viernes, 22 de enero de 2010

Educando a los hijos


Parece que no existe un manual de paternidad fidedigno a seguir por los que tenemos hijos, no hay una forma concreta de educar a los vástagos que sirva para todos. Nunca he ido a una escuela de padres, bien porque sus horarios coincidían con mi jornada laboral o bien porque cuando mis hijos eran muy pequeños no me gustaba tener que dejarlos más que en ocasiones excepcionales.
Y en esas estamos. Ahora que los niños van creciendo y surgen nuevas necesidades, me planteo muchas veces si lo que hago o digo es lo más acertado. Yo no entiendo la educación de los hijos como la mayoría de la gente, no les impongo una disciplina en particular. Cuando salen no les digo que tienen que volver a una hora determinada, son los demás niños los que marcan la hora de retorno, pues ellos sí tienen restricciones. Si las salidas se prolongaran durante demasiado tiempo entonces sí les tendría que poner un control. Lo único que me interesa es dónde y con quién van a estar, y cuando regresan si se lo han pasado bien.
Tampoco les insisto mucho a la hora de estudiar, les tomo la lección, les pregunto por sus examenes y por todas sus cosas, pero sin que suene a interrogatorio, ni a recriminación cuando algo no me gusta. Con Ana no suele haber mucho problema, ella es bastante responsable y sabe lo que le conviene, pero con Miguel Ángel siempre cabe la duda, porque va más a su aire. Para mí es un fastidio infinito tener que estar pendiente de ciertos temas, pues creo que son lo suficientemente mayores como para darse cuenta de que su futuro se construye con lo que hagan o dejen de hacer ahora. Tener que estar repitiendo machaconamente siempre lo mismo es algo que a la que más puede aburrir de todos es a mí.
En lugar de la ira, lo que me embarga es el agobio y la tristeza cuando veo que las cosas no marchan como debieran. Mi ex marido y yo no estábamos de acuerdo prácticamente en ninguna de las decisiones a tomar en relación a la educación de nuestros hijos, y como siempre estaba ausente y cuando no se escaqueaba de muchas cosas, la mayoría de las veces resultó ser una responsabilidad no compartida, un peso que he tenido que llevar a solas sobre mis hombros. Y así sigo.
Miguel Ángel, aparentemente indiferente a las normas, las recomendaciones y la disciplina en general, es particularmente sensible a mi tristeza. Él sabe que cuando yo llego a ese estado es porque he tenido que tragar mucha desesperanza antes, y esto le aflige a él también. Por lo general con esta actitud consigo más resultados que si me dejara llevar por la violencia y la desesperación. Con él tiene que ser siempre por las buenas, nunca por las malas. Es extraordinariamente resistente al castigo, sea cual fuere, aunque sé que su aparente estoicismo es sólo un medio de defensa.
Esa falta de rigor lleva a veces a mis hijos a descolocarse en cuanto a su comportamiento y su lenguaje. Parece que si no se pone cara de sargento todo el tiempo los niños, por lo general, creen que pueden hacer de su capa un sayo. Nunca he sabido hacerme respetar, pero cuando ya me tengo que poner seria y alzo la voz la fiesta se acaba, aunque sigan sin tomarme muy en serio. Como ya son mayores se dan cuenta de que, si son tratados con ternura y comprensión, es de recibo que ellos tienen que corresponder de la misma manera, porque si no viene la mala conciencia y el mal rollito.
La mayoría de los padres establecen una distancia entre ellos y sus hijos, es como si estuvieran en un plano superior respecto a los niños. Esta es la forma habitual como se educaba antaño. En mi caso la disciplina que me aplicaron mis padres fue especialmente rigurosa, espartana, y no tuvo un sentido práctico para la vida. Creo que el respeto debe ser mutuo y al mismo nivel, los adultos no tenemos una superioridad moral respecto a los más pequeños sólo porque tengamos muchos más años o los hayamos engendrado, esto no nos hace dueños de sus personas. Cierto es que establecemos unas normas hasta que ellos se hacen mayores, pero más por una cuestión de organización y estrategia (alguien tiene que llevar el barco), que por una imposición basada en el respeto obligado a los mayores.
Las únicas reglas que sí he querido inculcarles se refieren más a los modales, a las costumbres y la filosofía de vida. No soporto la mala educación en la mesa, ni el trastoque horario de comidas y sueño, ni el lenguaje soez, ni la pobreza mental. En cuanto a la forma de vivir, yo les cuento mis opiniones sobre casi todo y ellos sacan sus propias conclusiones. A pesar de ser aún muy jóvenes tienen ya su propio criterio sobre muchas cosas, a veces diametralmente opuesto al mío, pero yo ni lo rebato ni lo censuro. Sí es verdad que hay ciertas nociones que no he conseguido inculcarles, como la religión, y en esto es en lo único que lamento no haber sido capaz de impartir una disciplina al uso. Les queda la sensación, que no la certeza, de la existencia de una vida trascendente y de unas figuras que son sagradas, que nos protegen y ayudan en determinados momentos. Creo que es importante fundamentar la vida en lo espiritual y no sólo en lo material, y que piensen que el ser humano no está solo en el mundo.
Mis hijos a veces me echan en cara que no me comporte como el resto de los padres que conocen. Curiosamente, la falta de una disciplina más férrea les desconcierta, pero eso es porque no conocen los efectos tan nocivos que puede llevar consigo (yo sí lo puedo decir). Piensan que es que no me importan las consecuencias de sus actos, cuando en realidad lo que pasa es que les otorgo una confianza absoluta que para mí hubiera querido cuando tenía su edad. A lo mejor de lo que se trata es de establecer una batalla, una lucha en la que cada bando pelea por ver cuánto territorio consigue quitarle al otro. Pero cuando no hay guerra el espíritu rebelde tan típico de la adolescencia carece de fundamento, no tiene sentido. Lo que hago es no darles oportunidad de enfrentarse a mí, como ha sido la norma sempiterna a lo largo de las generaciones que en el mundo han sido, antes al contrario, les digo que tengo fe ciega en ellos y que espero que nunca la defrauden, lo cual les pone a veces nerviosos, quizá porque no saben si van a poder estar a la altura de las expectativas creadas.
No sé qué sucederá de aquí en adelante, pero yo seguiré intentando hacerlo lo mejor que pueda. Posiblemente debería darme más margen de error, no cuestionar tanto mi labor como madre, porque nadie es perfecto. Que sea ésta de educar a los hijos una responsabilidad enriquecedora y gratificante, no un agobio sin fin. Puede que tenga más confianza en ellos que en mí misma.

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