No recuerdo una etapa de mi vida en la que me viera en situaciones tan difíciles y rocambolescas como cuando me saqué el carnet de conducir.
Recuerdo que empecé un verano y acabé en febrero del año siguiente. Al principio el único inconveniente era el calor bestial que hacía a la 4 ó 5 de la tarde, cuando me ponía al volante. Juan, el profesor, andaluz él, me repetía siempre la misma pregunta: “Pili ¿de qué te has vuelto a olvidar?”. Toda mi preocupación era ponerme el cinturón de seguridad y comprobar que los retrovisores estaban en la posición adecuada, pero se me pasaba por alto lo de regular el asiento, pues cada alumno lo ponía en una posición distinta, según sus necesidades.
Mi primer recorrido fue junto a mi casa, bordeando el estadio del Atlético, cuesta abajo. Iba yo muy despacito, con mucho miedo. Él sujetaba un poco el volante, y nunca dejaba sus pies lejos de los pedales que los instructores de las autoescuelas llevan siempre en sus coches. El vehículo que me asignaron no era precisamente pequeño, un Renault 21. Al principio íbamos como a trompicones y el motor se me calaba con frecuencia (algo que me ponía muy nerviosa), pero no tardé mucho en conseguir accionar los pedales y meter las marchas con suavidad. Antes de aprender creía que la conducción era una cosa más automática, menos mecánica. Siempre me ha parecido algo rudimentario, todo a base de pedales y palancas.
Cuando ya me fui soltando, nos alejábamos cada vez más de nuestra zona. Solía llevarme a un gran solar en el que me hacía pisar el acelerador y dar marcha atrás, para que me fuera acostumbrando.
Luego vino la parte difícil, subir calles empinadísimas, sin perder nunca de vista el freno de mano. Eso sí que me daba miedo, constantemente el coche se me iba para atrás y había que estar al quite con los pedales. Me las hizo subir y bajar montones de veces, y yo le decía que tuviera piedad. Él se reía mucho, el muy **//·#”/
La parte que más me gustó fue cuando empezamos a ir por las autopistas. Eso de poder meter la 5ª marcha era lo más. Los pedales parecían más ligeros y la verdad es que dentro del coche no era consciente de la velocidad que alcanzaba. Pero no era capaz de hacer adelantamientos. Dicen que la forma de conducir revela la personalidad del que se pone al volante. Además no confío en las reacciones imprevistas de los demás. Eso le exasperaba al profesor, y tan sólo adelanté a otro coche en una ocasión porque él me lo pidió.
Lo de las enormes ruedas de enormes camiones girando con gran estruendo junto a mi ventanilla era otro de mis terrores. Juan decía que no debía darle importancia, pero yo me veía como una pulga al lado de aquel monstruo, que me parecía que no iba a reparar en mí y me iba a aplastar como a un insecto.
El único percance que tuve fue en una calle cerca de mi casa, en que choqué ligeramente con otro coche y causé algún desperfecto en un faro. El profesor salió inmediatamente, con cara de susto, para ver los daños. Qué corte.
En aquella calle, que era muy tranquila, no sé por qué cada vez que pasaba sucedía algo, como que me daba por circular demasiado cerca de los vehículos que estaban aparcados. Juan viraba el volante ligeramente, temiendo que me llevara por delante todos los espejos retrovisores que me iba encontrando por el camino, y me decía un poco enfadado: “Y cuando te saques el carnet y vayas tú sola ¿vas a hacer estas cosas?”. Se suponía que si me lo daban era porque habría llegado a un nivel en que esas cosas ya no tendrían lugar, pero él no parecía tenerlo tan claro.
Cuando se terminó el verano y empezó el otoño, yo seguía dando vueltas por Madrid como en un tiovivo. Las clases las tenía que dar de noche, ya que por la mañana trabajaba y por la tarde iba a la facultad. Recuerdo lo cansada que estaba, casi me quedaba dormida sobre el volante. Y llegó el invierno y Juan me preguntó: ¿”Te sientes capaz de presentarte ya a los examenes?”. Yo no lo sabía. La mayoría de las veces no lo hacía con la suficiente soltura, tan sólo en ocasiones lo hacía perfecto, no sé por qué, y el profesor se preguntaba escamado el por qué de aquello. Sería que mi capacidad de concentración era limitada.
