Cuando decimos que una persona es heroica solemos hacer mención a gente que se hace famosa por sus acciones o virtudes, y por extensión recibe también este nombre la poesía que narra o canta gloriosas hazañas o hechos grandes y memorables, según las definiciones que se pueden encontrar en el diccionario.
Pero no siempre la heroicidad lleva consigo la fama y el reconocimiento general. Parece que es menos gratificante ser héroe cuando nadie más que nosotros y el objeto de nuestro valor lo saben. Debe ser algo así como el que dice que es muy creyente y religioso sólo por el respeto y la admiración que ésto pudiera despertar en los demás y no por propia creencia, y para demostrarlo basta con darse unos cuantos golpes de pecho en un sitio concurrido, la iglesia sin ir más lejos, arrastrarse de rodillas o caminar descalzo en una procesión a modo de penitencia y a la vista de todo el mundo. Si no hay espectadores la cosa no tiene gracia.
Héroes anónimos hay a montones, y sólo falta con que a cualquiera de nosotros nos pongan a prueba en un momento dado para descubrir un arrebato, una energía irracional, generosa y noble que yace escondida en lo más profundo de nuestro ser y que saca a relucir lo mejor que llevamos dentro.
No siempre los actos así realizados, siguiendo un primer impulso, nos benefician en cuanto a lo que a nuestra integridad física se refiere, pero el beneficio moral, si logramos contarlo, es permanente e incalculable.
El acto heroico busca normalmente salvar vidas a costa de la propia supervivencia. Si nos lo pensáramos dos veces, seguramente nunca daríamos ese paso, nunca seríamos heroicos. Pero el ser humano, incluso el que aparentemente pueda estar más envilecido, es capaz, necesita dar de sí lo mejor que posee, incluso sin ser consciente de que alberga esos valores.
Luego puede que venga el comentario posterior, cuando el héroe no vive para contarlo o queda maltrecho, que es cuando se dice aquello de “pobre diablo”, “qué necesidad tenía”, “de qué le ha servido”.
Hay cosas que dan sentido a una vida, aunque supongan el fin de la misma, más por el aplauso interior que podamos darnos que por el que pueda venir de los demás. Son momentos que quedan en la memoria colectiva cuando se dan a conocer, y quizá no por mucho tiempo, pero sí en la del que los ha protagonizado, y para siempre.
Existen personas que sí han alcanzado la fama, precisamente porque salvaron a muchos y no pudieron salvarse a sí mismos, como la historia que he leído hace poco sobre un encargado de seguridad de una de las torres gemelas cuando el atentado del 11-S. Casos así impresionan enormemente, ponen los pelos de punta.
Pero no siempre el héroe anónimo pasa a los anales o consigue incluso la beatificación por sus buenas y extraordinarias acciones. No podemos olvidar a las madres divorciadas o viudas que sin casi ninguna ayuda sacan adelante a sus hijos, entregándose en cuerpo y alma a ellos durante muchos años, hasta que salen adelante. O esos hombres que trabajan a diario en profesiones que hacen peligrar su vida por conseguir llevar un trozo de pan con que sustentar a sus familias. Y, en fin, todos aquellos que son víctimas de cualquier injusticia y que, sin embargo, se aferran a la vida y a sus valores para no sucumbir a la desesperación, sacando fuerzas de donde creemos muchas veces que ya no nos queda nada.
Yo he sido beneficiaria del heroísmo anónimo y también en alguna ocasión ejecutora de ese heroísmo. Quién no ha echado una mano alguna vez cuando se ha terciado en un momento difícil y delicado para los demás. Cuántos pequeños detalles tienen lugar todos los días y en todas partes del mundo, que se hacen en un momento y pasan desapercibidos para el resto, pero que son cruciales para la vida, y que por su fugacidad cuesta incluso recordarlos con el paso del tiempo.
Aún recuerdo aquella película, “Héroe por accidente”, en la que se veía a un fracasado al que todo le iba mal y que carecía a simple vista de los valores y la ética que se supone tenemos la mayoría de las personas, que en un momento dado es testigo de un accidente de avión y poniendo en peligro su vida se introduce dentro del aparato, que estaba en llamas, para salvar a todos los pasajeros que se encontraban en su interior, cargando incluso con ellos porque la mayoría estaban muy malheridos, tragando humo y pasando miedo. Él, que era un hombre de complexión menuda, sacó fuerzas de flaqueza y desarrolló una energía como nunca hubiera pensado que podría tener. No sabía por qué lo había hecho, y cuando lo pensaba le daba pavor, le parecía que es que se había vuelto loco por un momento. Le importaba un pimiento el reconocimiento ajeno, sólo se interesó por el dinero que iban a dar al que se presentara diciendo que había sido el héroe anónimo, y le llega a proponer al que se quiso hacer pasar por él que se repartieran el dinero y el otro se llevara los oropeles, que a él no le importaban y hasta le disgustaban. Y es que para ser héroe tampoco hacen falta unas cualidades excepcionales.
Nuestra existencia se sustenta gracias a esas pequeñas y grandes heroicidades, a esos héroes anónimos de los que somos al mismo tiempo objeto y parte integrante. Su mérito radica precisamente en que no esperan nunca el reconocimiento ajeno, incluso puede parecerles molesto. Sólo están ellos como testigos de su propia grandeza.
