Parece que en el ser humano no tiene cabida la obediencia ciega a unas normas o patrones de conducta predeterminados, las personas nos lo cuestionamos todo, todo lo ponemos en duda. Ni siquiera en un terreno como el de las creencias religiosas nos libramos de esta predisposición. En un ámbito como éste, donde todo está reglado y no hay lugar para las preguntas (eso supondría una falta de fe), surge la teología de la liberación, una corriente de pensamiento y de acción absolutamente revolucionaria que pone en tela de juicio la labor de la Iglesia católica en nuestra sociedad, acusándola como he podido leer “de enseñar resignación ante las injusticias sociales y, por ende, ser cómplices de la opresión del hombre por el hombre.”
El estamento eclesiástico, según este planteamiento, se impone y se acomoda en la estructura social, formando con el resto de los estamentos un entramado de intereses creados que se encarga de asegurar y extender, procurando estar siempre al sol que más calienta, al lado del gobierno que en cada momento rija los destinos de un país en concreto.
Si en el cristianismo convencional lo que se lleva a cabo es una revolución personal, con la teología de la liberación lo que se pretende es una revolución social.
Se trata de eliminar la pobreza y la injusticia, algo que tiene que ver mucho con las teorías marxistas, y por su forma de desarrollarse con el integrismo islámico. La redención, según afirman, sólo es posible con un compromiso político: vivimos en el mundo y no podemos dejar que el mal siga su curso. El pacifismo, el poner la otra mejilla, el perdonar al enemigo, el hecho de que la violencia engendra violencia, todo eso es falso. Hay que tomar partido, actuar, y si no queda más remedio hay que coger las armas.
En películas como “La misión”, que puso de moda el tema de la teología de la liberación, se plantea la posibilidad como he leído de que las misiones jesuitas, allá por el siglo XVIII, “fueron sistemas de destrucción cultural de poblaciones impermeables a la colonización y los modos de pensamiento occidentales, es decir, instrumentos depurados del colonialismo.” En este largometraje, los misioneros jesuitas y los guaraníes son pacíficos, sociables, puros de espíritu, frente al cinismo, la avaricia y la necedad de los colonizadores, amparados por las altas jerarquías eclesiásticas, que no participaban de la vida de los nativos trabajando duramente a su lado, si no que se limitaban a permanecer en sus despachos, alejados de la realidad.
El Papa Benedicto sostiene que “hay siempre espacio para un debate legítimo sobre cómo crear las condiciones para la liberación humana. (…) Tratamos de hacer una acción de discernimiento para liberarnos de los falsos milenarismos y de la politización”. El milenarismo es una herejía que creía en la inminencia del fin del mundo y el advenimiento de un reino de paz y justicia perfectas que duraría mil años.
El Papa afirma que “el magisterio de la Iglesia no ha pretendido destruir el sentido de justicia social, sino reconducirlo por el camino justo”.
El pensamiento cristiano cree que “jamás hay que poner un objetivo social o político por encima del llamado fundamental del Evangelio. (…) Reconocer que los problemas de una sociedad son medularmente teológicos y espirituales: alejarnos de Dios nos sume en el caos y la desesperanza, en el pecado. La pobreza y la injusticia continuarán mientras haya pecadores en la faz de la tierra.”
El religioso que renuncia a llevar a cabo su tarea por medios pacíficos atenta contra los mandamientos de Dios, que dicen no matarás, y que contra la ira hay que tener templanza. Si nos comportamos como los que nos oprimen nos rebajamos a su nivel.
Hay muchas religiones que promueven el uso de armas y los mártires suicidas que mueren matando, es más, se enorgullecen de ello. Con la teología de la liberación nos acercamos a este fanatismo.
En “La misión” hay dos posturas enfrentadas porque hay dos clases de hombres: los que están en gracia de Dios y los que se dejan llevar por sus instintos. Cierto es que el levantamiento que protagonizó aquella misión jesuita fue más una reacción de legítima defensa que un plan premeditado y, por desgracia, también un baño de sangre.
