sino adoptado como hijo si eso hubiera sido posible y yo llego a saber lo que pasaba. Nuestra relación, a tanta distancia, debió ser para él un pálido atisbo de afecto que no fue suficiente para ayudarlo en sus tribulaciones. Ramanjulu hubiera tenido un sitio en mi casa, como un hijo más. Yo sí que le habría cuidado y me habría ocupado de él en todo lo que necesitara. Se puede ser pobre de bienes materiales, pero eso no hace que se sea también pobre de amor, el amor no cuesta dinero ni esfuerzo. Puede que la dureza de la propia vida hace que también se endurezca el corazón. A lo mejor que este niño haya muerto es en cierta forma un alivio para sus padres porque es una boca menos que alimentar y como no andaba bien de salud encima no era lo bastante útil.
Yo, que a veces me pesa que el mío no sea un hogar tradicional al estar divorciada y por eso pienso que a mis hijos les va a faltar lo que otros niños sí tienen la suerte de disfrutar en sus hogares, sin embargo ahora creo que de nada le sirve a un hijo que sus padres estén juntos si luego no le prestan la atención y el amor que necesita. A mis hijos eso no les va a faltar nunca, precisamente para evitar que sucedan cosas como la que le ha pasado a Ramanjulu. Cómo se debió sentir, cuánta desesperación en un niño de doce años.
Él ha sido víctima, como tantos otros niños, de la miseria, el abandono, la explotación y la sordidez. Yo, que me lo imaginaba haciéndose mayor, con un trabajo digno y formando su propia familia. Cuánta vida tenía aún por delante, pero sus circunstancias personales se la hicieron insoportable. Si hubiera estado conmigo le habría abierto los ojos al mundo, le habría enseñado tantas cosas, hubiese tenido ganas de vivir. Y seguro que él también me habría enseñado mucho, tan bueno y tan trabajador como era.
Conservo su foto en la librería del salón de mi casa, en el sitio de siempre, con su camisa de manga corta, su pantalón corto y descalzo.
Te hubiera dado todo lo que tengo, Ramanjulu, porque siguieras aún vivo. Si alguna felicidad aporté a tu vida, por pequeña que fuera, ese pequeño consuelo tengo, el que tú se ve que no tuviste. Nunca sabrás la ilusión que tenía cuando te apadriné y la que sentía cada vez que te mandaba cosas. Nunca lo sabrás, mi niño triste, mi niño bonito.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Un sueño hecho Navidad


Este año que mis hijos son plenamente conscientes del origen de los regalos que reciben en Navidad, parece que su ilusión se haya visto reducida a poner unas cuantas cruces junto a los juguetes que les gustan en el catálogo de El Corte Inglés.
Ana dice que seguirá escribiendo su carta a los Reyes, como siempre, y colocándola en el árbol navideño, a los pies del cual aparecerán los objetos deseados durante la madrugada del día señalado, como es tradición.
Miguel Ángel protesta porque asegura que el año pasado ya lo sabía, pero una cosa es conocer algo y otra es ser, como dije al principio, plenamente consciente, proceso de más lenta evolución que hace que ciertos descubrimientos que no siempre son agradables penetren en la mente de forma paulatina, lo que se suele decir “caerse del guindo” poco a poco, para no hacerse mucho daño, algo en lo que su madre, osea yo, tiene amplia experiencia.
Lo único que cambia cada año en Navidad es la última horterada que se han inventado para llevar puesta, casi siempre en la cabeza, y que se puede encontrar en los puestos de artículos de broma junto a la plaza Mayor. Y la mayor novedad ha sido que nadie tira petardos, al menos por ahora, algo que tanto mi madre como yo agradecemos profundamente.
Como es habitual, se formulan recomendaciones para evitar el despilfarro propio de estas fiestas, mientras nadie hace nada para que los precios, sobre todo los de la comida, se tripliquen.
Dicen que hay que apretarse el cinturón porque hay crisis, pero yo sigo viendo miles de personas inundando las calles, no sé si para disfrutar únicamente del ambiente navideño o para comprar compulsivamente, que todo puede ser. Este año especialmente me ha parecido que la cantidad de gente que circula por Madrid es aún más grande que en cualquier otro año. Serán imaginaciones mías, o que en esta ciudad somos cada vez más, demasiados quizá.
La Navidad va siendo menos una celebración íntima, hogareña y religiosa, y más una especie de espectáculo de luces y color, y de cosas materiales, es una época que se va volviendo vacía porque está perdiendo su auténtico significado. La gente siente más las ausencias, su pobreza (sobre todo espiritual), y creo que por eso se echa a la calle, porque se busca más la compañía de los demás.
La crisis no impide que salgamos de casa y nos miremos ahí fuera las caras para comprobar que, al fin y al cabo, todos somos uno, que navegamos en el mismo barco, que no estamos solos en el mundo. Aunque pueda parecer que pasamos unos al lado de otros apenas rozándonos o dedicándonos tan sólo un breve vistazo, en realidad somos en estas fechas más conscientes de los que nos rodean, de las cosas que pasan alrededor. Por eso se apela a la caridad más que nunca, por eso es cuando más donativos se hacen. Es como si ser generosos y humanitarios tuviera sólo una época al año y el resto del tiempo volvemos a ser los de siempre, cada uno a lo suyo.
En un pueblo de Denver, en el que vive la hija de una amiga mía, se ponen en las calles los adornos de Navidad en otoño y ya no se quitan hasta que termina la primavera, sólo porque embellecen y hace que todo parezca más acogedor, más bonito. Aquí podría cundir el ejemplo, aunque deberían cambiar la iluminación de algunas de las calles principales de Madrid, que no se han lucido mucho este año precisamente, y retirar de paso el horroroso árbol de Navidad que hay en la Puerta del Sol. Que pongan el de toda la vida, que era precioso, y si no quieren talar árboles, cosa que me parece muy lógica, que pongan uno artificial, que tampoco está mal. Y de paso que se acuerden de barrios que, como el mío, no son comerciales pero en los que también nos gusta que se note la Navidad.
Este año he fotografiado, como si fuera una turista en mi propia ciudad, las grandes bolas luminosas que cuelgan en medio de la calle del Carmen, y que oscilan un poco amenazadoramente los días de mucho viento. A lo mejor vamos a acabar como Indiana Jones, cuando huía perseguido por aquellas bolas gigantescas que rodaban tras él por los estrechos laberintos en los que andaba siempre metido. Los discos luminosos de la plaza Mayor también son bonitos.
En mi casa, superados los inconvenientes de mi divorcio, disfrutamos de una paz y un bienestar como no había habido nunca, y por nada del mundo quisiera que nada ni nadie pudiera estropearlo. Es más hogar ahora que cuando estaba casada. Aunque pueda parecer egocéntrico decirlo, mis hijos han aprendido y mi ex marido ha comprendido, aunque ya un poco tarde, que el hogar realmente está donde esté yo.
No me importaría pasar una Navidad en la típica casita con porche y chimenea humeante, rodeada de nieve y con un trineo a la puerta, en un pueblecito pequeño y acogedor, como veíamos en las películas de nuestra infancia. Es un sueño, de los muchos que tengo, que querría que algún día se hiciera realidad, un sueño que desearía que alguna vez se hiciera Navidad.
Pasemos estas fiestas con el convencimiento de que seguramente tendremos más que muchos, y algunas veces ni siquiera nos lo mereceremos.

jueves, 11 de diciembre de 2008

En honor a la verdad (IX)


- Hizo mi hija el otro día una parodia del monólogo de una azafata en pleno vuelo, y por lo que se ve, todo su afán era que los pasajeros se sintieran como en su casa. Terminaba diciendo algo así como: “Disponen de caramelos al fondo y luego me pasaré un rato para que puedan acariciarme los mofletes”.
Pocos viajes ha hecho aún y le cuesta situar los lugares del mundo en el mapa. Hace poco, estudiando los climas, leyó que Canarias tiene clima subtropical, y me preguntó si es que estaba en el Caribe. La geografía, ya desde los tiempos en que yo iba al colegio, ha sido siempre una asignatura que se ha impartido un poco como de pasada. Cuando mi hijo recita en voz alta los países y capitales de Europa para aprendérselos, me hago cruces de los nombres tan complicados que se han inventado para los nuevos territorios que han ido surgiendo. Ya no sé si sería capaz de memorizarlos, con mucho esfuerzo supongo.

- Mirando los fotogramas de la película “O brother”, me doy cuenta del atraso tan grande que hay en la América profunda, con esos granjeros analfabetos, sucios y brutos rodeados de una nube de moscas, nada más que dedicados a las labores del campo y al ganado. Lo que sucede en cualquier zona rural que está atrasada, lo que eran Las Hurdes aquí, sólo que allí van con peto vaquero, camisa de cuadros y sombrero de paja.
Los dibujos animados que mejor los parodiaban eran aquellos que ponían hace tiempo en televisión, “Los osos montañeses”, que en el doblaje hasta imitaban el extraño deje cansino al hablar y las palabras mal dichas. Cuando los veía de niña creía que es que los personajes eran así. “¿Cuándo te vas a duchar, apá?”, le decía amá. “Apá, eres mi terronsito de miel”. Yo me moría de risa.
A su manera eran muy básicos, pero muy dulces.

- Me hace gracia mi hijo cuando llega del instituto. Se va directamente a su habitación y se tira bocabajo sobre su cama, con la cazadora puesta y la mochila, y se queda así como si fuera uno de esos dibujos que se vuelven planos porque los han aplastado al abrir una puerta y se van escurriendo por la pared. Es un auténtico ganso, en plena edad del “pavo”, constantemente está haciendo gestos y ruidos que provocan en su hermana y en mí incontenibles carcajadas. Tiene un peculiar sentido del humor y mucha imaginación, algo que ojalá nunca se le termine. De vez en cuando me sorprende hablando sobre cosas que ha visto o leído en alguna parte y que yo desconocía por completo, cosas muy interesantes y poco conocidas. Es como una esponja para lo que quiere. Siempre me está enseñando, a su manera, siempre estoy aprendiendo de él.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Lady Diana


Hay personas que aunque lleven mucho tiempo fallecidas siguen estando en el candelero de la actualidad como si aún estuvieran vivas. Éste es el caso de lady Diana Spencer.
Ponían el otro día una película que contaba parte de su vida y en la que aparecían imágenes reales suyas. Mi hija, que no la conocía, puesto que cuando murió ella tenía sólo un par de semanas, se quedó mirándola con admiración y dijo que era muy guapa.
Pocos hay que hayan tenido un seguimiento de su vida tan exhaustivo como ella. Desde que se supo que era la novia del príncipe Carlos de Inglaterra, la persecución fue absoluta. Todos la recordamos asustada, escondida debajo de un gran flequillo, tímida, intentando esquivar a la prensa que la acosaba por la calle, poniendo cara de circunstancias y mostrando una gran incomodidad.
Una chica muy joven procedente de una familia aristocrática, hija de divorciados, con pocos estudios y dedicada al cuidado de niños en un jardín de infancia, despertó una gran curiosidad entre el público. Enseguida todo el mundo se fijó en su forma de vestir y de moverse, y en su juventud. Conmovía el hecho de verla tan desamparada en medio de aquella tormenta social que se levantó en torno a su persona. Pronto gustó a todos por su candidez, su dulzura y sus maneras.
Cuando el príncipe Carlos se retiró al campo a meditar sobre su compromiso y lo que iba a ser su futuro, a todos nos pareció un hombre sensato que procuraba tomar decisiones muy meditadas. A nadie se le ocurrió que lo que estaba pensando era si merecía la pena casarse con una chica tan joven que contaba con el beneplácito general, y renunciar al amor de su vida. Cuando veíamos fotos suyas en aquel momento, lo que contemplamos en realidad no era la imagen de un hombre meditabundo sino triste.
La boda fue el cuento de hadas que toda jovencita ha soñado alguna vez. Yo, que por entonces era una adolescente, recuerdo la retransmisión del enlace en televisión, algo inédito hasta el momento, y que tuvo una audiencia extraordinaria. El vestido de ella, fastuoso, elegante, con una cola interminable, todos los detalles cuidados al máximo, la sonrisa entre tímida e ilusionada de ella saliendo de la iglesia cogida del brazo del que ya era su marido…. Aún guardo en casa de mis padres, no sé ya dónde, la revista Hola que estuvo dedicada por entero al evento, con estupendas fotos a todo color de todos los momentos de la ceremonia.
Cuando tuvo a sus hijos, recuerdo cómo ella les metía el meñique en la boca siendo bebés y lloraban, y no tenía chupete a mano. Pequeños trucos de madre que me parecían curiosos, pero que a mí no se me ha ocurrido imitar cuando fui madre.
Luego supimos que su marido no había abandonado la relación anterior, y que presa de rencor y de celos se había tirado por las escaleras durante uno de sus embarazos, en un intento temerario e infantil de llamar su atención y despertar compasión, que de nada le sirvió.
Con el paso de los años lady Diana fue adquiriendo una desenvoltura social extraordinaria. Conoció y trabó amistad con personajes conocidos e influyentes del mundo entero. Viajaba por los cuatro puntos cardinales en actos oficiales colaborando con organizaciones de caridad. Ver su nombre y su rostro patrocinando cualquier campaña social y humanitaria era un éxito seguro. Aprendió a disfrutar de su vida mundana, y su forma de vestir y de peinarse fueron imitadas por la inmensa mayoría de mujeres.
Sólo cuando tenía que aparecer junto a su marido daba muestras de fastidio e incomodidad, algo que se le criticó porque parecía una falta de madurez y de profesionalidad por su parte. Tampoco pudo reprimir las lágrimas en algún acto oficial.
Fue también la primera persona de una casa real que se atrevió a airear en televisión sus desventuras privadas. En realidad estaba bastante harta de la rigidez protocolaria y de la hipocresía que los convencionalismos sociales llevaban consigo, y adoptó una postura retadora, inició una ruptura no sólo matrimonial si no en todas las facetas de su vida que le impedían desenvolverse con libertad.
Cuando se separaron se le atribuyeron diversos romances, si bien fueron con hombres que no supieron muchas veces estar a la altura de las circunstancias. Sus hijos fueron a un internado para alejarlos de la vorágine que se desató en la prensa, y ella se dedicó a “dar la campanada” siempre que podía para restarle protagonismo a las apariciones públicas de su ex marido con su amante de siempre, que ya no ocultaban su relación. Se comportaba como una niña despechada por no haber sido querida, intentando dar una imagen de felicidad que posiblemente no se correspondía mucho con la realidad.
Recuerdo unas fotos que se publicaron poco antes de su muerte, en las que aparecía con su último novio millonario a bordo de un lujoso yate. Su hijo mayor, recostado en una cubierta superior, extendía un brazo hacia abajo para coger la mano de su madre, que a su vez levantaba el suyo para cogérsela. Si hay algo que siempre me conmovió de lady Diana Spencer fue la forma como quería a sus hijos, pese a su inestabilidad emocional y los avatares de su vida privada. Por eso cuando ella murió en aquel fatal accidente, recuerdo con gran pesar el pequeño letrero que su hijo menor colocó sobre su ataúd, en el que le decía “Te quiero mami”.
Siempre es lamentable constatar el trágico desenlace de algunas vidas, personas que teniéndolo todo a su alcance para ser felices, han carecido de cosas fundamentales que las han hecho desgraciadas. La existencia desenfrenada que llevó esta mujer desde su separación la condujo sin remedio a un final que podía haber sido otro muy distinto. Lo sentí mucho por ella, que aún era muy joven, y por supuesto por sus hijos, tan pequeños entonces.
Prefiero recordar a lady Diana Spencer cuando aún vivía con plenitud, como una mujer de su tiempo, y una madre muy especial. Estoy segura que si algo se le pudo alguna vez achacar lo pagó ya con creces.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

