viernes, 24 de abril de 2009

Paternidad


Hace poco, estando en una farmacia, ví que tenían sobre el mostrador unos folletos en los que anunciaban varias posibilidades para las mujeres que estuvieran embarazadas: saber el sexo del bebé, aún tratándose de una concepción reciente; hacer un mapa genético del no nato, analizando su ADN; y saber la paternidad de la criatura, por si hubiera lugar a dudas. Es alucinante lo que se puede llegar a conseguir con una simple muestra de sangre, pruebas que parecen al alcance de todos, cuando hasta hace no mucho eran costosísimas y se realizaban en casos muy concretos.
He leído en Internet que una de cada cuatro pruebas de paternidad dan como resultado que el futuro hijo no es de quien se las ha hecho, es decir, “en el 25% de los casos el padre tiene razón en dudar de que el hijo que cree que es suyo no lo sea”.
En EE.UU., siempre a la vanguardia innovadora también en ésto, empieza a venderse de forma libre en algunas farmacias pruebas de paternidad caseras, que también se pueden comprar on- line. Con este maravilloso kit y siguiendo las instrucciones, guardas las muestras “en un sobre y se envían por correo al laboratorio. (…) Los resultados son enviados por correo ordinario, correo electrónico o a través de Internet al que se puede acceder con una clave personal." El precio es bastante caro, “dependiendo del laboratorio, de las personas implicadas en la prueba (…) y de la urgencia del trámite”.
Lo de la paternidad me hace mucha gracia. No hace mucho leí que el hombre había reprimido tradicionalmente la sexualidad femenina por este motivo. La necesidad ancestral del varón de asegurarse una descendencia, con la creencia de que esos hijos son suyos y no de ningún otro, es algo que se perpetúa hoy en día. Mientras el hombre siempre ha tenido campo abierto en sus relaciones sexuales, a la mujer no le estaba permitido. A nosotras nos han dicho que teníamos que llegar vírgenes al matrimonio, “mocitas” como he oído alguna vez, pero nunca se han cuestionado las costumbres del hombre, era un tema irrelevante, antes al contrario, la virginidad masculina parece motivo de vergüenza.
Esta represión hacia la mujer sigue latente, sobre todo en ciertos países y ciertas culturas. El burka o la ablación son las pruebas extremas de ello.
Es bastante patético que el hombre se siga preocupando por estas cuestiones. Si un hombre quiere tener un hijo pero duda de la honestidad de la mujer con quien quiere tenerlo, es mejor que ni lo intente. Puede que él sea incapaz de ser honesto y por eso pone en tela de juicio las “costumbres” de los demás. Es un pensamiento prehistórico ver a la mujer como un simple vehículo reproductivo, no somos úteros con patas. El mundo civilizado basa el deseo de tener hijos en el amor, la confianza y la comprensión mutua, las mujeres no somos herramientas de nada, no tenemos por qué ser utilizadas para nada.
Pasamos por tiempos en los que la creciente promiscuidad en la forma como nos relacionamos hace que podamos tener dudas sobre la paternidad de los hijos. Yo conocí a una que no sabía, cuando se quedó embarazada, quién era el padre de su futuro vástago. No se puede estar más desorientada en la vida. Y encima hacen un musical de éxito con este argumento. Es lamentable: una mujer que se precie no debe caer nunca en esos pozos de confusión tan insondables, no porque censure la variada actividad sexual del que no tiene una pareja estable, sino porque precisamente por eso la llegada de un hijo no tiene sentido alguno. Un hijo no es como un animalito de compañía, o como unos zapatos que compramos en una tienda porque se nos han antojado. Por eso a muchas les interesa tener hijos y quién sea el padre es lo de menos.
No es una cuestión de moral ni religión, es una cuestión de humanidad hacia esa criatura inocente que es engendrada sin el amor ni la voluntad de dos; es un problema de dignidad personal de la mujer, cuando se convierte en el patético vehículo de una nueva vida no deseada, siendo en realidad como es, en condiciones normales, motivo de infinita alegría.
Puede que en otros ámbitos de la existencia nos dejemos llevar por la confusión en un momento dado, pero en un tema tan crucial como éste hay que tener siempre las cosas muy claras.
Yo lo que pongo en duda es la paternidad efectiva de los hombres. Los hay que, como mi ex marido, no fueron capaces de desarrollar esa faceta ni en lo práctico ni en lo emocional, por lo que no es extraño que cuando llega una separación se desentiendan, como también hace él, de la mayoría de los gastos de los hijos. Lo que pone de manifiesto que padre biológico puede ser cualquiera, pero padres de verdad no creo que haya tantos.
Cómo debe estar el patio cuando hasta en una farmacia tienes tan al alcance de la mano la posibilidad de hacerte un análisis para saber la paternidad de un bebé. Y debe ser un asunto de creciente demanda porque ya lo he visto en más de una.
Puede que en la mayoría de los casos nosotras sí lo tengamos claro y sean ellos los que no las tengan todas consigo.
Buen hombre: si la incertidumbre se apodera de usted, acuda a la farmacia más cercana a que le saquen un poco de sangre, o hágaselo usted mismo en casa. Las dudas es mejor despejarlas cuanto antes.