Alguna vez hice alguna maniobra peligrosa, como cuando me quedé parada en medio de un cruce de cuatro calles con mucho tráfico, sin saber muy bien cómo seguir. Recuerdo que en esas ocasiones miraba la cara del profesor, pálido y desencajado, y le preguntaba si se dedicaría muchos más años a aquella profesión. Él me dijo que no, que buscaría otra cosa, que tenía mujer e hijos y no quería morir joven. La verdad es que aquella era una ocupación de riesgo, no apta para cardiacos.
Juan era un hombre muy hablador y muy simpático, con un gracejo andaluz que yo no sé reproducir aquí cuando menciono algunas de las cosas que me decía, pero a veces sacaba a relucir su carácter como cuando me echó una bronca por saltarme un paso de cebra cuando iba a pasar gente. Dijo que era la infracción más corriente en este país, y era algo que le sacaba de quicio. Yo la verdad es que no lo hice con mala intención, fue un despiste, pero a partir de entonces no se me olvidó, no fuera que se volviera a enfadar otra vez.
Los examenes los tuve que hacer dos veces, tanto el teórico como el práctico. La primera vez que me suspendieron conduciendo lo hice mejor que cuando me aprobaron después, que hasta hice un aparcamiento maravilloso en una cuesta arriba, pero debe ser que tienes que hacerlo de película para que te aprueben nada más presentarte, porque la norma general es ponerlo difícil, no nos vayamos a creer que dan los carnets como churros.
En la segunda ocasión me viene a la memoria una chica muy menuda que se examinó conmigo y que estaba tan nerviosa que cuando terminó el examen y salimos del coche, se olvidó de echar el freno de mano, y mientras estábamos hablando se empezó a mover solo. A la pobre no se le ocurrió otra cosa que salir corriendo y meterse por la ventanilla abierta para deshacer el entuerto, dejando las piernas fuera en una posición poco ortodoxa. Lo malo es que iba con medias negras y minifalda.
El caso es que aunque luego no me compré coche, como era en un principio mi intención, siempre me quedó el gusto por la conducción. Tan sólo en una ocasión, y ya cuando tenía el carnet, me dejó mi cuñado el suyo, que era el mismo modelo con el que yo aprendí, nada menos que en la Cuesta de San Vicente. Recuerdo que se me caló en mitad de la subida, con un tráfico tremendo que había en aquel momento, y todos los coches me pitaban desde atrás como descosidos. Qué espectáculo.
Sé que tarde o temprano volveré a conducir, no sé cuándo. Y entonces, que se preparen.
Recuerdo que empecé un verano y acabé en febrero del año siguiente. Al principio el único inconveniente era el calor bestial que hacía a la 4 ó 5 de la tarde, cuando me ponía al volante. Juan, el profesor, andaluz él, me repetía siempre la misma pregunta: “Pili ¿de qué te has vuelto a olvidar?”. Toda mi preocupación era ponerme el cinturón de seguridad y comprobar que los retrovisores estaban en la posición adecuada, pero se me pasaba por alto lo de regular el asiento, pues cada alumno lo ponía en una posición distinta, según sus necesidades.
Mi primer recorrido fue junto a mi casa, bordeando el estadio del Atlético, cuesta abajo. Iba yo muy despacito, con mucho miedo. Él sujetaba un poco el volante, y nunca dejaba sus pies lejos de los pedales que los instructores de las autoescuelas llevan siempre en sus coches. El vehículo que me asignaron no era precisamente pequeño, un Renault 21. Al principio íbamos como a trompicones y el motor se me calaba con frecuencia (algo que me ponía muy nerviosa), pero no tardé mucho en conseguir accionar los pedales y meter las marchas con suavidad. Antes de aprender creía que la conducción era una cosa más automática, menos mecánica. Siempre me ha parecido algo rudimentario, todo a base de pedales y palancas.
Cuando ya me fui soltando, nos alejábamos cada vez más de nuestra zona. Solía llevarme a un gran solar en el que me hacía pisar el acelerador y dar marcha atrás, para que me fuera acostumbrando.
Luego vino la parte difícil, subir calles empinadísimas, sin perder nunca de vista el freno de mano. Eso sí que me daba miedo, constantemente el coche se me iba para atrás y había que estar al quite con los pedales. Me las hizo subir y bajar montones de veces, y yo le decía que tuviera piedad. Él se reía mucho, el muy **//·#”/
La parte que más me gustó fue cuando empezamos a ir por las autopistas. Eso de poder meter la 5ª marcha era lo más. Los pedales parecían más ligeros y la verdad es que dentro del coche no era consciente de la velocidad que alcanzaba. Pero no era capaz de hacer adelantamientos. Dicen que la forma de conducir revela la personalidad del que se pone al volante. Además no confío en las reacciones imprevistas de los demás. Eso le exasperaba al profesor, y tan sólo adelanté a otro coche en una ocasión porque él me lo pidió.
Lo de las enormes ruedas de enormes camiones girando con gran estruendo junto a mi ventanilla era otro de mis terrores. Juan decía que no debía darle importancia, pero yo me veía como una pulga al lado de aquel monstruo, que me parecía que no iba a reparar en mí y me iba a aplastar como a un insecto.
El único percance que tuve fue en una calle cerca de mi casa, en que choqué ligeramente con otro coche y causé algún desperfecto en un faro. El profesor salió inmediatamente, con cara de susto, para ver los daños. Qué corte.
En aquella calle, que era muy tranquila, no sé por qué cada vez que pasaba sucedía algo, como que me daba por circular demasiado cerca de los vehículos que estaban aparcados. Juan viraba el volante ligeramente, temiendo que me llevara por delante todos los espejos retrovisores que me iba encontrando por el camino, y me decía un poco enfadado: “Y cuando te saques el carnet y vayas tú sola ¿vas a hacer estas cosas?”. Se suponía que si me lo daban era porque habría llegado a un nivel en que esas cosas ya no tendrían lugar, pero él no parecía tenerlo tan claro.
Cuando se terminó el verano y empezó el otoño, yo seguía dando vueltas por Madrid como en un tiovivo. Las clases las tenía que dar de noche, ya que por la mañana trabajaba y por la tarde iba a la facultad. Recuerdo lo cansada que estaba, casi me quedaba dormida sobre el volante. Y llegó el invierno y Juan me preguntó: ¿”Te sientes capaz de presentarte ya a los examenes?”. Yo no lo sabía. La mayoría de las veces no lo hacía con la suficiente soltura, tan sólo en ocasiones lo hacía perfecto, no sé por qué, y el profesor se preguntaba escamado el por qué de aquello. Sería que mi capacidad de concentración era limitada.
Alguna vez hice alguna maniobra peligrosa, como cuando me quedé parada en medio de un cruce de cuatro calles con mucho tráfico, sin saber muy bien cómo seguir. Recuerdo que en esas ocasiones miraba la cara del profesor, pálido y desencajado, y le preguntaba si se dedicaría muchos más años a aquella profesión. Él me dijo que no, que buscaría otra cosa, que tenía mujer e hijos y no quería morir joven. La verdad es que aquella era una ocupación de riesgo, no apta para cardiacos.
Juan era un hombre muy hablador y muy simpático, con un gracejo andaluz que yo no sé reproducir aquí cuando menciono algunas de las cosas que me decía, pero a veces sacaba a relucir su carácter como cuando me echó una bronca por saltarme un paso de cebra cuando iba a pasar gente. Dijo que era la infracción más corriente en este país, y era algo que le sacaba de quicio. Yo la verdad es que no lo hice con mala intención, fue un despiste, pero a partir de entonces no se me olvidó, no fuera que se volviera a enfadar otra vez.
Los examenes los tuve que hacer dos veces, tanto el teórico como el práctico. La primera vez que me suspendieron conduciendo lo hice mejor que cuando me aprobaron después, que hasta hice un aparcamiento maravilloso en una cuesta arriba, pero debe ser que tienes que hacerlo de película para que te aprueben nada más presentarte, porque la norma general es ponerlo difícil, no nos vayamos a creer que dan los carnets como churros.
En la segunda ocasión me viene a la memoria una chica muy menuda que se examinó conmigo y que estaba tan nerviosa que cuando terminó el examen y salimos del coche, se olvidó de echar el freno de mano, y mientras estábamos hablando se empezó a mover solo. A la pobre no se le ocurrió otra cosa que salir corriendo y meterse por la ventanilla abierta para deshacer el entuerto, dejando las piernas fuera en una posición poco ortodoxa. Lo malo es que iba con medias negras y minifalda.
El caso es que aunque luego no me compré coche, como era en un principio mi intención, siempre me quedó el gusto por la conducción. Tan sólo en una ocasión, y ya cuando tenía el carnet, me dejó mi cuñado el suyo, que era el mismo modelo con el que yo aprendí, nada menos que en la Cuesta de San Vicente. Recuerdo que se me caló en mitad de la subida, con un tráfico tremendo que había en aquel momento, y todos los coches me pitaban desde atrás como descosidos. Qué espectáculo.
Sé que tarde o temprano volveré a conducir, no sé cuándo. Y entonces, que se preparen.
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