En honor a la verdad (VIII)


- Me encanta el retrato que se hace en “El ojo público” del Nueva York de los años 40, y cómo el fotógrafo protagonista, un hombre aparentemente insignificante y despreciable, retrata con inusitada sensibilidad el ambiente nocturno y de los bajos fondos. Todas esas fotos en blanco y negro en las que aparecen las redadas policiales, el maltrato a la población negra, los asesinatos de la mafia, son increíbles, y consigue sacar esas instantáneas como al descuido, sin que nadie más que él se percate, porque está en el momento y el lugar adecuados. Cuando se trata de la mafia llega incluso antes que la policía, y se permite el lujo de “colocar” un poco a los cadáveres para que queden mejor en cámara. O como cuando se las arregla para fotografiar escondido una matanza en un restaurante entre bandas rivales, poniendo unas ruedecitas bajo la cámara para empujarla en medio de la acción y así aparecer él también retratado. Un ser abyecto y cutre, capaz de cualquier cosa por dinero, uno de esos tipos que se vende siempre al mejor postor, es capaz sin embargo de sentir el dolor, la soledad y la desesperanza de los seres que retrata, y también el amor más tierno, desvalido y profundo por una mujer.
La visión de sus fotos como a cámara lenta, con una música bella y melancólica de fondo, es magnífica.

- Hace poco he sabido de una enfermedad que me ha dejado sorprendida, por lo peculiar que es: el “síndrome hipertiméstico”. La persona que lo padece no puede olvidar. La vida es como una televisión dividida en dos: en un lado lo que sucede y en otro lo que estaba haciendo en un momento pasado. Este síndrome afecta a la memoria autobiográfica, y se diferencia del mnemonésico en que éste sólo memoriza textos, códigos o números. Aunque me paro a pensar por un momento cómo puede ser todo esto, no logro imaginarlo. No creo que sea agradable tener siempre presente el pasado, parece que te impide seguir adelante. Habrá dulces recuerdos que no se querrán olvidar, pero otros cuya evocación nos disguste y convenga, si no olvidarlos, por lo menos que vayan perdiendo nitidez y sólo resurjan en nuestra mente ocasionalmente.
Yo quisiera tener un poco más de memoria, aunque no tanta desde luego, y un poco de amnesia para según qué cosas.

- ¿Cómo es el cielo que tocó extendiendo su mano en el vacío el Gladiador cuando aún luchaba con el emperador asesino en el circo romano?. ¿Es esa puerta grande y oscura que se abría a su paso para dejar ver un inmenso campo gris azulado?. ¿Es ese trigo que las puntas de sus dedos acariciaban al pasar?. Allí estaba su familia esperándolo. ¿Era por fin como estar en casa?. ¿Sólo así pudo alcanzar la libertad?.
Abramos nuestras propias puertas aquí en la tierra, mientras estamos vivos. Acariciemos el trigo que aquí crece en campos dorados mecido por el viento. Procuremos disfrutar del tiempo que pasamos con nuestros seres queridos antes de irnos con los otros que se marcharon.
Ya estamos en casa. También aquí podemos alcanzar la libertad.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Accidentados viajes


