Tengo fugaces imágenes en mi memoria de las primeras vacaciones de la infancia, y me sorprende guardar recuerdos de una edad tan temprana.
Las primeras vacaciones estivales que yo recuerdo son en Mater Dei, un seminario que había en Castellón y que en la época en que íbamos allí los turistas a pasar el verano contaba sólo con unos pocos sacerdotes que daban las misas y el personal del servicio, pues los seminaristas se habían marchado de vacaciones con sus familias.
Era un complejo de edificios de dos alturas construidos con los modernos diseños de los años 60, funcionales, sin apenas adornos. Cuando paseabas entre ellos lo hacías a través de unos soportales llenos de jardineras. Había plantas y flores por todas partes.
En la parte exterior de los edificios se extendía un amplio terreno con un césped muy verde, donde se repartía una zona de arbolado a un lado y una piscina muy azul en el extremo más lejano.
Tendría yo dos años y medio y mi hermana un año la primera vez que fuimos allí, y estuvimos yendo como tres años. En las fotos se ve a mi hermana, tan blanca y tan regordeta, sentada en su sillita de paseo con sombrilla. En años sucesivos se nos ve un poco más crecidas, vestidas y peinadas igual, posando en lo alto del trampolín desde el que por supuesto no osamos tirarnos nunca, con unos petos cortos azul marino, camisetas rojas y zapatillas de lona azul. En las fotos en el agua se nos ve a mi hermana y a mí metidas en una balsa, con nuestro padre al lado, increíblemente delgado y blanco, mientras jugamos con un muñeco hinchable que era un enfermero y del que aún me acuerdo perfectamente. Mi madre aparece en otras, metida también en el agua, muy guapa, con un gorro que la favorecía mucho y la protegía del sol.
Recuerdo a mi padre, en la zona que no cubría, sentarse debajo de un caño enorme del que no paraba de manar agua con fuerza. Nos hacía reir viendo su cabeza soportar aquel torrente, y yo quise imitarle alguna vez pero poco: no comprendía cómo podía siquiera respirar bajo aquel caudal.
En mi memoria estamos mi hermana y yo en la misma cuna y a mi madre cambiándole los pañales a mi hermana. Como la habitación era pequeña, la cuna estaba pegada frente a la cama de mis padres, y mi padre ponía a veces sus enormes pies largos y estrechos en los barrotes de la cuna, para hacernos reir. El 45 de pie que tiene mi padre me sigue sorprendiendo.
Comíamos en unas mesas al aire libre. Una vez fui a mirar cómo era la cocina, y me quedé asombrada al ver aquellas cacerolas plateadas tan grandes y tanta gente de blanco moviéndose de un lado a otro. Olía siempre mucho a patata cocida. En una foto salgo sentada a una mesa, con una chica muy simpática con la que habían hecho amistad mis padres, poniéndome morada de ciruelas amarillas, que por aquel entonces me gustaban mucho.
Cuando tenía yo cuatro años más o menos y hasta los ocho, empezamos a ir a Torrevieja. Al principio alquilábamos una casa antigua de planta baja situada en el esquinazo de una calle muy tranquila, cuya dueña era una señora mayor que se llamaba Dª Virtudes. Tenía el aseo cruzando un pequeño patio, en una especie de caseta de tejadillo bajo. Al lado había un fregadero de piedra en el que en alguna ocasión se metía mi hermana y yo la bañaba, aunque el agua salía muy fría. Recuerdo que me tragué una peseta y tuve que estar varios días sentada en un orinal en aquel patio, después de comer, para ver si salía, todos muy preocupados. La habitación de mis padres estaba separada de la nuestra por sólo unas cortinas, y casi todos los día oíamos desde la cama, a la hora de la siesta, al vendedor de helados, horchatas y granizados de limón que pasaba con su carrito junto a nuestras ventanas pregonando su mercancía.
En el comedor, sobre el hule de la mesa, salgo yo muy aplicada, en las películas que sacaba mi padre, haciendo cuentas y planas, porque en vacaciones también nos ponían deberes para practicar.
También nos hicimos fotos allí muy gansas, con unas pamelas, abanicos y las gafas de sol de mi madre, haciendo gestos guasones.
Por la noche sacábamos sillas a la calle. A veces mi padre, para entretenernos, se ponía a caminar sobre las manos, cabeza abajo, por la acera, proeza que yo no he sido capaz de repetir nunca.
Había sólo dos tiendas cerca, una pequeña de ultramarinos a la que entrabas subiendo unos peldaños, que estaba cruzando la calle, y una panadería un poco más allá que olía a anisetes desde lejos, y en donde se vendía un pan y una bollería cuyo aroma reconocería en cualquier otro sitio si lo volviera a aspirar. Tenía vivienda atrás, y se oía muchas veces a alguien que ensayaba a un piano.
El último año que estuvimos allí alquilamos una casa en la misma calle un poco más abajo, a la que se accedía subiendo un largo tramo de escaleras, y que era enorme, moderna y llena de comodidades. En el dormitorio de mis padres había una mecedora, y en los sillones del salón, si metías la manos por entre los cojines, encontrabas indios y caballitos de plástico que debían haber pertenecido a otros niños que había estado allí.
Había una tercera habitación, que ocuparon mi abuela y mi tía, que ese año vinieron con nosotros inesperadamente, para nuestro alborozo. La cocina, enorme, estaba dotada de todos los adelantos del momento, y subiendo unas escaleras que había en una pequeña terraza llegabas a otra terraza mucho mayor donde mi tía tomaba el sol muchas tardes o se ponía a patinar.
Las primeras vacaciones estivales que yo recuerdo son en Mater Dei, un seminario que había en Castellón y que en la época en que íbamos allí los turistas a pasar el verano contaba sólo con unos pocos sacerdotes que daban las misas y el personal del servicio, pues los seminaristas se habían marchado de vacaciones con sus familias.
Era un complejo de edificios de dos alturas construidos con los modernos diseños de los años 60, funcionales, sin apenas adornos. Cuando paseabas entre ellos lo hacías a través de unos soportales llenos de jardineras. Había plantas y flores por todas partes.
En la parte exterior de los edificios se extendía un amplio terreno con un césped muy verde, donde se repartía una zona de arbolado a un lado y una piscina muy azul en el extremo más lejano.
Tendría yo dos años y medio y mi hermana un año la primera vez que fuimos allí, y estuvimos yendo como tres años. En las fotos se ve a mi hermana, tan blanca y tan regordeta, sentada en su sillita de paseo con sombrilla. En años sucesivos se nos ve un poco más crecidas, vestidas y peinadas igual, posando en lo alto del trampolín desde el que por supuesto no osamos tirarnos nunca, con unos petos cortos azul marino, camisetas rojas y zapatillas de lona azul. En las fotos en el agua se nos ve a mi hermana y a mí metidas en una balsa, con nuestro padre al lado, increíblemente delgado y blanco, mientras jugamos con un muñeco hinchable que era un enfermero y del que aún me acuerdo perfectamente. Mi madre aparece en otras, metida también en el agua, muy guapa, con un gorro que la favorecía mucho y la protegía del sol.
Recuerdo a mi padre, en la zona que no cubría, sentarse debajo de un caño enorme del que no paraba de manar agua con fuerza. Nos hacía reir viendo su cabeza soportar aquel torrente, y yo quise imitarle alguna vez pero poco: no comprendía cómo podía siquiera respirar bajo aquel caudal.
En mi memoria estamos mi hermana y yo en la misma cuna y a mi madre cambiándole los pañales a mi hermana. Como la habitación era pequeña, la cuna estaba pegada frente a la cama de mis padres, y mi padre ponía a veces sus enormes pies largos y estrechos en los barrotes de la cuna, para hacernos reir. El 45 de pie que tiene mi padre me sigue sorprendiendo.
Comíamos en unas mesas al aire libre. Una vez fui a mirar cómo era la cocina, y me quedé asombrada al ver aquellas cacerolas plateadas tan grandes y tanta gente de blanco moviéndose de un lado a otro. Olía siempre mucho a patata cocida. En una foto salgo sentada a una mesa, con una chica muy simpática con la que habían hecho amistad mis padres, poniéndome morada de ciruelas amarillas, que por aquel entonces me gustaban mucho.
Cuando tenía yo cuatro años más o menos y hasta los ocho, empezamos a ir a Torrevieja. Al principio alquilábamos una casa antigua de planta baja situada en el esquinazo de una calle muy tranquila, cuya dueña era una señora mayor que se llamaba Dª Virtudes. Tenía el aseo cruzando un pequeño patio, en una especie de caseta de tejadillo bajo. Al lado había un fregadero de piedra en el que en alguna ocasión se metía mi hermana y yo la bañaba, aunque el agua salía muy fría. Recuerdo que me tragué una peseta y tuve que estar varios días sentada en un orinal en aquel patio, después de comer, para ver si salía, todos muy preocupados. La habitación de mis padres estaba separada de la nuestra por sólo unas cortinas, y casi todos los día oíamos desde la cama, a la hora de la siesta, al vendedor de helados, horchatas y granizados de limón que pasaba con su carrito junto a nuestras ventanas pregonando su mercancía.
En el comedor, sobre el hule de la mesa, salgo yo muy aplicada, en las películas que sacaba mi padre, haciendo cuentas y planas, porque en vacaciones también nos ponían deberes para practicar.
También nos hicimos fotos allí muy gansas, con unas pamelas, abanicos y las gafas de sol de mi madre, haciendo gestos guasones.
Por la noche sacábamos sillas a la calle. A veces mi padre, para entretenernos, se ponía a caminar sobre las manos, cabeza abajo, por la acera, proeza que yo no he sido capaz de repetir nunca.
Había sólo dos tiendas cerca, una pequeña de ultramarinos a la que entrabas subiendo unos peldaños, que estaba cruzando la calle, y una panadería un poco más allá que olía a anisetes desde lejos, y en donde se vendía un pan y una bollería cuyo aroma reconocería en cualquier otro sitio si lo volviera a aspirar. Tenía vivienda atrás, y se oía muchas veces a alguien que ensayaba a un piano.
El último año que estuvimos allí alquilamos una casa en la misma calle un poco más abajo, a la que se accedía subiendo un largo tramo de escaleras, y que era enorme, moderna y llena de comodidades. En el dormitorio de mis padres había una mecedora, y en los sillones del salón, si metías la manos por entre los cojines, encontrabas indios y caballitos de plástico que debían haber pertenecido a otros niños que había estado allí.
Había una tercera habitación, que ocuparon mi abuela y mi tía, que ese año vinieron con nosotros inesperadamente, para nuestro alborozo. La cocina, enorme, estaba dotada de todos los adelantos del momento, y subiendo unas escaleras que había en una pequeña terraza llegabas a otra terraza mucho mayor donde mi tía tomaba el sol muchas tardes o se ponía a patinar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario