viernes, 5 de febrero de 2010

Americanos


Me hizo gracia el otro día en una película, cuando un sargento del ejército norteamericano (Bill Murray, con su tan particular sentido del humor), arengaba en plan irónico a su tropa hablando sobre las “delicias” de ser americano: un pueblo compuesto por todos los indeseables que hace 200 años no quisieron en ningún otro país del mundo, y que lleva dando la lata militarmente al resto del planeta desde tiempo inmemorial, gente que es capaz de venerar una mecedora muy vieja sólo porque se sentó en ella alguno de sus peculiares presidentes y es como la exigua representación de una historia que apenas tienen.
Y qué son los americanos al fin y al cabo sino descendientes nuestros, europeos que se afincaron allí buscando nuevos territorios y prosperidad. Somos nosotros pero adulterados, mezclados con razas de todo el mundo, como en una inmensa coctelera que se ha convertido casi en un polvorín. EEUU es una gigantesca Babel.
Es divertido ver como hasta ellos se ríen de sí mismos, aunque normalmente se consideren importantes y preeminentes respecto a los demás. Y no sólo por la forma como se presentan a sí mismos en la televisión o en el cine. No tengo más que remontarme a hace unos años cuando echaban el ancla cerca de la costa un par de buques de guerra, en Benidorm, estando yo de vacaciones, y una multitud de marines nos invadían, alterando la tranquilidad del lugar. A mí me parecían un atajo de descerebrados musculados que, hartos de estar en alta mar sin ver tierra, llegaban allí como motos. Recuerdo que una vez, yendo en la “gua-gua”, había unos cuantos con sus uniformes tan blancos, ofreciendo tabaco y chicle a la gente. Me pareció que se comportaban como los visitantes de un zoológico que ofrecen chucherías a los animales. O los turistas que viajan a un país pobre y dan unas cuantas monedas a la nube de desgraciados que se apresuran a rodearlos pidiendo limosna. Nadie va a un país civilizado ofreciendo cosas a los demás, lo normal es intentar adaptarse a las costumbres del sitio que se visita, comportarse con naturalidad y pasar lo más desapercibido posible.
Los americanos nos inspiran cierta desconfianza por la costumbre invasora que es tan consustancial en ellos: el imperialismo yanqui es algo que no tiene parangón con ningún otro afán colonizador conocido actualmente. Cuando nos ofrecen algo nos da la sensación de que lo hacen para que nos confiemos y luego poder caer sobre nosotros y usurparnos lo que es nuestro.
Pero peor que su siniestro interés es su indiferencia. “Bienvenido Mr.Marshall” es un ejemplo muy claro de esto último. Película que he odiado toda mi vida por cierto. Aunque era una crítica muy acertada a la servidumbre del resto del mundo respecto a Norteamérica, y en particular de España en aquel momento, sin embargo el hecho en sí me produce tanta indignación que no lo puedo ni ver. La prepotencia, la grosería del país extranjero que nos visita y del que esperamos a cambio no sé qué parabienes, y la humillación posterior cuando descubrimos que no significamos nada para ellos, que somos tan insignificantes a su lado que no merece la pena ni reparar en nosotros, directamente pasan por encima nuestro. Su indiferencia nos deja en evidencia, y es casi el lógico castigo por tanto servilismo inútil. La cancioncita que pone música de fondo a la película, “Americanos, os recibimos con alegría…” la detesto profundamente.
Pero parece que no hemos evolucionado con el tiempo en este sentido, porque hoy en día seguimos siendo víctimas de su influencia, como el resto del mundo. Ahí están los Burguer King, las películas de Hollywood, sus modas, sus tendencias, todo. Cierto es que los de mi generación hemos crecido y en cierta forma aprendido a vivir con los largometrajes americanos. Por su culpa soñamos con una casa con porche y un pequeño jardín, una cocina con una puerta con acceso a la calle para las mascotas, una buhardilla con su arcón lleno de misterios y nostalgias, chimenea y habitaciones con grandes cristaleras a cuyos pies se sitúen adosadas banquetas acolchadas desde las que contemplar el paisaje. Por su culpa deseamos tener aventuras que muy difícilmente sucederán en nuestra vida cotidiana, y nos han vendido la burra del amor duradero, apasionado y romántico con final feliz. Pero a cambio, han desarrollado nuestra capacidad de soñar, que también es importante. Nos han inculcado su visión de la vida, y su influencia está en nosotros, en todo lo que hacemos y pensamos. Visto así puede parecer un auténtico lavado de cerebro.
Los criticamos, pero en cierta forma los admiramos a un tiempo. Siguen sin localizarnos en el mapa, pero casi mejor que sea así. Nosotros no les quitaremos la vista de encima. Nunca sabemos lo que podemos esperar de ellos.

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