Nunca se sabe, cuando se viaja, lo que le puede pasar a uno, y cualquier medio de transporte es propicio para la aventura.
En el metro, sin ir más lejos, algo que todo el mundo usa con frecuencia, yo he llegado a ver a la gente dentro del vagón con el paraguas abierto porque al pasar por debajo del Manzanares los días de mucha lluvia suele haber filtraciones, y en aquel momento los vagones que circulaban por la línea que pasa por mi barrio eran de los antiguos y tenían rendijas por todos lados.
En el autobús recuerdo miles de anécdotas, pero especialmente a dos conductores que hace tiempo estaban en una de las rutas que hay donde vivo. Uno de ellos, joven y un poco chuleta, era muy original. Solía coger su coche a primera hora de la mañana. Pues allí le tenías a él, con una gran bufanda al cuello y la música de la radio a toda pastilla, lanzando desde su asiento chorros kilométricos de un líquido que tenía en un envase de plástico y con el que quitaba el vaho de los cristales delanteros los días de mucho frío.
El otro conductor que me viene a la memoria era un señor maduro, rubicundo y en apariencia bonachón, que sin embargo solía hablar solo en voz alta profiriendo quejas de todas clases y que a veces se picaba con algún que otro pasajero. Le gustaba tirarse por toda la calle Segovia abajo a toda pastilla, de forma que en verano si estaban las ventanillas abiertas no era raro que volaran cosas por ahí. Como experiencia era muy excitante para el que le gusten las emociones fuertes, pero para los que están delicados del corazón no se lo recomiendo.
El autocar tampoco se queda atrás, desde pinchar una rueda en pleno trayecto hasta una vez que estallaron las lunas delanteras por efecto del contraste enorme entre el frío que teníamos en el interior por el aire acondicionado, y el calor de fuera. O en una ocasión que una tormenta de verano nos obligó a parar a un lado de la cuneta porque caía una cortina de agua tan grande que no veíamos a dos pasos por delante de nosotros.
De los viajes en coche no se me olvidará nunca una vez que mi ex marido y yo hicimos un viaje a Galicia siendo novios. Tenía por entonces su automóvil viejo y durante el camino se le cayó el retrovisor interior, no funcionaba mi cinturón de seguridad, tenía que ir sujetando la puerta de su lado porque se abría sola, y descubrió un escape en el depósito de la gasolina que no había detectado hasta ese momento porque nunca lo llenaba del todo. Íbamos dejando un rastro a nuestro paso que si a alguien se le hubiera ocurrido tirar una colilla hubiéramos parecido un cometa. Por no decir que al llegar a nuestro destino y tener que subir una rampa se le rompió el freno de mano. Como le tenía tanto cariño a su coche y no se quería desprender de él decía que yo era una exagerada, que no le pasaba nada.
Pero los atascos en las carreteras pueden ser memorables. En un viaje en el coche de mi cuñado lo recuerdo parando el motor y sacando una pierna para impulsar el coche aprovechando los tramos que hacían una pequeña pendiente, ya que nos movíamos muy poco.
A mí me contaron en una ocasión que hasta han llegado a ver gente desplegando una mesa y unas sillas sobre el techo de su furgoneta para disponerse a comer. Los atascos se pueden llevar de muchas maneras, y a veces hay que ser práctico.
Cuando yo estaba aprendiendo a conducir tenía cierta tendencia a llevarme los retrovisores de los coches aparcados a mi derecha. Además descubrí que mi miopía era lo bastante importante como para necesitar gafas, ya que cuando iba por la autopista no acertaba a distinguir lo que decían los paneles electrónicos ni muchas de las señales verticales. Sin embargo lo de meter la 5ª lo echo mucho de menos.
El paradigma de lo que es viajar sin prisas fue para mí el caso de un conductor de camión que ví una vez. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que estacionarse en mitad de una carretera que pasa por la parte de atrás de mi casa y sacar un gran termo de café con leche, un tazón de desayuno y un paquete de bollos. Mientras él mojaba, se formó detrás de él una cola de coches que no paraban de pitarle, pero él ni se inmutó. Algún conductor salió de su coche, pero al acercarse al camión y ver la mole de persona que era por su ventanilla, protestaban un poco y la cosa no pasaba de ahí. Tuvieron que esperar hasta que terminó y decidió arrancar.
En cuanto al avión, lo más terrorífico que hay es cuando te dicen por megafonía en pleno vuelo que vas a diez mil metros por encima del suelo, a mil kilómetros por hora, y a cuarenta grados bajo cero. Pienso que no sé para que nos dan un paracaídas, pues en caso de accidente si aquello estalla en el aire quedamos pulverizados, si se incendia nos quemamos sin remisión porque es como una ratonera, y si caemos al vacío o nos asfixiamos por la falta de oxígeno o nos congelamos por las temperaturas tan bajas. Lo de caer al mar con avión y todo y permanecer allí encerrados como si fuera un submarino hasta que vengan a rescatarnos en cosa de películas.
El tren es quizá el medio de transporte que más me gusta. Este verano, en el Altaria, ví a un señor que para ir al servicio se desplazaba descalzo, con sus calcetines solamente, sobre la mullida moqueta que hay en los vagones, agarrado a una cartera de piel muy usada de la que parecía no querer desprenderse en ningún momento. Parecía que estaba como en su casa.
Pero para viajes en tren los que hacía yo de niña en el coche-cama para ir a Alicante, cuando por entonces un recorrido que ahora supone unas cuantas horas antes era una noche entera. Qué emoción acostarnos en aquellas literas. Lo malo era la almohada, que era como un cilindro duro e incómodo. El vaivén del vagón nos adormecía. De vez en cuando, si me despertaba de madrugada, descorría las cortinillas y miraba por la ventana la estación en la que nos hubiéramos parado, desierta a esas horas e iluminada sólo por una luz mortecina.
Las estaciones de tren me producían una cierta fascinación, la enorme esfera blanca del reloj en lo alto sobre la cabecera de las vías, el techo acristalado atravesado por un entramado de hierros negros de forja, el ir y venir de gente, maletas y trenes, el pitido de la locomotora anunciando la marcha, las despedidas…. Tenía todo para mí un regusto melancólico.
Me vienen a la cabeza otros viajes, más fantásticos, que no me hubiera importado hacer si pudieran llevarse a cabo: el coche que Pipi Calzaslargas hacía volar usando una pasta verdosa como combustible y que iba soltando a chorros con mucho ruido por el tubo de escape, o una cama sostenida por un gran globo en el que viajó ella también con sus amigos. O la cama voladora de “La bruja novata”, que incluso se sumergía en el mar y se movía en completa armonía con los peces. La vuelta al mundo en 80 días que proponía Julio Verne en globo quizá sea un viaje un poco incómodo y bastante agotador (en estas cosas no son buenas las prisas).
Y quizá más inquietante es que unos cuantos seres con forma de niños del Tercer Mundo pero más pálidos, te inviten a su nave espacial como en “Encuentros en la 3ª fase”. Se puede querer iniciar una nueva vida o tener experiencias-límite, pero ésto es ya demasiado.
Donde nunca me verán es en un submarino o en un cohete, menuda claustrofobia. No comprendo cómo hay gente que incluso paga lo que haga falta para que le dejen ir al espacio en uno de esos artilugios. Extravagancias de millonarios.
Cuántos sitios me quedan aún por recorrer, cuántos lugares del Mundo tengo aún que ver. Da igual lo accidentado que pueda ser el viaje, lo importante es conocer.
 
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