viernes, 19 de diciembre de 2008

Burocracia




Hace poco asistí a un curso en el que se hablaba de políticas de mejora de la Administración Pública, y entre ellas se señalaba, además del uso de las nuevas tecnologías que se van implantando, la progresiva supresión de trámites burocráticos, hacer como una simplificación de las jerarquías administrativas y de los muchos pasos que hay que dar hasta que los papeles llegan a su destino.
Los profesores consideraban vergonzoso el hecho de que una persona fuera enviada de una ventanilla a otra cada vez que necesitaba resolver un asunto con la Administración. Lo cierto es que lo que ahora se lleva mucho es que te den un numerito, como en los supermercados, y que estés pendiente de un panel electrónico hipnotizador y estresante.
Se suele hablar de la Madre Administración y del Padre Estado, pero ni la una ni el otro cumplen esa misión, antes al contrario, los ciudadanos vivimos huérfanos de progenitores que velen por nosotros y nos lleven de la mano cuando tenemos alguna dificultad.
La Administración no ha dejado de ser nunca un ente gigantesco y oscuro con el que nos tenemos que topar más de una vez a lo largo de nuestra vida, tanto si somos usuarios como si trabajamos en él, como es mi caso. Decir que se es funcionario constituye hoy en día algo casi vergonzoso, algo que hubiera que ocultar, como si no fuera una ocupación normal y con algún sentido, sino más bien una forma de vegetar.
En el primer trabajo en el que estuve aún eran los tiempos de la máquina de escribir, el papel cebolla y el papel carbón. Tenía un compañero que escribía en dos libros enormes todo lo concerniente a las bajas de enfermedad y accidente. Las hojas lucían un tonillo entre amarillento y marrón, por los muchos años que acumulaban y los que les quedaban, porque aquello era tan grande que no se acababa nunca. Estaban desencuadernados, y su visión era bastante penosa.
Una de mis ocupaciones era rellenar y poner al día un montón de fichas de cartulina con los datos del personal, que luego se guardaban en archivos de cajón forrados de verde.
Tan solo uno de los compañeros tenía un ordenador, un modelo aparatoso que funcionaba mal y al que solía golpear sin piedad para que no se quedara bloqueado, y cada vez que lo hacía salía una pequeña nube de polvo de las rejillas de ventilación traseras. Tecnología punta.
Cuando me ocupaba de las becas de estudios del personal, era el momento en que podía poner en práctica alguna manera de agilizar los trámites burocráticos. Como casi todos los peticionarios eran trabajadores de la construcción, de mediana edad e incluso ya mayores, la mayoría eran analfabetos o tenían mucha dificultad para leer y escribir. Yo me ofrecía a rellenarles el montón de impresos que tenían que presentar y hacerles fotocopias de todo. Además tenía que pasar las solicitudes a la firma de al menos tres jefes distintos. Ocupándome yo misma de todo y procurando ir ligerito era la única forma de hacer que tanto trámite no alargara enormemente el interminable y tedioso proceso.
Recuerdo especialmente a uno de los trabajadores, que tenía tres hijos que sacaban una media de sobresaliente. Yo se lo alababa mucho y él, que era un hombre muy afable y con muy buen carácter, me lo agradecía sinceramente. Alguno hubo que, intentando corresponderme, me trajo un frasco enorme de miel de la Alcarria y cuando, avergonzada porque estaban delante mis compañeros intentaba rechazar el regalo, como se ofendía lo tenía que aceptar, para envidia de mi jefa, que sí aceptaba regalos gustosa y por su puesto en la escala administrativa se creía que cualquier detalle que la gente quisiera tener debía ser exclusivamente para ella.
Me acuerdo también de otro que me regaló un jarroncito con una flor de tela rosa. La gente suele ser agradecida cuando pones un poco de interés en lo que haces e incluso vas un poco más allá del frío y burocrático trabajo administrativo.
Precisamente salió este tema durante el curso. Es evidente que no se pueden aceptar regalos como contraprestación a nuestro trabajo, de ninguna clase, y el profesor puso el ejemplo de un jefe que tuvo que, como le regalaban todas las Navidades una gran cesta y no era cuestión de devolverla, hacía unos números y sorteaba su contenido entre los empleados.
De todas formas, estamos aún lejos de suprimir la burocracia y ponernos al nivel de otros países. Los norteamericanos, por ejemplo, se pueden divorciar haciendo la solicitud de mutuo acuerdo y depositando la tarifa fijada en una especie de cajero, y se obtiene la resolución al momento. No hacen falta jueces ni abogados para trámites tan frecuentes y en los que poco o nada tienen que decir sobre lo que una pareja haya decidido. A veces es mejor una Administración informatizada, por aséptica que pueda parecer, que una con oficinas llenas de colas, ventanillas y trámites interminables.
En Europa está mal visto quedarse trabajando más allá de las cinco de la tarde, porque eso quiere decir que no se ha sido capaz de sacar el trabajo durante la jornada laboral normal.
Cada vez más se tiende a funcionar con el teletrabajo en casa también en lo que a la Administración se refiere: grupos pequeños de empleados que se distribuyen el trabajo estableciendo su propio horario y sólo tienen que dar cuentas del rendimiento final.
Atrás deberían quedar las oficinas llenas de legajos, expedientes, manguitos, los lugares donde las llamadas telefónicas se contestan pasando la “pelota” a otro. He conocido a unos cuantos que para no trabajar escurrían el bulto o decían que era en otro departamento donde se hacía una determinada cosa. Y esos son los que dan la triste fama que tenemos los funcionarios y la Administración.
Aunque la definición de burocracia sea la manera de conseguir una correcta y adecuada organización del trabajo, en realidad se trata de una forma de alargar los procesos para hacer desistir a los interesados. Será que la gente pide demasiado, y las arcas y los cerebros hace tiempo que están vacíos.

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