jueves, 26 de marzo de 2009

Discotecas


El baile tiene siempre algo de mágico, de especial. Tanto si son dos personas coordinando sus movimientos entre sí como si es un grupo numeroso o simplemente una sola persona, la expresión corporal que interpreta el sentido de la música es como un don más que nos ha sido concedido para goce de nuestros sentidos.
Yo, que nada sé de bailes compartidos con otros porque me siento torpe y descoordinada respecto a los demás, admiro a los que sí saben hacerlo, aunque echo en falta un poco más de delicadeza y naturalidad en los bailes de salón que tan de moda están desde hace algunos años, porque a veces los pasos aprendidos en academias son excesivamente medidos y rígidos, no hay lugar a la espontaneidad.
Para mí no hay nada mejor que la pista de baile de una discoteca, cuanto más llena de gente mejor. Desde que se empieza a bailar, en mi caso casi sin descanso porque una vez que me pongo ya no puedo ni quiero parar, hasta que todo acaba, tiene lugar un proceso que a mí me ha recordado siempre al que se produce cuando se hace el amor: al principio hay unos preliminares, el cuerpo, que estaba en reposo, se va desentumeciendo, los músculos empiezan a calentarse, el placer que conllevan la música y su interpretación corporal poco a poco se va apoderando de los sentidos, hasta que al cabo de un rato notas que el ritmo va subiendo de intensidad y llega un momento, cuando la discoteca entera es ya un paroxismo de cuerpos cimbreantes como sacudidos por descargas eléctricas, en que te ves inmerso en un auténtico clímax, en una especie de orgasmo trepidante por el que interiorizas y vives la música como si formara parte de ti, como su corriera por las venas e inundara tu cerebro, dejándote llevar en medio de un frenesí colectivo que produce un enorme placer.
Pareciera que estuviera describiendo una orgía o una bacanal de las que tenían lugar en la Antigüedad, pero aquí no se trata de desenfreno sexual, aunque sí goce multitudinario de los sentidos.
Puede ser que el altísimo volumen de la música, que a mí me asustaba la primera vez que fui a una discoteca, combinado con los caprichosos y cambiantes juegos luminosos (el alucinante efecto fluorescente del láser sobre la ropa blanca), contribuyan a crear un estado de semiinconsciencia lúdica, un atontamiento divertido por así decirlo, similar quizá al que experimentará el que toma alucinógenos, aunque por supuesto en menor escala.
Yo nunca he consumido alcohol ni drogas en una discoteca, no lo necesito para poder disfrutar del momento y divertirme, nunca he buscado evadirme de nada.
A veces bailo en mi casa, para hacer ejercicio o por gusto, y nunca ha sido lo mismo. Si lo hago durante mucho rato también consigo llegar a ese momento de “clímax”, pero más atenuado. El ambiente de una discoteca, la gente, las luces, la noche, tienen siempre algo especial que no he encontrado en ningún otro momento del día o circunstancia. También el hecho de bailar en público, aunque nadie haga caso y cada cual vaya a lo suyo, tiene su puntito de exhibicionismo que puede ser gratificante. A todos nos gusta ver y ser vistos, hay una cierta vanidad en nosotros que a lo mejor nunca aflora hasta que llegamos a una pista de baile e iniciamos nuestro particular espectáculo.
Me he sorprendido muchas veces cuando he estado en una pista a rebosar de gente y compruebo que las personas a penas se rozan entre sí, es como si hubiera un espacio invisible entre unos y otros del que nadie parece percatarse y que nos individualiza del resto de la marea humana, permitiéndonos disfrutar sin molestarnos.
Los que están en contra de esta forma de pasar el rato creen que una discoteca es un lugar donde la juventud es tratada como el ganado, por el hacinamiento, y donde no se hace otra cosa que dar saltos como los monos, beber, drogarse y hasta follar, normalmente en los aseos.
Contratiempos pueden darse en cualquier sitio donde hay mucha gente. A mi hermana recuerdo una vez que no podía abrir la puerta del servicio, y tuvo que venir uno de los guardias de seguridad, una mole de hombre, y no se le ocurrió otra cosa que reventar la puerta de una patada. Y ella la pobre, allí encerrada, cubriéndose la cabeza y el cuerpo como podía para que no le saltaran las astillas. El caso es que lo guarda en la memoria como algo emocionante.
Todo el mundo es libre de escoger la forma como le guste más divertirse, y creo que las discotecas, a pesar de los peligros que pueden encerrar hoy en día por el consumo desmedido de alcohol y pastillas (simplemente con decir que no quieres debería bastar), son un lugar de ocio tan válido como el que más, puesto que todo lo que no sea bailar lo puedes hacer en cualquier otra parte, no necesariamente ahí. Yo, por lo menos, siempre que he ido lo he pasado muy bien.
El baile ha sido siempre uno de mis grandes placeres.

No hay comentarios:

 
MusicaServicios LocalesContadorsAnuncios ClasificadosViajes