Parece algo prematuro hoy en día preguntarles a los chavales qué es lo que quieren ser el día de mañana. Pocas personas he conocido que, como yo, hayan tenido una vocación definida desde edad muy temprana.
Sin embargo mi hijo lleva diciendo hace tiempo que quiere ser militar. Él es feliz con un arma en la mano, aunque sea de plástico y de bolas. Tiene en su habitación un arsenal, entre pistolas y fusiles, que ya quisieran para sí muchas bandas armadas.
Yo abomino del Ejército no por un afán antipatriótico, ni mucho menos, sino por una convicción antibelicista. Siendo como soy nieta por ambas partes de militares, sobrina y sobrina nieta, parece como si renegara de mis ancestros. Puede que hubiera una época en la que el pacifismo ni siquiera era algo a tener en consideración, había otra mentalidad y otros intereses, pero en la actualidad es la única perspectiva de futuro posible si se supone que vivimos en un mundo racional.
Que se acabase en nuestro país la famosa “mili” ya supuso un adelanto importante. Era una época en la vida de un chico en la que no se hacía otra cosa que perder el tiempo, interrumpía estudios, contratos de trabajo, relaciones amorosas y cualquier otro proyecto que uno quisiera llevar a cabo. Iban allí a convertirse en hombres, pero lo que aprendían en realidad eran tareas asignadas tradicionalmente a la mujer, como limpiar retretes, hacer camas, cocinar, fregar cacharros, barrer, coser, etc. En ese sentido puede que sí se espabilaran, aprendían a valerse por sí mismos, pero no creo que eso y lo poco que les enseñaran en las “maniobras” les sirviera para defender una nación.
Antaño, cuando había tanto analfabetismo y pobreza, en la mili se aprendía a leer y a escribir, te permitía viajar y conocer tu país y ganarte cama, comida y un poco de dinero quizá por primera vez. Aquellos periodos, que en un principio llegaron a durar hasta tres años, se fueron recortando hasta llegar al año de la última hornada. Los hay que guardan un buen recuerdo de la experiencia, porque les permitió saborear la camaradería y el compañerismo entre hombres, hacer nuevas amistades y tener cosas entre ridículas y curiosas que contar a sus hijos. Pero para otros muchos fue sólo ocasión de poner a prueba su resistencia física y mental, víctimas de bromas de mal gusto y de los excesos de los pequeños jefecillos que, aprovechando una rigurosa y absurda escala de mandos, se crecieron viéndose importantes sólo porque les dieron un poco de autoridad sobre un puñado de infelices que tuvieron la desgracia de estar a su cargo.
Y lo del servicio social sustitutorio que se implantó ya en los últimos años para el que no quisiera hacerla me pareció siempre una aberración, porque era como un castigo. Se llegó a hablar de presos políticos para los que se negaron también a esto. Una barbaridad.
Yo, que he estado en el ministerio de Defensa durante muchos años, pude comprobar cómo “funciona” el Ejército, da igual del Cuerpo que se trate, y es una vergüenza. Recuerdo una vez que tuve que ir a un acuartelamiento para hacer un trabajo administrativo ocasional, y lo que allí había me pareció lamentable: los tanques en medio de un pedregal más oxidados que otra cosa, los soldados con más ganas de cachondeo que de estar allí en aquel desierto… En mi trabajo los jefes militares tenían un comportamiento denigrante, incívico e inmoral en muchas ocasiones.
Miguel Ángel siente un placer especial con un arma en las manos, y la verdad es que son reproducciones tan exactas de las reales que podrían servir para atracar un banco. Disfruta como un enano viendo películas de guerra, no se cansa de ver combates, disparos, explosiones, tanques, aviones, de todo. Yo le pregunto si no le aburre ver esas escenas, porque parece que son siempre las mismas, con pocas variaciones, pero él a cada una le saca una emoción distinta, los soldados en las trincheras, arrastrándose por el suelo para esquivar el fuego enemigo, defendiéndose con uñas y dientes, cayendo destrozados por las bombas y la metralla, gritos de dolor por todas partes. Lo considerará una heroicidad, una aventura, una muestra de hombría, o yo qué se qué. Pero no sólo le gustan las batallas actuales, también las dos guerras mundiales, las luchas de la época del Imperio Romano y las invasiones de los pueblos bárbaros, todo lo que sea combatir le interesa.
