Pocas películas son tan peculiares y al mismo tiempo tan cercanas como “Pequeña Miss Sunshine”.
Lo mejor, a la hora de ver un largometraje, es no saber de qué va el argumento, porque si no es más difícil dejarse sorprender. Con este film no se hace otra cosa que ir de sorpresa en sorpresa, o quizá perplejidad, por lo inusitado de algunas situaciones y la forma como quedan resueltas.
Ya desde el principio se nos presenta toda una galería de personajes de una misma familia, a cual más original. El matrimonio, una pareja con sus pequeños conflictos pero de las que se entienden sólo con un gesto o una mirada. El padre de él, un viudo soez y lujurioso cuyo vocabulario amenizará el viaje que la familia va a realizar. El hermano de él, homosexual recién salido del último intento de suicidio por amor. El hijo, sumido en un voluntario y obstinado mutismo en protesta por un deseo irrealizado. Y la hija, la pequeña protagonista que da título a la película, a la que hay que tapar los oídos cada vez que el abuelo habla para que no oiga sus barbaridades.
Las peripecias por las que pasan durante su viaje hasta el lugar donde tendrá lugar el concurso de belleza infantil al que quieren presentar a la niña, todos metidos en un monovolumen que está exhalando su último suspiro, no tienen fin, y los sumen en situaciones que ponen al descubierto la personalidad de cada uno, y la tenacidad de que son capaces cuando se proponen una meta.
En una lucha contrarreloj por llegar a tiempo a su destino, cada uno pondrá su granito de arena por hacer que la misión que se han impuesto llegue a buen puerto. Los inconvenientes vendrán, no sólo de la precaria situación del vehículo en el que viajan, sino también de las rarezas y limitaciones de cada uno, con su peculiar forma de entender la vida y de ver el mundo.
El abuelo ensaya con la nieta, cada vez que hacen un alto en el camino, las coreografías que luego exhibirá en el concurso, toda una serie de números picantes que, interpretados por una niña, resultan chocantes, algo grotescos e hilarantes.
El hijo adolescente, tras una explosión de ira en mitad de una zona desértica por la que están pasando, decide volver a hablar y se niega a continuar el viaje, que estaba haciendo un poco a la fuerza, siendo finalmente convencido por su hermana para seguir adelante, esta vez sin que sea ella la que pronuncie una sola palabra.
El hermano homosexual, con sus muñecas aún vendadas, todo inseguridad y sensibilidad, se constituye un poco en el árbitro de los conflictos de los demás, conectando a la perfección con el sarcasmo que el sobrino derrocha para regocijo del espectador, y que nos había escatimado por su pertinaz mutismo. Un hombre que, pese a su estado de ánimo y sus circunstancias, termina apoderándose de él una increíble y asombrosa determinación.
La madre, dulce y temperamental a un tiempo, es de las que protegen a sus hijos pero también los deja entera libertad de decisión.
El padre, al volante, saca a relucir todos sus recursos de cabeza da familia, conductor presto a solventar cualquier contratiempo tomando decisiones sobre la marcha y a gran velocidad.
Uno de los momentos más significativos de la película se produce cuando muere el abuelo, tras pasarse con la dosis de droga que habitualmente consume (cuánto choca ver a un abuelo yonqui), y para no retrasar más el viaje deciden sacar su cadáver por una ventana de la habitación del hospital y meterlo en el maletero. Y cuando les para un policía en carretera y empieza a registrar el vehículo porque lo encuentra sospechoso, sobre todo por los ruidos tan extraños que hace, no encontrando más porque se entretiene con las revistas pornográficas del difunto, algunas de las cuales se queda. La muerte se trata como un asunto cotidiano, no exento de matices cómicos, pese al lógico dolor que produce, y la falta de respeto que parece tenerse con el difunto es sólo aparente, pues ellos aguardan el momento adecuado en el que puedan darle el último adiós según los usos convencionales.
Es demencial la llegada al concurso, una de esas competiciones horteras a las que los americanos son tan proclives, una forma de explotación infantil más en la que las niñas son adiestradas como monos de feria y ataviadas como si fueran adultas, obligadas a realizar acrobacias imposibles.
