viernes, 17 de abril de 2009

Mis primeras vacaciones (II)


Mis padres contrataban los apartamentos por teléfono, y no sabíamos cómo iban a ser hasta que llegábamos. Aquel fue para nosotros una muy grata sorpresa.
Algunas noches nos acercábamos a un parque infantil que había junto a la panadería, y nos montábamos en los balancines, en las ruedas, y con mi abuela en los columpios, hasta que una vez salió un vecino enfurecido de una de las casas que daban al parque protestando porque con el chirrido de los aparatos no le dejábamos dormir.
La playa era muy cerrada y apenas se renovaba el agua. Debía estar cerca de colectores porque a veces pasaban flotando junto a nosotros cosas que prefiero no reproducir aquí. Estaba un poco retirada de donde nos alojábamos. Recuerdo a mi madre con sus enormes gafas de sol azuladas, que luego le duraron muchos años. Recuerdo también una especie de mono corto que nos poníamos, quitándonos el bikini bajo una toalla, para no regresar a casa mojadas, y el olor maravilloso de la crema bronceadora, cuya marca no recuerdo, y que no se debe fabricar ya porque no la he vuelto a ver.
Allí aprendimos a nadar, y me picaron las medusas por primera vez. Mi tía nos llevaba flotando a mi hermana y a mí a lo largo de la orilla tirando de un brazo de cada una.
A veces mi padre alquilaba una barca. En las películas que hacíamos con el tomavistas se le ve tirándose de cabeza al agua desde una de ellas.
Por las tardes íbamos al centro del pueblo. Los domingos a misa, en una iglesia muy grande y bonita que se llenaba de sillas plegables de la cantidad de gente que acudía.
Recuerdo el mercadillo al aire libre, en el que vendían todo lo que uno pueda imaginar. El colorido de aquella especie de zoco permanece inalterable en mi memoria. Mi hermana y yo nos compramos unos abanicos de nácar. Había unos pavos enormes que se movían de un lado a otro con ese pellejo asqueroso que les cuelga, y como yo no había visto nunca ninguno al natural me daban un poco de miedo.
A veces íbamos al puerto y nos metíamos en las lonjas, que ya no tenían pescado porque se vendía a primera hora de la mañana. Pequeños barcos pesqueros estaban allí atracados, y en una ocasión nos colamos en uno para hacernos una foto en la cubierta. Al lado había una verbena permanente, y aún recuerdo con delectación las bolsas de papel amarillo chillón llenas de patatas fritas que espolvoreaban de sal en el momento de comprarlas, nunca he vuelto a comer unas patatas como esas. Alguna vez mi tía jugó en las tómbolas y consiguió unas muñecas casi tan grandes como nosotras, una rubia y otra morena, vestidas con ropa al estilo ruso y botas de caña alta.
En un pequeño parque que había un poco más allá jugábamos mi hermana y yo al escondite, y en otro mucho más grande que había algo más retirado, con suelos de losetas decoradas y muchos árboles muy altos, daban conciertos por la noche. Allí tiene mi madre fotos en las que salía muy atractiva, con la moda de la época: vestidos cortos sin mangas, sandalias de plataforma y peluca rubio platino. A mis padres les gustaba tomar horchatas en una cafetería cercana.
En aquel parque donde jugábamos al escondite me acuerdo que a veces me gustaba sentarme en un banco, junto a mi familia, para ver el efecto que hacía sobre mis piernas el pequeño monedero de tela recién estrenado, marrón oscuro con bolitas naranjas, donde guardaba mis ahorros. Había quioscos donde mis padres nos compraban pulseras de colores y sortijas de plástico, que luego mi hermana y yo lucíamos con presunción porque aquello parecía que nos hacía parecer mayores. En aquel parque recuerdo también a un perro, Óscar lo llamaban (hay que ver la memoria de la infancia lo nítida que puede ser), al que vimos comerse sus propios excrementos. Pensé con bastante repugnancia y un poco de pena que a lo mejor no le daban bien de comer, o que quizá estaba loco. Ahora me parece que es algo que hacen a veces para purgarse.
Las salinas era uno de los sitios al que más me gustaba ir. En las fotos que nos hicimos allí contrastaba enormemente el moreno de nuestra piel con la blancura de aquellas montañas de sal. Jugábamos en unas vías por las que pasaban las vagonetas cargadas.
Aquel último año en Torrevieja a mi hermana y a mí nos daba por disfrazarnos con faldas que nos llegaban por los pies, grandes pañuelos y bisuterías, parecíamos cíngaras o moras. Nos vestíamos por separado y a la de tres salíamos para ver quién sorprendía a quién, competíamos por ver quién tenía más imaginación.
También recuerdo la visita inesperada de un tío, el hermano mayor de mi padre, que vive en Alicante y pasó un día con nosotros. A la hora de comer nos preparó una gran ensalada con huevo duro, que accedí a comer en aquella ocasión ya que normalmente no me gustaba, pues resultó deliciosa tal y como la hizo. Además de lo mucho que nos reíamos con él, era también un excelente cocinero.
Es curiosa la primera memoria que tenemos las personas, cómo capta todos los detalles, las imágenes, los olores, sabores, el tacto de las cosas. Aquellas vacaciones de mi infancia se han quedado grabadas en mis recuerdos con más fuerza que cualquiera de las otras que han venido después. Me produce una sensación de paz y felicidad rememorarlas, aunque sean tan lejanas en el tiempo, irrepetibles.

No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes