lunes, 1 de diciembre de 2008

Accidentados viajes


Nunca se sabe, cuando se viaja, lo que le puede pasar a uno, y cualquier medio de transporte es propicio para la aventura.
En el metro, sin ir más lejos, algo que todo el mundo usa con frecuencia, yo he llegado a ver a la gente dentro del vagón con el paraguas abierto porque al pasar por debajo del Manzanares los días de mucha lluvia suele haber filtraciones, y en aquel momento los vagones que circulaban por la línea que pasa por mi barrio eran de los antiguos y tenían rendijas por todos lados.
En el autobús recuerdo miles de anécdotas, pero especialmente a dos conductores que hace tiempo estaban en una de las rutas que hay donde vivo. Uno de ellos, joven y un poco chuleta, era muy original. Solía coger su coche a primera hora de la mañana. Pues allí le tenías a él, con una gran bufanda al cuello y la música de la radio a toda pastilla, lanzando desde su asiento chorros kilométricos de un líquido que tenía en un envase de plástico y con el que quitaba el vaho de los cristales delanteros los días de mucho frío.
El otro conductor que me viene a la memoria era un señor maduro, rubicundo y en apariencia bonachón, que sin embargo solía hablar solo en voz alta profiriendo quejas de todas clases y que a veces se picaba con algún que otro pasajero. Le gustaba tirarse por toda la calle Segovia abajo a toda pastilla, de forma que en verano si estaban las ventanillas abiertas no era raro que volaran cosas por ahí. Como experiencia era muy excitante para el que le gusten las emociones fuertes, pero para los que están delicados del corazón no se lo recomiendo.
El autocar tampoco se queda atrás, desde pinchar una rueda en pleno trayecto hasta una vez que estallaron las lunas delanteras por efecto del contraste enorme entre el frío que teníamos en el interior por el aire acondicionado, y el calor de fuera. O en una ocasión que una tormenta de verano nos obligó a parar a un lado de la cuneta porque caía una cortina de agua tan grande que no veíamos a dos pasos por delante de nosotros.
De los viajes en coche no se me olvidará nunca una vez que mi ex marido y yo hicimos un viaje a Galicia siendo novios. Tenía por entonces su automóvil viejo y durante el camino se le cayó el retrovisor interior, no funcionaba mi cinturón de seguridad, tenía que ir sujetando la puerta de su lado porque se abría sola, y descubrió un escape en el depósito de la gasolina que no había detectado hasta ese momento porque nunca lo llenaba del todo. Íbamos dejando un rastro a nuestro paso que si a alguien se le hubiera ocurrido tirar una colilla hubiéramos parecido un cometa. Por no decir que al llegar a nuestro destino y tener que subir una rampa se le rompió el freno de mano. Como le tenía tanto cariño a su coche y no se quería desprender de él decía que yo era una exagerada, que no le pasaba nada.
Pero los atascos en las carreteras pueden ser memorables. En un viaje en el coche de mi cuñado lo recuerdo parando el motor y sacando una pierna para impulsar el coche aprovechando los tramos que hacían una pequeña pendiente, ya que nos movíamos muy poco.
A mí me contaron en una ocasión que hasta han llegado a ver gente desplegando una mesa y unas sillas sobre el techo de su furgoneta para disponerse a comer. Los atascos se pueden llevar de muchas maneras, y a veces hay que ser práctico.
Cuando yo estaba aprendiendo a conducir tenía cierta tendencia a llevarme los retrovisores de los coches aparcados a mi derecha. Además descubrí que mi miopía era lo bastante importante como para necesitar gafas, ya que cuando iba por la autopista no acertaba a distinguir lo que decían los paneles electrónicos ni muchas de las señales verticales. Sin embargo lo de meter la 5ª lo echo mucho de menos.
El paradigma de lo que es viajar sin prisas fue para mí el caso de un conductor de camión que ví una vez. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que estacionarse en mitad de una carretera que pasa por la parte de atrás de mi casa y sacar un gran termo de café con leche, un tazón de desayuno y un paquete de bollos. Mientras él mojaba, se formó detrás de él una cola de coches que no paraban de pitarle, pero él ni se inmutó. Algún conductor salió de su coche, pero al acercarse al camión y ver la mole de persona que era por su ventanilla, protestaban un poco y la cosa no pasaba de ahí. Tuvieron que esperar hasta que terminó y decidió arrancar.
En cuanto al avión, lo más terrorífico que hay es cuando te dicen por megafonía en pleno vuelo que vas a diez mil metros por encima del suelo, a mil kilómetros por hora, y a cuarenta grados bajo cero. Pienso que no sé para que nos dan un paracaídas, pues en caso de accidente si aquello estalla en el aire quedamos pulverizados, si se incendia nos quemamos sin remisión porque es como una ratonera, y si caemos al vacío o nos asfixiamos por la falta de oxígeno o nos congelamos por las temperaturas tan bajas. Lo de caer al mar con avión y todo y permanecer allí encerrados como si fuera un submarino hasta que vengan a rescatarnos en cosa de películas.
El tren es quizá el medio de transporte que más me gusta. Este verano, en el Altaria, ví a un señor que para ir al servicio se desplazaba descalzo, con sus calcetines solamente, sobre la mullida moqueta que hay en los vagones, agarrado a una cartera de piel muy usada de la que parecía no querer desprenderse en ningún momento. Parecía que estaba como en su casa.
Pero para viajes en tren los que hacía yo de niña en el coche-cama para ir a Alicante, cuando por entonces un recorrido que ahora supone unas cuantas horas antes era una noche entera. Qué emoción acostarnos en aquellas literas. Lo malo era la almohada, que era como un cilindro duro e incómodo. El vaivén del vagón nos adormecía. De vez en cuando, si me despertaba de madrugada, descorría las cortinillas y miraba por la ventana la estación en la que nos hubiéramos parado, desierta a esas horas e iluminada sólo por una luz mortecina.
Las estaciones de tren me producían una cierta fascinación, la enorme esfera blanca del reloj en lo alto sobre la cabecera de las vías, el techo acristalado atravesado por un entramado de hierros negros de forja, el ir y venir de gente, maletas y trenes, el pitido de la locomotora anunciando la marcha, las despedidas…. Tenía todo para mí un regusto melancólico.
Me vienen a la cabeza otros viajes, más fantásticos, que no me hubiera importado hacer si pudieran llevarse a cabo: el coche que Pipi Calzaslargas hacía volar usando una pasta verdosa como combustible y que iba soltando a chorros con mucho ruido por el tubo de escape, o una cama sostenida por un gran globo en el que viajó ella también con sus amigos. O la cama voladora de “La bruja novata”, que incluso se sumergía en el mar y se movía en completa armonía con los peces. La vuelta al mundo en 80 días que proponía Julio Verne en globo quizá sea un viaje un poco incómodo y bastante agotador (en estas cosas no son buenas las prisas).
Y quizá más inquietante es que unos cuantos seres con forma de niños del Tercer Mundo pero más pálidos, te inviten a su nave espacial como en “Encuentros en la 3ª fase”. Se puede querer iniciar una nueva vida o tener experiencias-límite, pero ésto es ya demasiado.
Donde nunca me verán es en un submarino o en un cohete, menuda claustrofobia. No comprendo cómo hay gente que incluso paga lo que haga falta para que le dejen ir al espacio en uno de esos artilugios. Extravagancias de millonarios.
Cuántos sitios me quedan aún por recorrer, cuántos lugares del Mundo tengo aún que ver. Da igual lo accidentado que pueda ser el viaje, lo importante es conocer.

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