Es claramente chocante la presencia de la pequeña Miss Sunshine, justo el polo opuesto del tipo de niña que se presenta a esos certámenes. Aunque ella se ve distinta a las demás, consciente de que no reúne los requisitos que se suelen pedir a las participantes (es graciosa la imagen de ella contemplándose la barriga de perfil en un espejo), sigue adelante porque cuenta con el apoyo de los suyos. Y el alboroto que se organiza cuando ella actúa, ante la mirada escandalizada del jurado y la estupefacción del público, no la afecta en absoluto porque continúa haciendo su número, apoyada por toda su familia, en una hilarante y desquiciante escena final cuando salen todos al escenario. Por supuesto que no gana el concurso, ni falta que le hace: se lo ha pasado bien y todo sirve de experiencia en la vida, algo que recordar en el futuro, una aventura.
Lo mejor, a la hora de ver un largometraje, es no saber de qué va el argumento, porque si no es más difícil dejarse sorprender. Con este film no se hace otra cosa que ir de sorpresa en sorpresa, o quizá perplejidad, por lo inusitado de algunas situaciones y la forma como quedan resueltas.
Ya desde el principio se nos presenta toda una galería de personajes de una misma familia, a cual más original. El matrimonio, una pareja con sus pequeños conflictos pero de las que se entienden sólo con un gesto o una mirada. El padre de él, un viudo soez y lujurioso cuyo vocabulario amenizará el viaje que la familia va a realizar. El hermano de él, homosexual recién salido del último intento de suicidio por amor. El hijo, sumido en un voluntario y obstinado mutismo en protesta por un deseo irrealizado. Y la hija, la pequeña protagonista que da título a la película, a la que hay que tapar los oídos cada vez que el abuelo habla para que no oiga sus barbaridades.
Las peripecias por las que pasan durante su viaje hasta el lugar donde tendrá lugar el concurso de belleza infantil al que quieren presentar a la niña, todos metidos en un monovolumen que está exhalando su último suspiro, no tienen fin, y los sumen en situaciones que ponen al descubierto la personalidad de cada uno, y la tenacidad de que son capaces cuando se proponen una meta.
En una lucha contrarreloj por llegar a tiempo a su destino, cada uno pondrá su granito de arena por hacer que la misión que se han impuesto llegue a buen puerto. Los inconvenientes vendrán, no sólo de la precaria situación del vehículo en el que viajan, sino también de las rarezas y limitaciones de cada uno, con su peculiar forma de entender la vida y de ver el mundo.
El abuelo ensaya con la nieta, cada vez que hacen un alto en el camino, las coreografías que luego exhibirá en el concurso, toda una serie de números picantes que, interpretados por una niña, resultan chocantes, algo grotescos e hilarantes.
El hijo adolescente, tras una explosión de ira en mitad de una zona desértica por la que están pasando, decide volver a hablar y se niega a continuar el viaje, que estaba haciendo un poco a la fuerza, siendo finalmente convencido por su hermana para seguir adelante, esta vez sin que sea ella la que pronuncie una sola palabra.
El hermano homosexual, con sus muñecas aún vendadas, todo inseguridad y sensibilidad, se constituye un poco en el árbitro de los conflictos de los demás, conectando a la perfección con el sarcasmo que el sobrino derrocha para regocijo del espectador, y que nos había escatimado por su pertinaz mutismo. Un hombre que, pese a su estado de ánimo y sus circunstancias, termina apoderándose de él una increíble y asombrosa determinación.
La madre, dulce y temperamental a un tiempo, es de las que protegen a sus hijos pero también los deja entera libertad de decisión.
El padre, al volante, saca a relucir todos sus recursos de cabeza da familia, conductor presto a solventar cualquier contratiempo tomando decisiones sobre la marcha y a gran velocidad.