jueves, 23 de abril de 2009

Bodorrios


Las costumbres que existen en este país desde hace años en lo que a bodas se refiere resultan de lo más extrañas y grotescas si se mira bien. No hace falta ver los videos que ponen en televisión con todo tipo de contratiempos (caídas, despistes, borracheras, bromas pesadas) que por lo lamentables que son no sé cómo pueden producir hilaridad en el público. A mí me da más bien pena y vergüenza ajena.
Por la forma como se desarrollaba una ceremonia nupcial se sabía la extracción social de los contrayentes, pero hoy en día parece que las diferencias de clase casi no se perciben, a no ser que se trate de un enlace de alto copete, en el que a veces se pasa al extremo opuesto, pues de tan refinados que pretenden parecer terminan siendo ridículos y cursis.
Yo he visto, y padecido en mis propias carnes cuando me llegó la hora, de todo: trozos de corbata del novio metidos en una botella vacía, trozos de calzoncillos del novio, algunos con color marrón porque los requeman con un mechero para que parezcan que están sucios, la liga de la novia que más parece una cabaretera que otra cosa, el tener que lamer la enorme espada que te dan para partir la tarta, cortar una banda de tela al entrar en el salón del banquete como quien inaugura un monumento, o en la iglesia el típico niño al que nadie sujeta y que le da por pisar la cola de la novia o tirarle del velo. Y cuando vas a salir te pueden tirar desde arroz a judías blancas, lentejas, de todo, se podría hacer una menestra de verduras o un plato de legumbres variadas con ello. Una vez vi que rociaban a los novios, amigos míos, con unos sprays que soltaban como churretones de colores. Menos mal que no manchaban. Aquí debería implantarse la costumbre que hay en Francia de tirar pétalos de rosa.
Durante el banquete puede pasar de todo, desde las invitadas que llenan bolsas de plástico con los langostinos (los que han vivido la guerra civil, supongo, que todavía se acuerdan del hambre que pasaron), hasta gritos de la concurrencia pidiendo que se bese todo el mundo, primero los novios, luego los consuegros, y la madre que los parió a todos.
Yo he llegado a ver en una boda entrar en el salón al hermano y los amigos del novio con unas tijeras gigantes y hacer como que le cortaban la corbata. O una compañera de trabajo que tuvo mi hermana hace tiempo, a la que a su marido le hicieron desnudarse en los servicios para ponerle unos pañales gigantes.
Hace años, en la boda de una prima de mi madre, recuerdo que apagaron las luces del salón para iluminar con focos una parte del techo, del que bajó lentamente una enorme tarta nupcial. Comprendo que una boda sin tarta nupcial no parece boda, pero convertirla en el centro del espectáculo es demasiado.
En las bodas de mis primos se nota que lo que más les preocupa es el qué dirán y el aparentar. Salvo en la boda de una prima, que la cena fue deliciosa y todo estuvo muy bien, en las demás ni sabías lo que comías, con eso de la “nouvelle cuisine” tan creativa y original, o como en los restaurantes muy caros que no ponen mucha cantidad porque no resulta fino. Así fue que una prima puso un diminuto huevo de codorniz en medio de un plato enorme y con unas salsas de colores, todo muy artístico.
Otra prima dio un cocktail con muchísimos invitados y había que estar todo el tiempo de pie, abriéndote paso entre la confusión. Aunque era un sitio de alto copete, la tortilla rebotaba en el suelo si se te caía un trozo, y se veía a la gente con el plato debajo de la axila dirigiéndose a las mesas donde estaba la comida.
Algún sector de mis primos, los peores, criticaban a otro sector que es más moderado porque los amigos de éstos vitoreaban a los novios haciendo girar sus servilletas en alto y eso les parecía que era dar la nota. Pues tampoco es para tanto.
Hay ritos mucho más complicados que el católico en esto del casorio: no hay más que ver a los judíos ortodoxos cuando los novios entran en la sinagoga bajo palio y unas vez frente al sacerdote les atan las manos con un lazo, ponen coronas sobre su cabeza y dan vueltas en círculo para terminar rompiendo la copa de la que han bebido vino. Para todo hay un simbolismo, pero tiene que ser un martirio pasar por una ceremonia tan larga y complicada.
Una boda suele ser uno de los días más importantes en la vida de una persona, y suele ser justo el día en el que rara vez sale todo como lo tienes previsto.
Hoy en día las ceremonias nupciales se han convertido en un trámite social casi obligado más que en un acto de unión de dos personas que se quieren y que desean ser bendecidos con un sacramento, el sentido religioso es lo de menos.
Es una ocasión que cada vez más está perdiendo su verdadero sentido de amor y celebración, y puede llegar a convertirse en una multitudinaria pesadilla.
Por eso, cuando veo una boda sencilla, íntima, en la que todos los que participan están entregados al momento que viven con ilusión y alegría, me quedo maravillada, con naturalidad, sin salidas de tono. Acabemos con los graciosillos y los boicoteadores. Las bodas son para los que se casan, lo demás sobra.

miércoles, 22 de abril de 2009

Recuerdos de familia




Sacaron hace poco mis padres las fotos que reflejan su vida, fotos que ya he visto muchas veces y que no me canso de contemplar. Mi padre en Ceuta, donde nació, cuando aún era muy pequeño, y en Sidi Ifni, con sus hermanos, sus padres y sus amigos. Se ve al abuelo, militar, con distintos uniformes en diferentes momentos, aire sereno, enjuto el rostro, muy delgado y más que serio meditabundo, con un aire de cierta melancolía en los ojos, grandes, oscuros y profundos, muy elegante siempre. La abuela, delicada y bellísima, como una porcelana.
Las modas de los años 40-50, con los hombres tan trajeados y las mujeres con vestidos bonitos y favorecedores. Sol, palmeras, camellos, desierto. Unas cuantas casas aquí y allá en una llanura junto a unos montes, y en frente el mar.
Papá parecía estar siempre de broma, divertido en la playa con sus primas y primos, y una de sus abuelas. Luego en Madrid en los 60, veinteañero, tan delgado, con su eterno bigote, el pelo peinado hacia atrás en una gran onda, abundante, oscuro.
Las fotos de mi madre la presentan como una niña rubia y rolliza de facciones muy bellas, ojos rasgados, boca carnosa y sensual. De pequeña en El Escorial con sus hermanos sujetando unos cazamariposas. Ataviada de dama antigua en un concurso de disfraces. En la adolescencia con su uniforme y algunas compañeras en el internado de monjas al que fue cuando murió su padre, el pelo larguísimo recogido muy tirante en una trenza, con flequillo, que le daba un aire pícaro.
También se la ve en la centralita telefónica, con su cardado y su moño italiano, años 60, mientras trabajaba en las oficinas donde conoció a mi padre.
Fotos de la boda de ellos, mi padre guapísimo de smoking, siempre con su innata elegancia, mi madre con un vestido de novia sencillo y ajustado que le resaltaba las formas, un velo y un ramo de flores muy bonito. Foto de mi padre y su madre (la abuela está elegantísima) mirándose emocionados. Foto de mis padres saliendo de la iglesia, y dentro del coche mirándose tiernamente, recién casados, mi madre con una sonrisa luminosa, enorme.
Mi madre no tiene casi fotos de sus padres, tan sólo una de mi abuelo con mi tía en brazos, en la calle, con su aire a lo Robert Mitchum. La abuela tenía en su casa una foto muy grande de él, enmarcada como un cuadro, vestido con su uniforme de Infantería, pues también era militar. También tenía muchas fotos de ella, años 40, con trajes chaqueta elegantes, zapatos de tacón alto y peinados de la época, con algún sombrerito de los que tenían un pequeño velo que tapaban un poco la cara.
Me hace gracia que tanto mi padre como mi madre muestran con orgullo sus respectivas fotos vestidos de Primera Comunión.
Estas fotos en blanco y negro, ya un poco sepias por el paso del tiempo, son la historia de la vida de las personas en imágenes, instantáneas tomadas unas veces al azar, otras posadas. Reposan en el interior de las hojas de esos álbumes de antes que tenían las cubiertas forradas con piel de cocodrilo, y también metidas en una caja de galletas metálica, de las que tienen dibujos bonitos por fuera.
Mezcladas con ellas tienen pequeños objetos, labores en miniatura de punto de cruz, una cruz trenzada con hilos de plástico, algún recordatorio del fallecimiento de algún familiar, dibujos que hizo un gran amigo de mi padre que hace ya tiempo que murió….
Yo no tengo fotos de mi vida en blanco y negro, todas tienen un color maravilloso, pero siempre he creído que las imágenes en sepia encierran una añoranza del pasado, un regusto melancólico y antiguo del que carecen las que podamos tomar hoy en día.
Ellas sí resisten por lo general el paso de los años, sustituyen muchas veces a nuestra memoria, cada vez más pequeña. Siempre he respondido, cuando me han preguntado qué salvaría de mi casa si se incendiara, que las fotografías. Las demás cosas materiales pueden ser sustituidas, pero eso no. Son un valioso tesoro sentimental.

martes, 21 de abril de 2009

En honor a la verdad (XX)


- En “Más extraño que la ficción” una persona descubre que en realidad es el personaje de la última novela que está escribiendo una famosa y lunática novelista. En sus relatos sus protagonistas terminan muriendo, pero él consigue hablar con ella para que cambie el final. La escritora hace entonces que tenga “sólo” un aparatoso accidente del que saldrá muy maltrecho pero vivo.
Recuerdo que Unamuno decía eso de la vida humana, que en realidad no existimos más que en los sueños de Dios.
Lo que sería tremendo es que fuera verdad lo que se contaba en “El show de Truman”, que nuestra vida desde el mismo momento del nacimiento fuera un enorme montaje orquestado por unos señores que sólo quieren hacer un experimento, con la complicidad de todos los que nos rodean, familia, amigos y vecinos, todos actores contratados para la ocasión. Una pura apariencia, una monumental mentira en la que todo parece producto del azar o la casualidad. Menuda estafa.
Podría parecer el papel que juega Dios con nosotros desde que venimos al mundo, a pesar de que Él siempre dijo que tenemos libre albedrío.
Los que crean que nuestro destino está ya escrito participan en cierta manera de esa pesadilla existencial: da igual lo que hagamos porque está previsto de antemano, es como seguir nuestras propias huellas sin haber pisado antes ese camino. Yo prefiero creer que no es así, aunque nunca se sabe.

- Cuando pienso en el futuro de mis hijos, sólo deseo que su relación de pareja no fracase ni se deteriore hasta los extremos que están tan acostumbrados a ver a su alrededor. No quiero que su trabajo sea distinto de aquel para el que se hubieran preparado y que realmente les gustase. Que nunca pasen necesidad, física o emocional. Que sus penas seas menores que sus alegrías, que sus dolores sean escasos y sus gozos incontables. Que en su vida se combinen por igual la suerte y la estrategia personal para saberse desenvolver. No hay que ser sólo inteligentes, hay que ser también listos.
Mientras yo viva nada les ha de faltar, pero cuando yo no esté que nada perturbe su paz, porque si no vendré desde el sitio a donde van a parar los muertos y aquellos que les quieran hacer mal se las tendrán que ver conmigo. Si en algo siento dejar este mundo algún día es únicamente por no poder volver a verlos nunca más. Perdona Señor si dudo de la vida en el más Allá. Le puede pasar a cualquiera. La posibilidad de que ésto pueda ser así es de las pocas cosas que me entristecen de vez en cuando.

- Parece que la camaradería es un término que se refiere sólo a la amistad entre hombres, no se concibe también para las mujeres. Es un error: nosotras podemos crear lazos de amistad tan profundos y sinceros como ellos.
Hay quien además no concibe la amistad entre hombres y mujeres. Fernando Fernán Gómez decía que un hombre nunca podría ser amigo de una mujer porque siempre hay una atracción sexual de fondo. Puede que fuera su caso, pero afortunadamente no el del resto de los hombres. La verdad es que él siempre tuvo mucho éxito con el sexo opuesto, con lo feo que era el pobre. Algo tendría.

lunes, 20 de abril de 2009

Jady y Eva


La cultura árabe causa fascinación y rechazo a un tiempo, como tantas otras culturas que nos son ajenas y lejanas. Fascinación por el arte, las ropas, la música, las comidas y sus costumbres, rechazo por la mayoría de los preceptos de su religión.
Desde que conozco a Eva, compañera de clase y amiga de mi hija, y a su madre Jady, estoy más convencida de ello. Eva no podrá ir al viaje de fin de curso del colegio porque una de las normas que tienen que cumplir es que las hijas no pueden ir a ninguna parte sin su madre, ni pasar siquiera una noche fuera de casa. Cuanto menos salga mejor, todo lo más para dar un paseo un ratito con alguna amiga cuando ya tengan una cierta edad.
Jady conserva la costumbre de vestir tapándose todo el cuerpo, cubriéndose la cabeza con un pañuelo. El hecho de que una mujer enseñe el cabello es un pecado a los ojos de Alá. Según me contó ella es hija de una de las cuatro esposas de su padre, con las que tuvo nueve hijos. A una edad en la que la mujeres dejan sus estudios, ella quiso continuar, con el apoyo del cabeza de familia, que tuvo que poner toda clase de excusas cuando los vecinos le preguntaban al respecto o le criticaban.
Jady quiere que Eva estudie en la universidad. La niña, que es inteligente y estudiosa, dice que quiere ser cirujana en Miami. Es muy guasona.
A Jady le gusta vivir en España, pues las costumbres son más relajadas y encuentra trabajo siempre que lo necesita. En su último empleo ha tenido que quitarse el pañuelo de la cabeza y ponerse el uniforme reglamentario. La 1ª vez que la vi sin su indumentaria habitual casi no la reconocí. Su pelo tenía los reflejos rojizos de la gena, que las mujeres de su origen utilizan para cuidarse el cabello. Se la veía mucho más delgada y femenina que con todas esas ropas abultadas que suele llevar para tapar las formas de su cuerpo, y como se había pintado ligeramente los ojos, resaltaba la belleza de las mujeres árabes, que los tienen grandes y oscuros, y la boca carnosa. Ella, aunque es una mujer madura, conserva su encanto y su exotismo. Tuvo a Eva mayor cuando ya tenía un hijo de 20 años, al que concibió siendo casi una niña.
Lo que no le gusta a Jady de nuestro país es la promiscuidad que observa en la juventud de aquí. En Marruecos aún sigue siendo inconcebible que una mujer mantenga relaciones sexuales fuera del matrimonio. El celo con el que se guarda la virginidad es una característica propia de las culturas más ancestrales.
Tal y como Jady habla de la forma de vivir de la mujer árabe, todas las libertades son para el hombre. Ellos pueden fumar, ir a los bares, al cine, a donde les plazca, ellas no. Si salen es para comprar lo imprescindible. La mujer puede tener una amistad con hombres, pero nunca quedarse a solas con ellos. Yo le pregunté en una ocasión si le parecía esa situación normal, y para ella así es, ha crecido y la han educado de esa manera y está acostumbrada.
Obligada a casarse con un amigo de su padre por decisión de sus hermanos varones, pues el progenitor había fallecido, tuvo a su primer hijo con 16 años. Los matrimonios en Marruecos son concertados por los padres, y en ausencia del padre por los hermanos. La mujer debe estar casada y haber tenido al menos dos hijos al cumplir los 24 años. También para Eva desea un matrimonio temprano y descendencia.
Es difícil comprender cómo una mujer inteligente, valerosa y con carácter como Jady acepta todas esas tradiciones sin rebelarse, antes al contrario, constituyen la base de su existencia, lo que da sentido a la vida.
Cuando habla de la peregrinación a la Meca lo hace con respeto y veneración. Me contó cómo se siente uno allí dando vueltas en torno a ese monumento sagrado, inmersa en una multitud de fieles enfervorecidos que soportan muchos grados bajo el sol. Las mujeres confeccionan a sus hijos y esposos unos calzones hechos con telas que se cruzan y se ciñen a la cintura, hechos para esa ocasión. En algún reportaje en televisión he visto las imágenes de la muchedumbre que allí se congrega y la verdad que es impresionante. Para los árabes, practicar su religión y seguir sus preceptos es un motivo de inmensa satisfacción y alegría, algo que ya quisiéramos para nosotros los que profesamos otras creencias.
Eva le enseñó a mi hija algunas palabras árabes. Su madre casi no le ha inculcado la lengua de su país, pero ella va aprendiendo poco a poco, más a pronunciar que a escribir. Oir a Jady hablar en su idioma, tan gutural, es fascinante.
Jady es una madre firme y tierna al mismo tiempo. Se preocupa muchísimo y hasta perder el sueño con todo lo que concierne a Eva, anticipando males que no sabe si se van a producir, sólo para que nada la pille por sorpresa. Lejos de su país y de su familia, sin marido, la responsabilidad de lo que le suceda a su hija es exclusivamente suya.
Eva depende emocionalmente mucho de ella. Con su tez morena, el cabello oscuro, rizado y brillante, los ojos marrones inmensos y llenos de luz, la sonrisa blanca de dientes perfectos siempre reluciendo en su boca, es una niña aparentemente feliz pese a haberse criado sin padre y los problemas que éste sigue ocasionando de vez en cuando. Es una maestra del manga y hace unos dibujos tanto con rotuladores como en el ordenador que son tan perfectos que hay que mirarlos más de una vez para saber si están hechos en una imprenta.
Jady y yo respetamos nuestras respectivas maneras de pensar y de ver la vida. Pocas cosas tenemos en común: el amor por nuestros hijos y la mala suerte de habernos unido a hombres que no nos han merecido, cosas que son comunes a cualquier mujer, da igual en qué país haya nacido o cuál sea su religión.
Que Alá la proteja, a ella y a su familia. Que Dios nos proteja, a mí y a los míos.