Pero no siempre la heroicidad lleva consigo la fama y el reconocimiento general. Parece que es menos gratificante ser héroe cuando nadie más que nosotros y el objeto de nuestro valor lo saben. Debe ser algo así como el que dice que es muy creyente y religioso sólo por el respeto y la admiración que ésto pudiera despertar en los demás y no por propia creencia, y para demostrarlo basta con darse unos cuantos golpes de pecho en un sitio concurrido, la iglesia sin ir más lejos, arrastrarse de rodillas o caminar descalzo en una procesión a modo de penitencia y a la vista de todo el mundo. Si no hay espectadores la cosa no tiene gracia.
Héroes anónimos hay a montones, y sólo falta con que a cualquiera de nosotros nos pongan a prueba en un momento dado para descubrir un arrebato, una energía irracional, generosa y noble que yace escondida en lo más profundo de nuestro ser y que saca a relucir lo mejor que llevamos dentro.
No siempre los actos así realizados, siguiendo un primer impulso, nos benefician en cuanto a lo que a nuestra integridad física se refiere, pero el beneficio moral, si logramos contarlo, es permanente e incalculable.
El acto heroico busca normalmente salvar vidas a costa de la propia supervivencia. Si nos lo pensáramos dos veces, seguramente nunca daríamos ese paso, nunca seríamos heroicos. Pero el ser humano, incluso el que aparentemente pueda estar más envilecido, es capaz, necesita dar de sí lo mejor que posee, incluso sin ser consciente de que alberga esos valores.
Luego puede que venga el comentario posterior, cuando el héroe no vive para contarlo o queda maltrecho, que es cuando se dice aquello de “pobre diablo”, “qué necesidad tenía”, “de qué le ha servido”.
Hay cosas que dan sentido a una vida, aunque supongan el fin de la misma, más por el aplauso interior que podamos darnos que por el que pueda venir de los demás. Son momentos que quedan en la memoria colectiva cuando se dan a conocer, y quizá no por mucho tiempo, pero sí en la del que los ha protagonizado, y para siempre.
Existen personas que sí han alcanzado la fama, precisamente porque salvaron a muchos y no pudieron salvarse a sí mismos, como la historia que he leído hace poco sobre un encargado de seguridad de una de las torres gemelas cuando el atentado del 11-S. Casos así impresionan enormemente, ponen los pelos de punta.
Pero no siempre el héroe anónimo pasa a los anales o consigue incluso la beatificación por sus buenas y extraordinarias acciones. No podemos olvidar a las madres divorciadas o viudas que sin casi ninguna ayuda sacan adelante a sus hijos, entregándose en cuerpo y alma a ellos durante muchos años, hasta que salen adelante. O esos hombres que trabajan a diario en profesiones que hacen peligrar su vida por conseguir llevar un trozo de pan con que sustentar a sus familias. Y, en fin, todos aquellos que son víctimas de cualquier injusticia y que, sin embargo, se aferran a la vida y a sus valores para no sucumbir a la desesperación, sacando fuerzas de donde creemos muchas veces que ya no nos queda nada.
Yo he sido beneficiaria del heroísmo anónimo y también en alguna ocasión ejecutora de ese heroísmo. Quién no ha echado una mano alguna vez cuando se ha terciado en un momento difícil y delicado para los demás. Cuántos pequeños detalles tienen lugar todos los días y en todas partes del mundo, que se hacen en un momento y pasan desapercibidos para el resto, pero que son cruciales para la vida, y que por su fugacidad cuesta incluso recordarlos con el paso del tiempo.
Aún recuerdo aquella película, “Héroe por accidente”, en la que se veía a un fracasado al que todo le iba mal y que carecía a simple vista de los valores y la ética que se supone tenemos la mayoría de las personas, que en un momento dado es testigo de un accidente de avión y poniendo en peligro su vida se introduce dentro del aparato, que estaba en llamas, para salvar a todos los pasajeros que se encontraban en su interior, cargando incluso con ellos porque la mayoría estaban muy malheridos, tragando humo y pasando miedo. Él, que era un hombre de complexión menuda, sacó fuerzas de flaqueza y desarrolló una energía como nunca hubiera pensado que podría tener. No sabía por qué lo había hecho, y cuando lo pensaba le daba pavor, le parecía que es que se había vuelto loco por un momento. Le importaba un pimiento el reconocimiento ajeno, sólo se interesó por el dinero que iban a dar al que se presentara diciendo que había sido el héroe anónimo, y le llega a proponer al que se quiso hacer pasar por él que se repartieran el dinero y el otro se llevara los oropeles, que a él no le importaban y hasta le disgustaban. Y es que para ser héroe tampoco hacen falta unas cualidades excepcionales.
Nuestra existencia se sustenta gracias a esas pequeñas y grandes heroicidades, a esos héroes anónimos de los que somos al mismo tiempo objeto y parte integrante. Su mérito radica precisamente en que no esperan nunca el reconocimiento ajeno, incluso puede parecerles molesto. Sólo están ellos como testigos de su propia grandeza.
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