miércoles, 4 de junio de 2008

Cuestión de pelos


Dicen las lenguas de triple filo que a las mujeres nos encanta ir a la peluquería, pero hay algunas que no sólo no nos gusta si no que nos ha resultado en ocasiones muy accidentado intentar ponernos un poco bellas.
La primera peluquería que pisé en mi vida estaba en mi barrio y se encontraba en un semisótano. No me gustaba ir porque pensaba que allí se quedaban con una parte de mi persona que sólo a mí me pertenecía. Con ocho años yo tenía una melena que me llegaba por el trasero, y mi madre decidió un día que mi hermana y yo teníamos que ir más fresquitas. Cuando mi padre vió la media melena que nos dejaron, que en realidad tampoco estaba mal, estuvo sin hablarle a mi madre una semana.
Más tarde empezamos a ir a otra, no lejos de la anterior, donde te encontrabas a un montón de vecinas que habían hecho de la peluquería la sala de estar de su casa. Como también se dedicaba a las depilaciones, un día vimos a un niño pequeño que, sentado en el suelo sin que nadie le hiciera caso, se metía en la boca un trozo de cera reseca que tenía pegados un montón de pelos negros. Aquello, y el hecho de que a mi hermana le metieron en una ocasión un tajo en una oreja con las tijeras que a poco no lo cuenta, hizo que decidiéramos cambiar nuestros horizontes.
En la época universitaria iba a una academia, de la cadena Rizo’s, donde a cambio de no cobrarte nada tenías que dejar que experimentaran contigo como si de una cobaya se tratase. Allí, alumnos venidos de todas partes de España, la mayoría con peluquerías propias, practicaban contigo las últimas tendencias. A mí me hicieron alguna que otra escabechina, como una vez que me lo cortaron casi al uno, pero como era jovencita tampoco me quedaba mal. En una ocasión uno de los profesores, un chico joven y muy enérgico, me escogió al azar, me sentó en una especie de asiento de barbería de diseño, y me estuvo cortando el pelo frente a un montón de personas, mientras me hacía girar en el asiento en todas direcciones a gran velocidad para ir mostrando cómo iba quedando. Debió ser todo un éxito porque hubo muchos aplausos al final.
Luego durante años estuve probando el resto de las peluquerías que fueron inaugurando en mi barrio y las de varios kilómetros a la redonda, pero cuando en alguna ocasión me veían aparecer por allí por segunda vez debían creer que me tenían segura como cliente y entonces se esmeraban mucho menos, por lo que dejaba de ir.
Una vez me encontraba por la zona de Goya haciendo unas compras, y decicí meterme en una que parecía un poco antigua pero por lo menos no tenía casi gente. Maldita la hora en que se me ocurrió entrar allí. Una colección de seres de apariencia siniestra, con visibles taras físicas, me recibió con aparente amabilidad inicial. Pero el remate fue el peluquero jefe. Nunca antes me habían cortado el pelo sin usar tijeras, pero más que a navaja me lo hizo a navajazos, mientras soltaba todo tipo de improperios a una de las que trabajaba allí, a voz en grito y sin importarle la impresión que pudiera causar. En una de esas, viéndole tan agresivo, temí que me fuera a rebanar el cuello. La nuca me la remató con maquinilla eléctrica, con lo que me sentí oveja trasquilada. El caso es que no me dejó del todo mal, pero el susto que pasé, yo sola allí en aquella especie de casa de los horrores, no lo sabe nadie. Muchas veces crees que una peluquería tiene que estar bien sólo por encontrarse en una zona inmejorable, pero es evidente que no siempre es así.
Últimamente me he hecho asidua, algo extraño en mí hasta el momento en lo que al asunto capilar se refiere, a una peluquería que está cerca de donde trabajaba antes, y en donde me tratan siempre de película da igual las veces que vaya. Los sillones en los que te sientas cuando te lavan la cabeza dan masajes, mientras te ponen imágenes de Naturaleza en una pantalla de video y con música relajante. Para amenizar el tiempo que allí se pasa, te ofrecen revistas y un café con un bombón. Como sólo voy cuatro veces en el año, son momentos que dedico única y exclusivamente a mi persona y los agradezco enormemente.
Y es que a la cabellera no se le da a veces la importancia que tiene, porque según cómo se lleve te cambia la fisonomía por completo.
En cuestión de pelos no hay nada escrito.

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