miércoles, 10 de febrero de 2010

En el campo


Ahora que ya se va acercando la primavera y los días se van alargando un poco más, me vienen a la memoria aquellos fines de semana en los que iba con mi familia al Escorial, lugar de veraneo de mi madre en su infancia y donde nació y se casó su hermano pequeño.
A mí siempre me ha gustado estar en contacto con la Naturaleza, me da igual que sea el campo, el mar o cualquier otro lugar al aire libre. Pero la primera vez que fui recuerdo que me producían pánico las mariposas, no estaba acostumbrada a ellas, como niña de ciudad que era, aquellos insectos me parecían enormes y que volaban sin control, acercándose y alejándose tan deprisa que no había forma de sustraerse a sus movimientos. Hace poco leí un artículo de Juan Manuel de Prada en el que hacía una extensa relación de los tipos de mariposas que él aprendió a conocer desde pequeño, y me cautivó la manera como describió a cada una, según su vuelo y sus colores. Con el tiempo supe yo también a apreciar su belleza y su delicadeza, despertaba mi curiosidad ese polvillo multicolor que desprenden cuando las coges por las alas (sólo con dos dedos y para observarlas, enseguida las dejaba libres otra vez).
Pronto me familiaricé con todos los pequeños animales que en el campo puedes encontrar: las lombrices, las hormigas (cómo se llevaban los restos de comida), las abejas, un pequeño gusano que adoptaba el aspecto semejante a la corteza de un árbol y cuando lo ibas a tocar te llevabas el chasco…
En el campo yo era feliz. Nos poníamos en una zona verde junto a un gran árbol. Bajo sus ramas mi padre improvisaba, con unos tablones que encontró un día por allí, una estrecha mesa y un asiento corrido para la hora de comer. En el pueblo habíamos llenado una botella con vino que vendían en una tienda muy antigua, llena de cubas, que al entrar olía a humedad y a uva fermentada. Siempre estaba fresco, y lo tomábamos mezclado con casera. Mi madre traía cinta de lomo rebozada y abríamos unas latas de fabada asturiana que calentábamos en el camping gas. Cuando venía también mi abuela Pilar recuerdo que traía entre otras cosas una ensalada que aliñaba en el momento con chorros de limón. Qué bien olía.
Los días de invierno en los que el cielo estaba despejado, que me encantaban, nos acercábamos a una tapia que había allí cerca y nos recostábamos sentados en unos poyetes de piedra contra el muro a tomar el sol, como hacían los lagartos que surgían de entre las grietas. Durante una época hicimos amistad con dos hermanas inglesas, treinteañeras, que solían ponerse allí también en camiseta de tirantes y con los pantalones remangados para broncearse. Su piel siempre estaba roja. Hablaban español perfectamente, y cuando no estaban contra la tapia se las podía ver en las inmediaciones del monasterio haciendo lo mismo.
Una vez saltamos con mi padre aquel muro (era altísimo), y vimos vacas y un redil con un toro bravo dentro. Como no se nos ocurrió otra cosa que provocarlo, el animal se enfureció y se llevó por delante la débil portezuela de madera de la cerca y nos persiguió, zafándonos por los pelos de él al encaramarnos a la tapia y trepar con una ligereza que nunca habríamos sospechado en nosotros.
Durante mucho tiempo hubo una pequeña casa abandonada en la que nos refugiábamos cuando llovía, y encendíamos fuego justo debajo del tiro de la chimenea para calentarnos. Estaba llena de deposiciones y no tenía suelo, era todo tierra y piedras. Se ve que todos íbamos allí a hacer lo mismo. Muchos años después la derribaron y en su lugar, con tanto abono natural, crecieron pequeños árboles y matas.
También hacíamos una hoguera a cielo abierto los días de mucho frío, pero luego lo prohibieron. Nos encantaba encontrar ramas para atizar el fuego y que las llamas fueran cada vez más altas.
En primavera el campo se llenaba de amapolas y margaritas, entre otras flores preciosas. Algunas las cortábamos y nos las poníamos en el pelo. Mi hermana y yo nos pasábamos el tiempo soplando dientes de león. La hierba a veces crecía tanto que nos llegaba más arriba de la cintura. Como estaba un poco en pendiente nos tirábamos dando vueltas sobre nosotras mismas hasta que acabábamos mareadas.
En verano llenábamos recipientes con montones de moras negras y enormes que crecían a los lados del camino principal y que estaban dulcísimas. Me gustaba tumbarme boca arriba y mirar las nubes tan blancas pasar en el cielo azul con formas caprichosas que mi imaginación convertía en toda clase de cosas. También observaba de cerca las flores, la hierba y a los bichos diminutos que pululaban alrededor. Solíamos acercarnos a un quiosco que estaba un poco retirado a comprar tarrinas de helado para después de comer. El agua la cogíamos fresquísima de una fuente que había cerca del quiosco, que se surtía de los manantiales que venían de las montañas cercanas.
Las vacas llegaban hasta allí con frecuencia y se quedaban a una distancia prudente, pues eran muy asustadizas. Nos dejaban después las enormes y escatológicas pruebas de su paso. En alguna ocasión me sentaba cerca de ellas, inmóvil, y cuando se acostumbraban a mi presencia y ya casi no me percibían, entonces hacía un movimiento brusco y salían corriendo, aterrorizadas. Recuerdo sus enormes ojos saltones vigilándome de soslayo.
En época de colegio, nos llevábamos nuestros libros y siempre había un rato para estudiar, aunque allí me costaba mucho concentrarme, tantas cosas llamaban mi atención. También jugábamos al tenis con volantines, y dábamos patadas a un balón. Por aquel entonces tenía yo un cañonazo de derecha que daba gusto, tal es así que si me pasaba un poco y tiraba demasiado alto, era fácil que se colara por encima de la tapia.
Siguiendo uno de los senderos, junto a la tapia, se llegaba a un campo de fútbol, que siempre vi vacío, y en el que nos colábamos con mi padre. Allí mi hermana hacía acopio de chapas de cervezas y refrescos que estaban por todas partes formando pequeñas montañas multicolores, para coleccionarlas.
Al regresar atravesábamos campos hasta llegar a las vías, y allí las seguíamos por un lado hasta la estación. La verdad es que era un poco peligroso. Ahora ya no se puede hacer porque han acotado con vallas algunos tramos para que pasten las vacas.
Cuando tuve a los niños nos gustaba ir en primavera, y allí ellos disfrutaban mucho. Pero últimamente errábamos con los pronósticos del tiempo y nos tocó salir corriendo alguna vez por el granizo o la nieve.
El guarda forestal, que tenía casa junto a una de las entradas, tuvo un cachorro de perro al que solíamos dar leche con un biberón. También en el quiosco había gatos pequeños, y les gustaba que les acariciáramos el lomo una y otra vez, se arqueaban de gusto y levantaban la cola larguísima.
Lo que más recuerdo de mis días al aire libre en el campo, además del paisaje tan bonito y las cosas que hacíamos allí, es sentarme a escuchar el rumor del viento entre las ramas de los árboles, tan frondosos por aquel entonces. Me parecía que era como el murmullo de la marea en la playa, avanzando y retrocediendo incansable en la orilla. La tranquilidad que allí se respiraba, sólo alterada por ese viento en las copas de los árboles o el trinar de los pájaros los días en que hacía buen tiempo, es algo que echo mucho en falta, necesito de vez en cuando respirar ese ambiente de paz absoluta, ese aire limpio, dejar perder la vista en la bucólica lejanía campestre, volver a encontrar en la sencillez de las pequeñas grandes cosas de la Naturaleza la esencia de la vida.

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