Uno de los momentos más significativos de la película se produce cuando muere el abuelo, tras pasarse con la dosis de droga que habitualmente consume (cuánto choca ver a un abuelo yonqui), y para no retrasar más el viaje deciden sacar su cadáver por una ventana de la habitación del hospital y meterlo en el maletero. Y cuando les para un policía en carretera y empieza a registrar el vehículo porque lo encuentra sospechoso, sobre todo por los ruidos tan extraños que hace, no encontrando más porque se entretiene con las revistas pornográficas del difunto, algunas de las cuales se queda. La muerte se trata como un asunto cotidiano, no exento de matices cómicos, pese al lógico dolor que produce, y la falta de respeto que parece tenerse con el difunto es sólo aparente, pues ellos aguardan el momento adecuado en el que puedan darle el último adiós según los usos convencionales.
Es demencial la llegada al concurso, una de esas competiciones horteras a las que los americanos son tan proclives, una forma de explotación infantil más en la que las niñas son adiestradas como monos de feria y ataviadas como si fueran adultas, obligadas a realizar acrobacias imposibles.
Es claramente chocante la presencia de la pequeña Miss Sunshine, justo el polo opuesto del tipo de niña que se presenta a esos certámenes. Aunque ella se ve distinta a las demás, consciente de que no reúne los requisitos que se suelen pedir a las participantes (es graciosa la imagen de ella contemplándose la barriga de perfil en un espejo), sigue adelante porque cuenta con el apoyo de los suyos. Y el alboroto que se organiza cuando ella actúa, ante la mirada escandalizada del jurado y la estupefacción del público, no la afecta en absoluto porque continúa haciendo su número, apoyada por toda su familia, en una hilarante y desquiciante escena final cuando salen todos al escenario. Por supuesto que no gana el concurso, ni falta que le hace: se lo ha pasado bien y todo sirve de experiencia en la vida, algo que recordar en el futuro, una aventura.
Ella es en realidad la ganadora, porque la belleza por supuesto que no está únicamente en la apariencia física. La suya es una belleza del alma, espontánea e ingenua, como la de cualquier niña, y es por eso que somos nosotros, los espectadores, quienes la hacemos vencedora.
Las escenas de todos corriendo tras el monovolumen que se desplaza a velocidad creciente, pues hace tiempo le dejaron de funcionar los frenos y hay que empujarlo para que se ponga en marcha, metiéndose primero uno, luego los otros como pueden, es un motivo más de disfrute de una historia que es todo menos convencional. Se ve la forma como encaran la vida unas personas que, aunque quedan retratadas en momentos que van más allá del disparate, llevan una existencia anodina que sólo consiguen romper gracias a ese viaje irrepetible.
La familia, una meta, el optimismo, la energía vital, todo ello pasa por encima del absurdo y lo “friky”, que es lo que se nos viene a la mente cuando los observamos.
Vivir sin complejos, puestos a prueba por mil vicisitudes, unidos por lazos de parentesco y también de amor. Actuar sin pensar en lo que pasará después.
Pequeña Miss Sunshine, en realidad, ha conseguido finalmente lo que se proponía: hacer las cosas con el corazón, con plena confianza en sí misma, sin importarle la incertidumbre de lo que nos es desconocido. Una pequeña gran voluntad.
Las escenas de todos corriendo tras el monovolumen que se desplaza a velocidad creciente, pues hace tiempo le dejaron de funcionar los frenos y hay que empujarlo para que se ponga en marcha, metiéndose primero uno, luego los otros como pueden, es un motivo más de disfrute de una historia que es todo menos convencional. Se ve la forma como encaran la vida unas personas que, aunque quedan retratadas en momentos que van más allá del disparate, llevan una existencia anodina que sólo consiguen romper gracias a ese viaje irrepetible.
La familia, una meta, el optimismo, la energía vital, todo ello pasa por encima del absurdo y lo “friky”, que es lo que se nos viene a la mente cuando los observamos.
Vivir sin complejos, puestos a prueba por mil vicisitudes, unidos por lazos de parentesco y también de amor. Actuar sin pensar en lo que pasará después.
Pequeña Miss Sunshine, en realidad, ha conseguido finalmente lo que se proponía: hacer las cosas con el corazón, con plena confianza en sí misma, sin importarle la incertidumbre de lo que nos es desconocido. Una pequeña gran voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario