- Me da envidia cuando oigo al vecino que vive pared con pared conmigo cómo festeja a su hija cada vez que está en casa. La niña, que tiene poco más de cuatro años, es autista, y pronuncia palabras que no se entienden, reacciona con llanto y violencia cuando vienen visitas, y constantemente se tropieza y cae con gran estrépito por todos los rincones de la casa. Pero se la oye reir, a su manera, cuando su padre le dice cosas cariñosas y juega con ella.
Pienso en mi ex marido, al que nunca le salió de dentro tratar con tanto cariño y dulzura a sus hijos, que al fin y al cabo no tenían ningún problema como esa pobre niña.
Mi vecino no es el típico drogadicto que ya se va quedando sin dientes y se va consumiendo poco a poco, aunque desde que supieron el problema que tenía su hija se vió que su adicción se agudizaba. Cualquiera, incluso un drogadicto, es capaz de sentir el amor de padre, el afecto profundo y no comparable a ningún otro que le nace a un hombre cuando tiene un hijo. El autista era mi ex marido en este caso. Lucía, a pesar de su tara y de la adicción de su padre, es en este sentido más afortunada que mis hijos, porque mi vecino se morirá seguramente antes de tiempo por culpa de las drogas, pero con el nombre de su hija en los labios.
- Cómo me sigue gustando “Encuentros en la 3ª fase”, da igual las veces que la vea y los años que pase desde que se estrenó, me sigue provocando las mismas emociones siempre. Las películas de Spielberg son intemporales. Todo, desde el barco que aparece inexplicablemente abandonado en mitad de un desierto, hasta la primera aparición de las naves extraterrestes en una carretera durante la noche, llenando la oscuridad con una luz cegadora y provocando gravedad cero en el interior del vehículo del protagonista, pasando por la música que utilizaban los expertos para comunicarse con los visitantes espaciales, y la base montada en una planicie, tras una montaña, para recibirlos. La imagen de Richard Dreyfuss moldeando esa montaña sin saber lo que hacía, primero con la espuma de afeitar por la mañana al levantarse, después con el puré de patatas a la hora de comer, más tarde en el salón de su casa reproduciéndola a gran escala con tierra y arbustos recogidos del jardín. Esa obsesión irremediable, la aparente locura a la que puede llegar un hombre corriente con una vida anodina, nos hace pensar que a cualquiera de nosotros nos puede sacar de la rutina cotidiana el suceso más imprevisto e inimaginable que hallarse pueda. Las películas de Spielberg producen ese efecto, el que llegues a creer a pies juntillas que todos somos lo suficientemente especiales como para que nos puedan llegar a ocurrir cosas tan extraordinarias como que nos visiten seres de otros mundos, por ejemplo. Así me pasa que desde entonces no puedo circular de noche por una carretera larga, solitaria y oscura sin pensar que una luz cegadora va a pasar por encima de mí a gran velocidad para perderse en la línea del horizonte, y además no me canso de mirar el firmamento, sobre todo en las noches de verano, para ver si alguien que no es como nosotros quiere venir a saludarnos. Luego me dicen que estoy en la luna. Y con razón.
Pienso en mi ex marido, al que nunca le salió de dentro tratar con tanto cariño y dulzura a sus hijos, que al fin y al cabo no tenían ningún problema como esa pobre niña.
Mi vecino no es el típico drogadicto que ya se va quedando sin dientes y se va consumiendo poco a poco, aunque desde que supieron el problema que tenía su hija se vió que su adicción se agudizaba. Cualquiera, incluso un drogadicto, es capaz de sentir el amor de padre, el afecto profundo y no comparable a ningún otro que le nace a un hombre cuando tiene un hijo. El autista era mi ex marido en este caso. Lucía, a pesar de su tara y de la adicción de su padre, es en este sentido más afortunada que mis hijos, porque mi vecino se morirá seguramente antes de tiempo por culpa de las drogas, pero con el nombre de su hija en los labios.
- Cómo me sigue gustando “Encuentros en la 3ª fase”, da igual las veces que la vea y los años que pase desde que se estrenó, me sigue provocando las mismas emociones siempre. Las películas de Spielberg son intemporales. Todo, desde el barco que aparece inexplicablemente abandonado en mitad de un desierto, hasta la primera aparición de las naves extraterrestes en una carretera durante la noche, llenando la oscuridad con una luz cegadora y provocando gravedad cero en el interior del vehículo del protagonista, pasando por la música que utilizaban los expertos para comunicarse con los visitantes espaciales, y la base montada en una planicie, tras una montaña, para recibirlos. La imagen de Richard Dreyfuss moldeando esa montaña sin saber lo que hacía, primero con la espuma de afeitar por la mañana al levantarse, después con el puré de patatas a la hora de comer, más tarde en el salón de su casa reproduciéndola a gran escala con tierra y arbustos recogidos del jardín. Esa obsesión irremediable, la aparente locura a la que puede llegar un hombre corriente con una vida anodina, nos hace pensar que a cualquiera de nosotros nos puede sacar de la rutina cotidiana el suceso más imprevisto e inimaginable que hallarse pueda. Las películas de Spielberg producen ese efecto, el que llegues a creer a pies juntillas que todos somos lo suficientemente especiales como para que nos puedan llegar a ocurrir cosas tan extraordinarias como que nos visiten seres de otros mundos, por ejemplo. Así me pasa que desde entonces no puedo circular de noche por una carretera larga, solitaria y oscura sin pensar que una luz cegadora va a pasar por encima de mí a gran velocidad para perderse en la línea del horizonte, y además no me canso de mirar el firmamento, sobre todo en las noches de verano, para ver si alguien que no es como nosotros quiere venir a saludarnos. Luego me dicen que estoy en la luna. Y con razón.
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