viernes, 12 de diciembre de 2008

Un sueño hecho Navidad


Este año que mis hijos son plenamente conscientes del origen de los regalos que reciben en Navidad, parece que su ilusión se haya visto reducida a poner unas cuantas cruces junto a los juguetes que les gustan en el catálogo de El Corte Inglés.
Ana dice que seguirá escribiendo su carta a los Reyes, como siempre, y colocándola en el árbol navideño, a los pies del cual aparecerán los objetos deseados durante la madrugada del día señalado, como es tradición.
Miguel Ángel protesta porque asegura que el año pasado ya lo sabía, pero una cosa es conocer algo y otra es ser, como dije al principio, plenamente consciente, proceso de más lenta evolución que hace que ciertos descubrimientos que no siempre son agradables penetren en la mente de forma paulatina, lo que se suele decir “caerse del guindo” poco a poco, para no hacerse mucho daño, algo en lo que su madre, osea yo, tiene amplia experiencia.
Lo único que cambia cada año en Navidad es la última horterada que se han inventado para llevar puesta, casi siempre en la cabeza, y que se puede encontrar en los puestos de artículos de broma junto a la plaza Mayor. Y la mayor novedad ha sido que nadie tira petardos, al menos por ahora, algo que tanto mi madre como yo agradecemos profundamente.
Como es habitual, se formulan recomendaciones para evitar el despilfarro propio de estas fiestas, mientras nadie hace nada para que los precios, sobre todo los de la comida, se tripliquen.
Dicen que hay que apretarse el cinturón porque hay crisis, pero yo sigo viendo miles de personas inundando las calles, no sé si para disfrutar únicamente del ambiente navideño o para comprar compulsivamente, que todo puede ser. Este año especialmente me ha parecido que la cantidad de gente que circula por Madrid es aún más grande que en cualquier otro año. Serán imaginaciones mías, o que en esta ciudad somos cada vez más, demasiados quizá.
La Navidad va siendo menos una celebración íntima, hogareña y religiosa, y más una especie de espectáculo de luces y color, y de cosas materiales, es una época que se va volviendo vacía porque está perdiendo su auténtico significado. La gente siente más las ausencias, su pobreza (sobre todo espiritual), y creo que por eso se echa a la calle, porque se busca más la compañía de los demás.
La crisis no impide que salgamos de casa y nos miremos ahí fuera las caras para comprobar que, al fin y al cabo, todos somos uno, que navegamos en el mismo barco, que no estamos solos en el mundo. Aunque pueda parecer que pasamos unos al lado de otros apenas rozándonos o dedicándonos tan sólo un breve vistazo, en realidad somos en estas fechas más conscientes de los que nos rodean, de las cosas que pasan alrededor. Por eso se apela a la caridad más que nunca, por eso es cuando más donativos se hacen. Es como si ser generosos y humanitarios tuviera sólo una época al año y el resto del tiempo volvemos a ser los de siempre, cada uno a lo suyo.
En un pueblo de Denver, en el que vive la hija de una amiga mía, se ponen en las calles los adornos de Navidad en otoño y ya no se quitan hasta que termina la primavera, sólo porque embellecen y hace que todo parezca más acogedor, más bonito. Aquí podría cundir el ejemplo, aunque deberían cambiar la iluminación de algunas de las calles principales de Madrid, que no se han lucido mucho este año precisamente, y retirar de paso el horroroso árbol de Navidad que hay en la Puerta del Sol. Que pongan el de toda la vida, que era precioso, y si no quieren talar árboles, cosa que me parece muy lógica, que pongan uno artificial, que tampoco está mal. Y de paso que se acuerden de barrios que, como el mío, no son comerciales pero en los que también nos gusta que se note la Navidad.
Este año he fotografiado, como si fuera una turista en mi propia ciudad, las grandes bolas luminosas que cuelgan en medio de la calle del Carmen, y que oscilan un poco amenazadoramente los días de mucho viento. A lo mejor vamos a acabar como Indiana Jones, cuando huía perseguido por aquellas bolas gigantescas que rodaban tras él por los estrechos laberintos en los que andaba siempre metido. Los discos luminosos de la plaza Mayor también son bonitos.
En mi casa, superados los inconvenientes de mi divorcio, disfrutamos de una paz y un bienestar como no había habido nunca, y por nada del mundo quisiera que nada ni nadie pudiera estropearlo. Es más hogar ahora que cuando estaba casada. Aunque pueda parecer egocéntrico decirlo, mis hijos han aprendido y mi ex marido ha comprendido, aunque ya un poco tarde, que el hogar realmente está donde esté yo.
No me importaría pasar una Navidad en la típica casita con porche y chimenea humeante, rodeada de nieve y con un trineo a la puerta, en un pueblecito pequeño y acogedor, como veíamos en las películas de nuestra infancia. Es un sueño, de los muchos que tengo, que querría que algún día se hiciera realidad, un sueño que desearía que alguna vez se hiciera Navidad.
Pasemos estas fiestas con el convencimiento de que seguramente tendremos más que muchos, y algunas veces ni siquiera nos lo mereceremos.

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