Este verano mi cuñado le contaba a mi hijo las penalidades por las que tiene que pasar un soldado. “No creas que es todo tan bonito como en las películas”, le decía. “Primero te tienen que entrenar. Te dejan en mitad de un monte con un cuchillo y una brújula y, durante dos o tres días te las tienes que arreglar sólo con eso, conseguir comida, protegerte de animales salvajes, encontrar un lugar para dormir que te permita descansar lo suficiente y, sobre todo, ser capaz de regresar al campamento sin perderse por el camino. Es una prueba de supervivencia. Si al cabo de ese tiempo no regresas, van a buscarte con un helicóptero, con el riesgo de que a lo mejor no te encuentren, y tendrás que repetir la prueba hasta que consigas llevarla a buen término”. Miguel Ángel se quedó muy serio y pensativo, nunca lo había visto desde esa perspectiva. “Si tienes suerte puede que caces una liebre”, proseguía mi cuñado implacable, “y luego hacer un fuego, porque si no te la tendrías que comer cruda”.
Desde aquella conversación Miguel Ángel ya no quiere que se le mencione lo de ser militar, parece un poco desencantado, pero sigue viendo películas de combates y jugando en la play station a juegos bélicos con la misma pasión. Los americanos saben muy bien venderlo todo, incluida la guerra y todo lo que la rodea. Es una forma más de hacer negocio con ella.
Acabada ya la etapa de la mili, un verdadero atraso que pertenece a una España cañí, si se puede llamar así, atrasada y pueblerina (aquel personaje de cómic de “Nasío pa matá” es un fiel reflejo), con un ejército profesional en donde hasta los extranjeros pueden llegar a dar su vida por esta patria común en que se ha convertido nuestra tierra, si llega el caso, parece que hemos dado un paso adelante en cuanto al progreso se refiere, ya que el ejército es algo que debe existir de todas maneras.
Quién sabe, igual veo a mi hijo convertido el día de mañana no ya en soldado sino en un mercenario, con su uniforme de camuflaje, su metralleta y unas cuantas hojas con ramas alrededor del casco para confundirse con el paisaje. No creo que lo haya pensado fríamente, porque si no ni se le ocurriría, por mucho dinero que puedan llegar a pagarte. El ejército no es sólo obedecer órdenes, esa sería una posición muy cómoda. Como decía el protagonista de “Gran Torino”, lo peor en esas situaciones no es lo que te ordenan hacer, sino lo que no te han ordenado hacer, y tener que cargar con ello el resto de tu vida. En ciertos momentos y en situaciones desesperadas, en medio de un combate, podemos dejarnos llevar por la violencia desmedida y hacer cosas que se podían haber evitado. Y es que la guerra es el mayor de los absurdos, el más grande de los despropósitos.
Sin embargo mi hijo lleva diciendo hace tiempo que quiere ser militar. Él es feliz con un arma en la mano, aunque sea de plástico y de bolas. Tiene en su habitación un arsenal, entre pistolas y fusiles, que ya quisieran para sí muchas bandas armadas.
Yo abomino del Ejército no por un afán antipatriótico, ni mucho menos, sino por una convicción antibelicista. Siendo como soy nieta por ambas partes de militares, sobrina y sobrina nieta, parece como si renegara de mis ancestros. Puede que hubiera una época en la que el pacifismo ni siquiera era algo a tener en consideración, había otra mentalidad y otros intereses, pero en la actualidad es la única perspectiva de futuro posible si se supone que vivimos en un mundo racional.
Que se acabase en nuestro país la famosa “mili” ya supuso un adelanto importante. Era una época en la vida de un chico en la que no se hacía otra cosa que perder el tiempo, interrumpía estudios, contratos de trabajo, relaciones amorosas y cualquier otro proyecto que uno quisiera llevar a cabo. Iban allí a convertirse en hombres, pero lo que aprendían en realidad eran tareas asignadas tradicionalmente a la mujer, como limpiar retretes, hacer camas, cocinar, fregar cacharros, barrer, coser, etc. En ese sentido puede que sí se espabilaran, aprendían a valerse por sí mismos, pero no creo que eso y lo poco que les enseñaran en las “maniobras” les sirviera para defender una nación.
Antaño, cuando había tanto analfabetismo y pobreza, en la mili se aprendía a leer y a escribir, te permitía viajar y conocer tu país y ganarte cama, comida y un poco de dinero quizá por primera vez. Aquellos periodos, que en un principio llegaron a durar hasta tres años, se fueron recortando hasta llegar al año de la última hornada. Los hay que guardan un buen recuerdo de la experiencia, porque les permitió saborear la camaradería y el compañerismo entre hombres, hacer nuevas amistades y tener cosas entre ridículas y curiosas que contar a sus hijos. Pero para otros muchos fue sólo ocasión de poner a prueba su resistencia física y mental, víctimas de bromas de mal gusto y de los excesos de los pequeños jefecillos que, aprovechando una rigurosa y absurda escala de mandos, se crecieron viéndose importantes sólo porque les dieron un poco de autoridad sobre un puñado de infelices que tuvieron la desgracia de estar a su cargo.
Y lo del servicio social sustitutorio que se implantó ya en los últimos años para el que no quisiera hacerla me pareció siempre una aberración, porque era como un castigo. Se llegó a hablar de presos políticos para los que se negaron también a esto. Una barbaridad.
Yo, que he estado en el ministerio de Defensa durante muchos años, pude comprobar cómo “funciona” el Ejército, da igual del Cuerpo que se trate, y es una vergüenza. Recuerdo una vez que tuve que ir a un acuartelamiento para hacer un trabajo administrativo ocasional, y lo que allí había me pareció lamentable: los tanques en medio de un pedregal más oxidados que otra cosa, los soldados con más ganas de cachondeo que de estar allí en aquel desierto… En mi trabajo los jefes militares tenían un comportamiento denigrante, incívico e inmoral en muchas ocasiones.
Miguel Ángel siente un placer especial con un arma en las manos, y la verdad es que son reproducciones tan exactas de las reales que podrían servir para atracar un banco. Disfruta como un enano viendo películas de guerra, no se cansa de ver combates, disparos, explosiones, tanques, aviones, de todo. Yo le pregunto si no le aburre ver esas escenas, porque parece que son siempre las mismas, con pocas variaciones, pero él a cada una le saca una emoción distinta, los soldados en las trincheras, arrastrándose por el suelo para esquivar el fuego enemigo, defendiéndose con uñas y dientes, cayendo destrozados por las bombas y la metralla, gritos de dolor por todas partes. Lo considerará una heroicidad, una aventura, una muestra de hombría, o yo qué se qué. Pero no sólo le gustan las batallas actuales, también las dos guerras mundiales, las luchas de la época del Imperio Romano y las invasiones de los pueblos bárbaros, todo lo que sea combatir le interesa.
Este verano mi cuñado le contaba a mi hijo las penalidades por las que tiene que pasar un soldado. “No creas que es todo tan bonito como en las películas”, le decía. “Primero te tienen que entrenar. Te dejan en mitad de un monte con un cuchillo y una brújula y, durante dos o tres días te las tienes que arreglar sólo con eso, conseguir comida, protegerte de animales salvajes, encontrar un lugar para dormir que te permita descansar lo suficiente y, sobre todo, ser capaz de regresar al campamento sin perderse por el camino. Es una prueba de supervivencia. Si al cabo de ese tiempo no regresas, van a buscarte con un helicóptero, con el riesgo de que a lo mejor no te encuentren, y tendrás que repetir la prueba hasta que consigas llevarla a buen término”. Miguel Ángel se quedó muy serio y pensativo, nunca lo había visto desde esa perspectiva. “Si tienes suerte puede que caces una liebre”, proseguía mi cuñado implacable, “y luego hacer un fuego, porque si no te la tendrías que comer cruda”.
Desde aquella conversación Miguel Ángel ya no quiere que se le mencione lo de ser militar, parece un poco desencantado, pero sigue viendo películas de combates y jugando en la play station a juegos bélicos con la misma pasión. Los americanos saben muy bien venderlo todo, incluida la guerra y todo lo que la rodea. Es una forma más de hacer negocio con ella.
Acabada ya la etapa de la mili, un verdadero atraso que pertenece a una España cañí, si se puede llamar así, atrasada y pueblerina (aquel personaje de cómic de “Nasío pa matá” es un fiel reflejo), con un ejército profesional en donde hasta los extranjeros pueden llegar a dar su vida por esta patria común en que se ha convertido nuestra tierra, si llega el caso, parece que hemos dado un paso adelante en cuanto al progreso se refiere, ya que el ejército es algo que debe existir de todas maneras.
Quién sabe, igual veo a mi hijo convertido el día de mañana no ya en soldado sino en un mercenario, con su uniforme de camuflaje, su metralleta y unas cuantas hojas con ramas alrededor del casco para confundirse con el paisaje. No creo que lo haya pensado fríamente, porque si no ni se le ocurriría, por mucho dinero que puedan llegar a pagarte. El ejército no es sólo obedecer órdenes, esa sería una posición muy cómoda. Como decía el protagonista de “Gran Torino”, lo peor en esas situaciones no es lo que te ordenan hacer, sino lo que no te han ordenado hacer, y tener que cargar con ello el resto de tu vida. En ciertos momentos y en situaciones desesperadas, en medio de un combate, podemos dejarnos llevar por la violencia desmedida y hacer cosas que se podían haber evitado. Y es que la guerra es el mayor de los absurdos, el más grande de los despropósitos.
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