Me gustó mucho el último artículo de Reverte en el XL Semanal hablando de los mal llamados “panchitos”. Se pone, con una gran sensibilidad, en el lugar de los inmigrantes que, venidos del Nuevo Mundo, se asientan en nuestras tierras con la esperanza de encontrar una vida mejor. Supongo que no a todos les irá igual, pero me parece que para la gran mayoría de ellos la situación es bastante parecida: trabajos de telemarketing, vendedores en tiendas de telefonía móvil, dependientes de restaurantes de comida rápida, albañiles, y todas aquellas ocupaciones que los de aquí no hemos querido por lo ingratas y mal pagadas que están. Contratos basura, cuando los hay. Quizá sea por su escasa cualificación en general por lo que no suelen conseguir mejores empleos, o puede que su procedencia les cierre muchas puertas, aunque tengan el nivel que se precisa. Cuántos odontólogos, por ejemplo, se ven obligados a ejercer otras profesiones porque su título no está reconocido en nuestro país.
Yo he sido la primera que he renegado de ellos cuando he tenido que hacer una consulta telefónica, un pedido a domicilio o simplemente que te atiendan en una cafetería. Así lo hice constar en un post de hace meses, del que ahora me arrepiento. Me parece que sus reflejos son lentos, su receptividad escasa, y su forma de hablar muchas veces incomprensible. Pero al no aceptarlos tal como son los estamos discriminando y sacando a relucir una cierta xenofobia que nos es propia casi sin darnos cuenta. Es como si nos consideráramos dueños del terreno que pisamos sólo porque hemos nacido aquí y, por lo tanto, nosotros somos los que imponemos las normas. Si no pueden integrarse en el implacable engranaje social que tenemos montado, que se vayan.
Y así recuerdo con vergüenza en una ocasión en que iba en el metro y, al darme cuenta de que llevaba el bolso abierto, no se me ocurrió otra cosa que mirar acusadoramente a una madre y su hija, sudamericanas, que iban a mi lado. Luego, haciendo memoria, me di cuenta de que se me había olvidado cerrarlo al salir de casa, algo muy corriente en mí. Cuánto temor y pesadumbre había en sus ojos al ver cómo yo las miraba, nunca sabrán cómo lo lamenté después. Imaginé la cantidad de veces que tendrán que soportar situaciones así todos los días. Con cuánta simpleza reaccioné, qué torpeza por mi parte.
Sin embargo, de vez en cuando veo ejemplos muy reconfortantes de la perfecta adaptación de los sudamericanos a nuestro país, algo que espero que cada vez sea más frecuente. Sin ir más lejos, el otro día oía como de pasada a un chico y una chica sudamericanos hablando en el metro con los apuntes en la mano de complicadas fórmulas químicas que debían estar estudiando. Me encantó.
Una vez fuimos los españoles “conquistadores” de aquellas tierras que, por lo visto, ya habían sido visitadas por los pueblos bárbaros mucho tiempo atrás. Nosotros fuimos allí sin pasar aduanas ni controles de ninguna clase buscando un El Dorado que nos proporcionara una inmensa riqueza y un poder ilimitado. Exprimimos a los nativos hasta la esclavitud, les impusimos nuestra religión y nuestras costumbres, nos llevamos sin pagar aranceles y sin permiso ninguno los productos que en sus fértiles tierras crecían, y todo sin dar las gracias y sin pedir perdón por las posibles tropelías de que les hubiésemos hecho objeto. Ahora son ellos los que vienen a nosotros, con la religión que les inculcamos (son más fervientes cristianos que nosotros), y con la lengua que les enseñamos, confiando hallar el apoyo y la hermandad que se espera de los que un día les visitaron. ¿Y qué es lo que se han encontrado?.
Reverte teme las consecuencias de todo esto. El rechazo social, los trabajos precarios, el racismo, harán que un día se levanten contra nosotros pidiendo justicia, aquella que nunca tuvieron cuando fuimos nosotros los que estuvimos en su terreno. ¿Qué derecho tenemos a negarles nada?. No es que aquí haya venido lo peor de aquellos países, sino que una vez aquí la dureza de sus circunstancias les ha llevado a la desesperación, a la delincuencia y a la marginación, como pasaría con cualquier otro grupo que se viera en su misma situación. Ahí están las bandas callejeras, que no hacen más que crecer, las temibles maras.
Y ahora con la crisis, cuando las listas del paro no dejan de crecer, muchos están regresando a su país, del que nunca se olvidaron realmente. ¿Se cumplen las expectativas de muchos?. Por fin se van. Pero ¿dónde está su El Dorado?. Ellos también tienen derecho a que se les revierta aquello que un día nos dieron. Quizá depositaron en nosotros una confianza que, desde luego, ha resultado inmerecida.
Cuántos apelativos hemos inventado para menospreciarlos, para hacer que nunca puedan encontrarse como en su casa: panchitos, sudacas, mestizos, indígenas… Y son ellos los que tendrían que vituperarnos por nuestro comportamiento en el pasado y en el presente. Ellos nos dan ejemplo de humildad y sencillez no respondiendo nunca a los agravios que les inflingimos. Ellos son los que tienen mucho que enseñarnos, con lo grande y rica que es América del Sur y Centroamérica, rica por la heterogeneidad de sus culturas, costumbres y paisajes, aunque empobrecida por las malas artes de gobernantes tiránicos e ignorantes. Sus paraísos se han convertido en destino de bajo coste para nuestras vacaciones, sus posibilidades turísticas explotadas indiscriminadamente por dos duros, sus mujeres, como pasa en Cuba, prostituidas a cambio de algún regalo miserable o para salir de su país y escapar de la pobreza.
Cuánta belleza expoliada. Espero que algún día sepamos rectificar, pedir perdón y resarcirlos. Y que quieran aceptar nuestras disculpas. Ellos sí que no han olvidado que somos pueblos hermanos.
Yo he sido la primera que he renegado de ellos cuando he tenido que hacer una consulta telefónica, un pedido a domicilio o simplemente que te atiendan en una cafetería. Así lo hice constar en un post de hace meses, del que ahora me arrepiento. Me parece que sus reflejos son lentos, su receptividad escasa, y su forma de hablar muchas veces incomprensible. Pero al no aceptarlos tal como son los estamos discriminando y sacando a relucir una cierta xenofobia que nos es propia casi sin darnos cuenta. Es como si nos consideráramos dueños del terreno que pisamos sólo porque hemos nacido aquí y, por lo tanto, nosotros somos los que imponemos las normas. Si no pueden integrarse en el implacable engranaje social que tenemos montado, que se vayan.
Y así recuerdo con vergüenza en una ocasión en que iba en el metro y, al darme cuenta de que llevaba el bolso abierto, no se me ocurrió otra cosa que mirar acusadoramente a una madre y su hija, sudamericanas, que iban a mi lado. Luego, haciendo memoria, me di cuenta de que se me había olvidado cerrarlo al salir de casa, algo muy corriente en mí. Cuánto temor y pesadumbre había en sus ojos al ver cómo yo las miraba, nunca sabrán cómo lo lamenté después. Imaginé la cantidad de veces que tendrán que soportar situaciones así todos los días. Con cuánta simpleza reaccioné, qué torpeza por mi parte.
Sin embargo, de vez en cuando veo ejemplos muy reconfortantes de la perfecta adaptación de los sudamericanos a nuestro país, algo que espero que cada vez sea más frecuente. Sin ir más lejos, el otro día oía como de pasada a un chico y una chica sudamericanos hablando en el metro con los apuntes en la mano de complicadas fórmulas químicas que debían estar estudiando. Me encantó.
Una vez fuimos los españoles “conquistadores” de aquellas tierras que, por lo visto, ya habían sido visitadas por los pueblos bárbaros mucho tiempo atrás. Nosotros fuimos allí sin pasar aduanas ni controles de ninguna clase buscando un El Dorado que nos proporcionara una inmensa riqueza y un poder ilimitado. Exprimimos a los nativos hasta la esclavitud, les impusimos nuestra religión y nuestras costumbres, nos llevamos sin pagar aranceles y sin permiso ninguno los productos que en sus fértiles tierras crecían, y todo sin dar las gracias y sin pedir perdón por las posibles tropelías de que les hubiésemos hecho objeto. Ahora son ellos los que vienen a nosotros, con la religión que les inculcamos (son más fervientes cristianos que nosotros), y con la lengua que les enseñamos, confiando hallar el apoyo y la hermandad que se espera de los que un día les visitaron. ¿Y qué es lo que se han encontrado?.
Reverte teme las consecuencias de todo esto. El rechazo social, los trabajos precarios, el racismo, harán que un día se levanten contra nosotros pidiendo justicia, aquella que nunca tuvieron cuando fuimos nosotros los que estuvimos en su terreno. ¿Qué derecho tenemos a negarles nada?. No es que aquí haya venido lo peor de aquellos países, sino que una vez aquí la dureza de sus circunstancias les ha llevado a la desesperación, a la delincuencia y a la marginación, como pasaría con cualquier otro grupo que se viera en su misma situación. Ahí están las bandas callejeras, que no hacen más que crecer, las temibles maras.
Y ahora con la crisis, cuando las listas del paro no dejan de crecer, muchos están regresando a su país, del que nunca se olvidaron realmente. ¿Se cumplen las expectativas de muchos?. Por fin se van. Pero ¿dónde está su El Dorado?. Ellos también tienen derecho a que se les revierta aquello que un día nos dieron. Quizá depositaron en nosotros una confianza que, desde luego, ha resultado inmerecida.
Cuántos apelativos hemos inventado para menospreciarlos, para hacer que nunca puedan encontrarse como en su casa: panchitos, sudacas, mestizos, indígenas… Y son ellos los que tendrían que vituperarnos por nuestro comportamiento en el pasado y en el presente. Ellos nos dan ejemplo de humildad y sencillez no respondiendo nunca a los agravios que les inflingimos. Ellos son los que tienen mucho que enseñarnos, con lo grande y rica que es América del Sur y Centroamérica, rica por la heterogeneidad de sus culturas, costumbres y paisajes, aunque empobrecida por las malas artes de gobernantes tiránicos e ignorantes. Sus paraísos se han convertido en destino de bajo coste para nuestras vacaciones, sus posibilidades turísticas explotadas indiscriminadamente por dos duros, sus mujeres, como pasa en Cuba, prostituidas a cambio de algún regalo miserable o para salir de su país y escapar de la pobreza.
Cuánta belleza expoliada. Espero que algún día sepamos rectificar, pedir perdón y resarcirlos. Y que quieran aceptar nuestras disculpas. Ellos sí que no han olvidado que somos pueblos hermanos.