viernes, 17 de abril de 2009

Mis primeras vacaciones (II)


Mis padres contrataban los apartamentos por teléfono, y no sabíamos cómo iban a ser hasta que llegábamos. Aquel fue para nosotros una muy grata sorpresa.
Algunas noches nos acercábamos a un parque infantil que había junto a la panadería, y nos montábamos en los balancines, en las ruedas, y con mi abuela en los columpios, hasta que una vez salió un vecino enfurecido de una de las casas que daban al parque protestando porque con el chirrido de los aparatos no le dejábamos dormir.
La playa era muy cerrada y apenas se renovaba el agua. Debía estar cerca de colectores porque a veces pasaban flotando junto a nosotros cosas que prefiero no reproducir aquí. Estaba un poco retirada de donde nos alojábamos. Recuerdo a mi madre con sus enormes gafas de sol azuladas, que luego le duraron muchos años. Recuerdo también una especie de mono corto que nos poníamos, quitándonos el bikini bajo una toalla, para no regresar a casa mojadas, y el olor maravilloso de la crema bronceadora, cuya marca no recuerdo, y que no se debe fabricar ya porque no la he vuelto a ver.
Allí aprendimos a nadar, y me picaron las medusas por primera vez. Mi tía nos llevaba flotando a mi hermana y a mí a lo largo de la orilla tirando de un brazo de cada una.
A veces mi padre alquilaba una barca. En las películas que hacíamos con el tomavistas se le ve tirándose de cabeza al agua desde una de ellas.
Por las tardes íbamos al centro del pueblo. Los domingos a misa, en una iglesia muy grande y bonita que se llenaba de sillas plegables de la cantidad de gente que acudía.
Recuerdo el mercadillo al aire libre, en el que vendían todo lo que uno pueda imaginar. El colorido de aquella especie de zoco permanece inalterable en mi memoria. Mi hermana y yo nos compramos unos abanicos de nácar. Había unos pavos enormes que se movían de un lado a otro con ese pellejo asqueroso que les cuelga, y como yo no había visto nunca ninguno al natural me daban un poco de miedo.
A veces íbamos al puerto y nos metíamos en las lonjas, que ya no tenían pescado porque se vendía a primera hora de la mañana. Pequeños barcos pesqueros estaban allí atracados, y en una ocasión nos colamos en uno para hacernos una foto en la cubierta. Al lado había una verbena permanente, y aún recuerdo con delectación las bolsas de papel amarillo chillón llenas de patatas fritas que espolvoreaban de sal en el momento de comprarlas, nunca he vuelto a comer unas patatas como esas. Alguna vez mi tía jugó en las tómbolas y consiguió unas muñecas casi tan grandes como nosotras, una rubia y otra morena, vestidas con ropa al estilo ruso y botas de caña alta.
En un pequeño parque que había un poco más allá jugábamos mi hermana y yo al escondite, y en otro mucho más grande que había algo más retirado, con suelos de losetas decoradas y muchos árboles muy altos, daban conciertos por la noche. Allí tiene mi madre fotos en las que salía muy atractiva, con la moda de la época: vestidos cortos sin mangas, sandalias de plataforma y peluca rubio platino. A mis padres les gustaba tomar horchatas en una cafetería cercana.
En aquel parque donde jugábamos al escondite me acuerdo que a veces me gustaba sentarme en un banco, junto a mi familia, para ver el efecto que hacía sobre mis piernas el pequeño monedero de tela recién estrenado, marrón oscuro con bolitas naranjas, donde guardaba mis ahorros. Había quioscos donde mis padres nos compraban pulseras de colores y sortijas de plástico, que luego mi hermana y yo lucíamos con presunción porque aquello parecía que nos hacía parecer mayores. En aquel parque recuerdo también a un perro, Óscar lo llamaban (hay que ver la memoria de la infancia lo nítida que puede ser), al que vimos comerse sus propios excrementos. Pensé con bastante repugnancia y un poco de pena que a lo mejor no le daban bien de comer, o que quizá estaba loco. Ahora me parece que es algo que hacen a veces para purgarse.
Las salinas era uno de los sitios al que más me gustaba ir. En las fotos que nos hicimos allí contrastaba enormemente el moreno de nuestra piel con la blancura de aquellas montañas de sal. Jugábamos en unas vías por las que pasaban las vagonetas cargadas.
Aquel último año en Torrevieja a mi hermana y a mí nos daba por disfrazarnos con faldas que nos llegaban por los pies, grandes pañuelos y bisuterías, parecíamos cíngaras o moras. Nos vestíamos por separado y a la de tres salíamos para ver quién sorprendía a quién, competíamos por ver quién tenía más imaginación.
También recuerdo la visita inesperada de un tío, el hermano mayor de mi padre, que vive en Alicante y pasó un día con nosotros. A la hora de comer nos preparó una gran ensalada con huevo duro, que accedí a comer en aquella ocasión ya que normalmente no me gustaba, pues resultó deliciosa tal y como la hizo. Además de lo mucho que nos reíamos con él, era también un excelente cocinero.
Es curiosa la primera memoria que tenemos las personas, cómo capta todos los detalles, las imágenes, los olores, sabores, el tacto de las cosas. Aquellas vacaciones de mi infancia se han quedado grabadas en mis recuerdos con más fuerza que cualquiera de las otras que han venido después. Me produce una sensación de paz y felicidad rememorarlas, aunque sean tan lejanas en el tiempo, irrepetibles.

jueves, 16 de abril de 2009

Mis primeras vacaciones (I)


Tengo fugaces imágenes en mi memoria de las primeras vacaciones de la infancia, y me sorprende guardar recuerdos de una edad tan temprana.
Las primeras vacaciones estivales que yo recuerdo son en Mater Dei, un seminario que había en Castellón y que en la época en que íbamos allí los turistas a pasar el verano contaba sólo con unos pocos sacerdotes que daban las misas y el personal del servicio, pues los seminaristas se habían marchado de vacaciones con sus familias.
Era un complejo de edificios de dos alturas construidos con los modernos diseños de los años 60, funcionales, sin apenas adornos. Cuando paseabas entre ellos lo hacías a través de unos soportales llenos de jardineras. Había plantas y flores por todas partes.
En la parte exterior de los edificios se extendía un amplio terreno con un césped muy verde, donde se repartía una zona de arbolado a un lado y una piscina muy azul en el extremo más lejano.
Tendría yo dos años y medio y mi hermana un año la primera vez que fuimos allí, y estuvimos yendo como tres años. En las fotos se ve a mi hermana, tan blanca y tan regordeta, sentada en su sillita de paseo con sombrilla. En años sucesivos se nos ve un poco más crecidas, vestidas y peinadas igual, posando en lo alto del trampolín desde el que por supuesto no osamos tirarnos nunca, con unos petos cortos azul marino, camisetas rojas y zapatillas de lona azul. En las fotos en el agua se nos ve a mi hermana y a mí metidas en una balsa, con nuestro padre al lado, increíblemente delgado y blanco, mientras jugamos con un muñeco hinchable que era un enfermero y del que aún me acuerdo perfectamente. Mi madre aparece en otras, metida también en el agua, muy guapa, con un gorro que la favorecía mucho y la protegía del sol.
Recuerdo a mi padre, en la zona que no cubría, sentarse debajo de un caño enorme del que no paraba de manar agua con fuerza. Nos hacía reir viendo su cabeza soportar aquel torrente, y yo quise imitarle alguna vez pero poco: no comprendía cómo podía siquiera respirar bajo aquel caudal.
En mi memoria estamos mi hermana y yo en la misma cuna y a mi madre cambiándole los pañales a mi hermana. Como la habitación era pequeña, la cuna estaba pegada frente a la cama de mis padres, y mi padre ponía a veces sus enormes pies largos y estrechos en los barrotes de la cuna, para hacernos reir. El 45 de pie que tiene mi padre me sigue sorprendiendo.
Comíamos en unas mesas al aire libre. Una vez fui a mirar cómo era la cocina, y me quedé asombrada al ver aquellas cacerolas plateadas tan grandes y tanta gente de blanco moviéndose de un lado a otro. Olía siempre mucho a patata cocida. En una foto salgo sentada a una mesa, con una chica muy simpática con la que habían hecho amistad mis padres, poniéndome morada de ciruelas amarillas, que por aquel entonces me gustaban mucho.
Cuando tenía yo cuatro años más o menos y hasta los ocho, empezamos a ir a Torrevieja. Al principio alquilábamos una casa antigua de planta baja situada en el esquinazo de una calle muy tranquila, cuya dueña era una señora mayor que se llamaba Dª Virtudes. Tenía el aseo cruzando un pequeño patio, en una especie de caseta de tejadillo bajo. Al lado había un fregadero de piedra en el que en alguna ocasión se metía mi hermana y yo la bañaba, aunque el agua salía muy fría. Recuerdo que me tragué una peseta y tuve que estar varios días sentada en un orinal en aquel patio, después de comer, para ver si salía, todos muy preocupados. La habitación de mis padres estaba separada de la nuestra por sólo unas cortinas, y casi todos los día oíamos desde la cama, a la hora de la siesta, al vendedor de helados, horchatas y granizados de limón que pasaba con su carrito junto a nuestras ventanas pregonando su mercancía.
En el comedor, sobre el hule de la mesa, salgo yo muy aplicada, en las películas que sacaba mi padre, haciendo cuentas y planas, porque en vacaciones también nos ponían deberes para practicar.
También nos hicimos fotos allí muy gansas, con unas pamelas, abanicos y las gafas de sol de mi madre, haciendo gestos guasones.
Por la noche sacábamos sillas a la calle. A veces mi padre, para entretenernos, se ponía a caminar sobre las manos, cabeza abajo, por la acera, proeza que yo no he sido capaz de repetir nunca.
Había sólo dos tiendas cerca, una pequeña de ultramarinos a la que entrabas subiendo unos peldaños, que estaba cruzando la calle, y una panadería un poco más allá que olía a anisetes desde lejos, y en donde se vendía un pan y una bollería cuyo aroma reconocería en cualquier otro sitio si lo volviera a aspirar. Tenía vivienda atrás, y se oía muchas veces a alguien que ensayaba a un piano.
El último año que estuvimos allí alquilamos una casa en la misma calle un poco más abajo, a la que se accedía subiendo un largo tramo de escaleras, y que era enorme, moderna y llena de comodidades. En el dormitorio de mis padres había una mecedora, y en los sillones del salón, si metías la manos por entre los cojines, encontrabas indios y caballitos de plástico que debían haber pertenecido a otros niños que había estado allí.
Había una tercera habitación, que ocuparon mi abuela y mi tía, que ese año vinieron con nosotros inesperadamente, para nuestro alborozo. La cocina, enorme, estaba dotada de todos los adelantos del momento, y subiendo unas escaleras que había en una pequeña terraza llegabas a otra terraza mucho mayor donde mi tía tomaba el sol muchas tardes o se ponía a patinar.

miércoles, 15 de abril de 2009

En honor a la verdad (XIX)




- De vez en cuando mis hijos retoman sus juegos en común, pequeñas representaciones teatrales improvisadas sobre la marcha. En esta ocasión son farmacéuticos.
Ana se ha puesto sentada a una de las mesas del salón con el teclado de su ordenador. Ha escrito en un pequeño papel los códigos de barras de los medicamentos, y otro papelito representa una licencia para abrir el local.
En una pequeña libreta con bolígrafo incorporado va anotando lo que vende.
En un momento dado en que ella se levantó a coger unos chicles, se puso su hermano en su lugar. Ella refunfuña un poco, pero acepta hacer de compradora.
Miguel Ángel nada más abrir la tienda anuncia que aquella es una Farmacia Ilegal de Existencias Limitadas, por lo que no puede vender nada de lo que tiene porque si no se acabaría el género. A la cliente le sugiere que se vaya, si hace el favor, por donde ha venido.
Luego accedió a venderle alguna cosa, pero como ella en venganza por haber sido suplantada como dueña de la tienda salía corriendo sin pagar, él hacía como que sacaba un lanzagranadas imaginario (parecía que lo estabas viendo de verdad, ambos tienen grandes dotes de mimo), y no contento con eso una metralleta también, y la barrió con unas cuantas ráfagas según se escapaba.
Después volvió a ser Ana la farmacéutica. Miguel Ángel interpreta el papel de un inspector que viene a ver si está todo en orden. Mira la licencia poniendo el papel sobre sus ojos, como esperando encontrar el más mínimo detalle irregular, y al final termina rompiendo la licencia diciendo que no servía y que había que cerrar el local.
Ésta es una farmacia en la que se puede regatear, y en la que la clientela hace sus quejas apoyándose un poco amenazadoramente sobre el mostrador. Por eso Miguel Ángel cambia de personaje y hace ahora de cliente que se queja por algo que compró. “Peitel es una crema maleante, sinvergüenza y dominguera, a la par que temeraria, que se aberroncha contra el rocaje vivo y cuando aparece su presa salta y, aberronchada totalmente, la desguaza como si fuera un percebe. La manera sanguinaria y temeraria que tiene de atacar muy pocos la han visto. Yo sí la he visto, allá por Missouri“.
Si todo el mundo llevara así sus negocios se apoderaría de la gente una locura colectiva. Cuando entrásemos en un comercio nunca sabríamos lo que nos podría suceder. No deja de ser el humor de mis hijos bastante surrealista. Igual los descubre algún día alguien y los mete también en un programa de televisión. Yo desde luego me parto de risa con ellos.

- Cada vez me chocan más ver los espectáculos sadomasoquistas que se montan con motivo de la Semana Santa. Tanta flagelación pública, tanta Cruz ensangrentada, tanta Virgen llena de lágrimas. Es algo anacrónico y deprimente hoy en día. Qué sensación más luctuosa y patética debemos causar entre los que no son católicos. Me fastidia que la nuestra sea una religión hecha de martirios y mártires. El sacrificio que Cristo llevó a cabo por nosotros, algo que se repite cada vez que un inocente es torturado y asesinado, es algo que hay que recordar con respeto, no recrearse en ello.
El sufrimiento ajeno sólo causa entusiasmo entre un cierto tipo de gente.
Los cristianos celebramos otros acontecimientos mucho más alegres que ese, pero con la Semana Santa parece que los ánimos se desatan. Será por nuestra cultura mediterránea, tan venal y tan dada al folklore. Ni siquiera me parece adecuado que la Cruz sea el símbolo que identifica a los cristianos. Ya podían haber elegido otro momento de la vida de Jesús más agradable y tan significativo como ese.
Estoy un poco harta de que nuestra religión se base sobre todo en la culpa y la penitencia. No sé si en otros países la interpretarán así, a lo mejor lo hacen de otra manera, más racional, humana y cercana.
Yo veo ésto del sacrificio con una perspectiva algo más optimista, dentro de lo penoso del asunto. Pienso como Luther King, que “el sufrimiento, cuando no es merecido, puede ser muy emancipador”.

martes, 14 de abril de 2009

Pequeña Miss Sunshine


Pocas películas son tan peculiares y al mismo tiempo tan cercanas como “Pequeña Miss Sunshine”.
Lo mejor, a la hora de ver un largometraje, es no saber de qué va el argumento, porque si no es más difícil dejarse sorprender. Con este film no se hace otra cosa que ir de sorpresa en sorpresa, o quizá perplejidad, por lo inusitado de algunas situaciones y la forma como quedan resueltas.
Ya desde el principio se nos presenta toda una galería de personajes de una misma familia, a cual más original. El matrimonio, una pareja con sus pequeños conflictos pero de las que se entienden sólo con un gesto o una mirada. El padre de él, un viudo soez y lujurioso cuyo vocabulario amenizará el viaje que la familia va a realizar. El hermano de él, homosexual recién salido del último intento de suicidio por amor. El hijo, sumido en un voluntario y obstinado mutismo en protesta por un deseo irrealizado. Y la hija, la pequeña protagonista que da título a la película, a la que hay que tapar los oídos cada vez que el abuelo habla para que no oiga sus barbaridades.
Las peripecias por las que pasan durante su viaje hasta el lugar donde tendrá lugar el concurso de belleza infantil al que quieren presentar a la niña, todos metidos en un monovolumen que está exhalando su último suspiro, no tienen fin, y los sumen en situaciones que ponen al descubierto la personalidad de cada uno, y la tenacidad de que son capaces cuando se proponen una meta.
En una lucha contrarreloj por llegar a tiempo a su destino, cada uno pondrá su granito de arena por hacer que la misión que se han impuesto llegue a buen puerto. Los inconvenientes vendrán, no sólo de la precaria situación del vehículo en el que viajan, sino también de las rarezas y limitaciones de cada uno, con su peculiar forma de entender la vida y de ver el mundo.
El abuelo ensaya con la nieta, cada vez que hacen un alto en el camino, las coreografías que luego exhibirá en el concurso, toda una serie de números picantes que, interpretados por una niña, resultan chocantes, algo grotescos e hilarantes.
El hijo adolescente, tras una explosión de ira en mitad de una zona desértica por la que están pasando, decide volver a hablar y se niega a continuar el viaje, que estaba haciendo un poco a la fuerza, siendo finalmente convencido por su hermana para seguir adelante, esta vez sin que sea ella la que pronuncie una sola palabra.
El hermano homosexual, con sus muñecas aún vendadas, todo inseguridad y sensibilidad, se constituye un poco en el árbitro de los conflictos de los demás, conectando a la perfección con el sarcasmo que el sobrino derrocha para regocijo del espectador, y que nos había escatimado por su pertinaz mutismo. Un hombre que, pese a su estado de ánimo y sus circunstancias, termina apoderándose de él una increíble y asombrosa determinación.
La madre, dulce y temperamental a un tiempo, es de las que protegen a sus hijos pero también los deja entera libertad de decisión.
El padre, al volante, saca a relucir todos sus recursos de cabeza da familia, conductor presto a solventar cualquier contratiempo tomando decisiones sobre la marcha y a gran velocidad.
Uno de los momentos más significativos de la película se produce cuando muere el abuelo, tras pasarse con la dosis de droga que habitualmente consume (cuánto choca ver a un abuelo yonqui), y para no retrasar más el viaje deciden sacar su cadáver por una ventana de la habitación del hospital y meterlo en el maletero. Y cuando les para un policía en carretera y empieza a registrar el vehículo porque lo encuentra sospechoso, sobre todo por los ruidos tan extraños que hace, no encontrando más porque se entretiene con las revistas pornográficas del difunto, algunas de las cuales se queda. La muerte se trata como un asunto cotidiano, no exento de matices cómicos, pese al lógico dolor que produce, y la falta de respeto que parece tenerse con el difunto es sólo aparente, pues ellos aguardan el momento adecuado en el que puedan darle el último adiós según los usos convencionales.
Es demencial la llegada al concurso, una de esas competiciones horteras a las que los americanos son tan proclives, una forma de explotación infantil más en la que las niñas son adiestradas como monos de feria y ataviadas como si fueran adultas, obligadas a realizar acrobacias imposibles.
Es claramente chocante la presencia de la pequeña Miss Sunshine, justo el polo opuesto del tipo de niña que se presenta a esos certámenes. Aunque ella se ve distinta a las demás, consciente de que no reúne los requisitos que se suelen pedir a las participantes (es graciosa la imagen de ella contemplándose la barriga de perfil en un espejo), sigue adelante porque cuenta con el apoyo de los suyos. Y el alboroto que se organiza cuando ella actúa, ante la mirada escandalizada del jurado y la estupefacción del público, no la afecta en absoluto porque continúa haciendo su número, apoyada por toda su familia, en una hilarante y desquiciante escena final cuando salen todos al escenario. Por supuesto que no gana el concurso, ni falta que le hace: se lo ha pasado bien y todo sirve de experiencia en la vida, algo que recordar en el futuro, una aventura.
Ella es en realidad la ganadora, porque la belleza por supuesto que no está únicamente en la apariencia física. La suya es una belleza del alma, espontánea e ingenua, como la de cualquier niña, y es por eso que somos nosotros, los espectadores, quienes la hacemos vencedora.
Las escenas de todos corriendo tras el monovolumen que se desplaza a velocidad creciente, pues hace tiempo le dejaron de funcionar los frenos y hay que empujarlo para que se ponga en marcha, metiéndose primero uno, luego los otros como pueden, es un motivo más de disfrute de una historia que es todo menos convencional. Se ve la forma como encaran la vida unas personas que, aunque quedan retratadas en momentos que van más allá del disparate, llevan una existencia anodina que sólo consiguen romper gracias a ese viaje irrepetible.
La familia, una meta, el optimismo, la energía vital, todo ello pasa por encima del absurdo y lo “friky”, que es lo que se nos viene a la mente cuando los observamos.
Vivir sin complejos, puestos a prueba por mil vicisitudes, unidos por lazos de parentesco y también de amor. Actuar sin pensar en lo que pasará después.
Pequeña Miss Sunshine, en realidad, ha conseguido finalmente lo que se proponía: hacer las cosas con el corazón, con plena confianza en sí misma, sin importarle la incertidumbre de lo que nos es desconocido. Una pequeña gran voluntad.
 
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