martes, 6 de mayo de 2008

Maniática de la última palabra (XIII)

- Estoy horrorizada con la forma de hacer concursos que hay en la televisión hoy en día. Todos tienen un formato similar, como si se hubieran puesto de acuerdo: un montón de gente a la que se le priva de su libertad durante unos cuantos meses, visitada por sus familiares sólo de vez en cuando, como en la cárcel, con profesores que los maltratan de palabra hasta límites más que vejatorios, y a los que sin embargo terminan adorando como si se tratara de una suerte de síndrome de Estocolmo. Esporádicamente se les da alguna compensación (un viaje, una visita interesante, una buena comida cuando están en una isla) para que no lleguen a amotinarse. Luego hay montado un tribunal al lado del cual el de la Inquisición empalidecería, encargado de torturarlos un buen rato al prolongar la agonía de saber si permanecerán o no en el concurso. Es como una gran representación teatral en la que los sentimientos y las ilusiones de las personas importan sólo en apariencia. Se trata de ofrecer un entretenimiento previamente diseñado para que el público disfrute viendo el sufrimiento ajeno, igual que se hacía en los espectáculos de los cristianos con los leones en el circo romano. Estos programas están basados en buenas ideas, pero llevados a cabo de esta manera se convierten en inmensas máquinas trituradoras de personas.

- Hace unos cuantos años estando yo en el café Central, que por entonces frecuentaba mucho, presencié una escena que se me quedó grabada en la memoria: un señor de no más de treinta y muchos años sentado solo en una mesa, se dedicaba con un mechero a quemar billetes de cinco mil pesetas. Estaba bebido, y la debía tener llorona por la cara triste y desencajada que exhibía. La gente se le quedaba mirando, el café estaba abarrotado a esas horas, pero nadie hizo ni dijo nada. Deseé que me diera alguno de aquellos fajos que tan poco parecían importarle. Me sorprendió ver lo que se puede llegar a hacer para llamar la atención, y también llevado por la desesperación. Es evidente que aunque se tenga dinero, cuando faltan esas cosas que no se pueden comprar porque no tienen precio y que no se venden en las tiendas, todo lo demás importa poco. En este sentido, la verdad es que le hacía poca falta el dinero.

- Me he enterado hace poco de lo que es el “síndrome de Ulises”: una especie de depresión nostálgica o estrés que padecen los que no se adaptan a su nueva vida. Suele afectar a los emigrantes. Muchas veces he pensado lo que sentirán todas estas personas que vienen de sitios tan lejanos y distintos al nuestro para quedarse a vivir aquí. No tiene que ser fácil, acabar con una etapa de tu vida para empezar otra bien distinta, dejar atrás muchas cosas. Será como Ulises, que siempre añoró regresar a Ítaca.

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