La teología de la liberación no es hoy en día monopolio de la Iglesia católica sino que se puede dar en cualquier país o circunstancia donde un gobierno oprima a su pueblo, con independencia de cuál sea su fe. Pero empuñar un arma entraña siempre un riesgo, aunque tomarse la justicia por su mano es un deseo muy comprensible en muchas ocasiones. En los tiempos que corren vale más la denuncia social en los medios de comunicación que cualquier otra acción desesperada. El que ha manchado sus manos de sangre, aún creyendo que es por una causa justa, rara vez conoce después la paz, y si no es así es que algo falla en su cabeza.
El estamento eclesiástico, según este planteamiento, se impone y se acomoda en la estructura social, formando con el resto de los estamentos un entramado de intereses creados que se encarga de asegurar y extender, procurando estar siempre al sol que más calienta, al lado del gobierno que en cada momento rija los destinos de un país en concreto.
Si en el cristianismo convencional lo que se lleva a cabo es una revolución personal, con la teología de la liberación lo que se pretende es una revolución social.
Se trata de eliminar la pobreza y la injusticia, algo que tiene que ver mucho con las teorías marxistas, y por su forma de desarrollarse con el integrismo islámico. La redención, según afirman, sólo es posible con un compromiso político: vivimos en el mundo y no podemos dejar que el mal siga su curso. El pacifismo, el poner la otra mejilla, el perdonar al enemigo, el hecho de que la violencia engendra violencia, todo eso es falso. Hay que tomar partido, actuar, y si no queda más remedio hay que coger las armas.
En películas como “La misión”, que puso de moda el tema de la teología de la liberación, se plantea la posibilidad como he leído de que las misiones jesuitas, allá por el siglo XVIII, “fueron sistemas de destrucción cultural de poblaciones impermeables a la colonización y los modos de pensamiento occidentales, es decir, instrumentos depurados del colonialismo.” En este largometraje, los misioneros jesuitas y los guaraníes son pacíficos, sociables, puros de espíritu, frente al cinismo, la avaricia y la necedad de los colonizadores, amparados por las altas jerarquías eclesiásticas, que no participaban de la vida de los nativos trabajando duramente a su lado, si no que se limitaban a permanecer en sus despachos, alejados de la realidad.
El Papa Benedicto sostiene que “hay siempre espacio para un debate legítimo sobre cómo crear las condiciones para la liberación humana. (…) Tratamos de hacer una acción de discernimiento para liberarnos de los falsos milenarismos y de la politización”. El milenarismo es una herejía que creía en la inminencia del fin del mundo y el advenimiento de un reino de paz y justicia perfectas que duraría mil años.
El Papa afirma que “el magisterio de la Iglesia no ha pretendido destruir el sentido de justicia social, sino reconducirlo por el camino justo”.
El pensamiento cristiano cree que “jamás hay que poner un objetivo social o político por encima del llamado fundamental del Evangelio. (…) Reconocer que los problemas de una sociedad son medularmente teológicos y espirituales: alejarnos de Dios nos sume en el caos y la desesperanza, en el pecado. La pobreza y la injusticia continuarán mientras haya pecadores en la faz de la tierra.”
El religioso que renuncia a llevar a cabo su tarea por medios pacíficos atenta contra los mandamientos de Dios, que dicen no matarás, y que contra la ira hay que tener templanza. Si nos comportamos como los que nos oprimen nos rebajamos a su nivel.
Hay muchas religiones que promueven el uso de armas y los mártires suicidas que mueren matando, es más, se enorgullecen de ello. Con la teología de la liberación nos acercamos a este fanatismo.
En “La misión” hay dos posturas enfrentadas porque hay dos clases de hombres: los que están en gracia de Dios y los que se dejan llevar por sus instintos. Cierto es que el levantamiento que protagonizó aquella misión jesuita fue más una reacción de legítima defensa que un plan premeditado y, por desgracia, también un baño de sangre.
La teología de la liberación no es hoy en día monopolio de la Iglesia católica sino que se puede dar en cualquier país o circunstancia donde un gobierno oprima a su pueblo, con independencia de cuál sea su fe. Pero empuñar un arma entraña siempre un riesgo, aunque tomarse la justicia por su mano es un deseo muy comprensible en muchas ocasiones. En los tiempos que corren vale más la denuncia social en los medios de comunicación que cualquier otra acción desesperada. El que ha manchado sus manos de sangre, aún creyendo que es por una causa justa, rara vez conoce después la paz, y si no es así es que algo falla en su cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario