Metidos en medio de los seres que poblamos este planeta existe como una raza a parte, compuesta por individuos que por su coeficiente intelectual son distintos del común de los mortales, personas que han nacido con un cerebro excepcionalmente dotado que los diferencia del resto de cerebros, más de andar por casa. Son los osados que se atreven con carreras universitarias en las que empiezan muchas personas y en el último año sólo quedan unos pocos.
Siempre nos imaginamos a estos cerebritos como individuos estrafalarios que se pasan el tiempo inventando cosas y llegando con su pensamiento y su creatividad a lugares donde nadie antes ha podido llegar.
En “Escuela de genios”, que causó furor en los 80 cuando se estrenó, podemos contemplar este mundo de los superdotados desde un punto de vista muy cómico. La película cuenta la vida en un imaginario campus sólo para estudiantes con un altísimo coeficiente intelectual. Y así vemos a uno que llena los pasillos de los dormitorios con una nieve que al cabo de un tiempo desaparece en forma de gas. Se ve a unos montando en trineo y patinando de aquí para allá, a otro que sale del dormitorio y se cae porque no se había enterado del repentino cambio de estación. Alguien ha conseguido cultivar una cereza del tamaño de una naranja. Una chica inventa un atril con un aparato que pasa automáticamente las hojas de los libros.
Uno de los protagonistas idea un gigantesco rayo láser azul que va rebotando por todos los rincones en zigzag e ilumina el edificio por dentro y también el campus. Es el personaje más logrado, un chico que está en el último curso y que casi ya no estudia, parece no hacerle falta, distraído nada más que con sus inventos y su sarcástico sentido del humor. Divertido, excitante, dinámico, se venga del pelota de turno metiéndole su coche dentro de su habitación haciéndolo subir y bajar por efecto de unas bolsas de aire que se inflan y desinflan, iluminando la escena con luces de colores que se encienden y apagan como en una discoteca. O como cuando dejan dormido al pelota con cloroformo y le meten un amplificador de voz dentro de una muela para hablarle con un micrófono desde otra habitación y que se crea que es Dios esa voz que resuena sin saber su procedencia.
Su sentido del humor, las bromas que gasta contínuamente, son motivo de regocijo para cualquiera, como cuando le pregunta al otro protagonista si él también sueña con que es un faraón vestido con una túnica blanca, subido en lo alto de una pirámide y rodeado de mil mujeres que no paran de lanzarle pepinillos. Parece el típico pasota al que no le importa dar la nota y que va a todas partes con unas deportivas que tienen bigotes, orejas y hocico rosas de ratón.
El otro protagonista es un chico de 15 años que no deja de alucinar con todo lo que ve a su alrededor, como cuando va a clase y se encuentra una grabadora parlante sobre la mesa del profesor y el aula vacía.
La habitación que ambos comparten no tiene desperdicio: un dispensador de agua lleno de peces, y un señor que aparece por la puerta de entrada y se mete en la del armario silenciosamente, como un fantasma. Cuando lo van a buscar nunca encuentran nada. Resulta ser un antiguo alumno que perdió el rumbo porque lo único a lo que se dedicaba era a trabajar, le encantaba su trabajo, quería encontrar todas las respuestas, pero se olvidó de vivir.
En época de examenes, se ve la biblioteca llena de estudiantes sentados concentrados en sus libros y cómo de vez en cuando se levanta uno repentinamente profiriendo alaridos y sale corriendo sin parar de gritar, incapaz de hacer frente al stress.
Ser un genio no suele ser siempre tan estupendo ni tan divertido. Recuerdo a un compañero del instituto que tan sólo le hacía falta echar un breve vistazo a las hojas del libro para saberse la lección. Solían llamarle la atención en clase porque casi siempre estaba distraído mirando por la ventana, pues las clases le aburrían. Era alguien especial en todos los sentidos y por ello muy popular, pero a veces se salía de sus casillas cuando se le exigía alguna de sus genialidades y él no tenía ganas o no estaba de humor para sorprender ni divertir al personal. Se veía sometido a una gran presión, y parecía que tenía que estar demostrando contínuamente lo mucho que valía y el tener que estar superándose siempre a sí mismo.
Un compañero y una compañera no tuvieron la misma suerte, pues el hecho de ser superdotados les hacía sentirse distintos a los demás y tenían casi anulada su capacidad de relacionarse con el resto, estaban como bloqueados, siempre muy pálidos, y sufrían enormemente.
Luego los hay que son mentes prodigiosas pero no han nacido en el ambiente adecuado para desarrollarlas. Así pasaba en “El indomable Will Hunting”, cuando en una facultad empiezan a aparecer solucionados problemas de matemáticas que se cuelgan en los tablones de anuncios y que sólo unos pocos han podido resolver. Se descubre que es el chico de la limpieza, pero no será fácil hacerlo salir de la clase de mundo en el que vive, donde a lo que más se aspira es a tener un trabajo en la construcción. Uno de los profesores, que tiene no se cuántos premios en su haber, se desespera porque el chico es capaz de hacer en un momento cosas que a él le llevaría mucho tiempo hacer, y además sin importarle nada en absoluto. Lo malo es que tiene sus emociones bloqueadas y es incapaz de sentir como los demás.
El genio no suele necesitar mucho esfuerzo para manifestar su genialidad, es un don natural que aflora espontáneamente y que le permite “ver”, como si ya estuviera ante sus ojos, todo aquello que se propone hacer. Sólo su curiosidad o sus gustos le harán inclinarse por una determinada rama del saber: las ciencias, las letras y las artes están llenos de ellos.
Hay personas que están capacitadas para todo un poco, como el gran Leonardo da Vinci. Hace poco estuve viendo sus inventos y sus obras artísticas y no dejaba de alucinar. Cierto que hay mucho trabajo detrás de todo esto, pero sin duda su genialidad va por delante de sus esfuerzos.
Mi admiración para los genios. Es un privilegio poder estar cerca de personas así. Ellos son los que transforman el mundo.
Siempre nos imaginamos a estos cerebritos como individuos estrafalarios que se pasan el tiempo inventando cosas y llegando con su pensamiento y su creatividad a lugares donde nadie antes ha podido llegar.
En “Escuela de genios”, que causó furor en los 80 cuando se estrenó, podemos contemplar este mundo de los superdotados desde un punto de vista muy cómico. La película cuenta la vida en un imaginario campus sólo para estudiantes con un altísimo coeficiente intelectual. Y así vemos a uno que llena los pasillos de los dormitorios con una nieve que al cabo de un tiempo desaparece en forma de gas. Se ve a unos montando en trineo y patinando de aquí para allá, a otro que sale del dormitorio y se cae porque no se había enterado del repentino cambio de estación. Alguien ha conseguido cultivar una cereza del tamaño de una naranja. Una chica inventa un atril con un aparato que pasa automáticamente las hojas de los libros.
Uno de los protagonistas idea un gigantesco rayo láser azul que va rebotando por todos los rincones en zigzag e ilumina el edificio por dentro y también el campus. Es el personaje más logrado, un chico que está en el último curso y que casi ya no estudia, parece no hacerle falta, distraído nada más que con sus inventos y su sarcástico sentido del humor. Divertido, excitante, dinámico, se venga del pelota de turno metiéndole su coche dentro de su habitación haciéndolo subir y bajar por efecto de unas bolsas de aire que se inflan y desinflan, iluminando la escena con luces de colores que se encienden y apagan como en una discoteca. O como cuando dejan dormido al pelota con cloroformo y le meten un amplificador de voz dentro de una muela para hablarle con un micrófono desde otra habitación y que se crea que es Dios esa voz que resuena sin saber su procedencia.
Su sentido del humor, las bromas que gasta contínuamente, son motivo de regocijo para cualquiera, como cuando le pregunta al otro protagonista si él también sueña con que es un faraón vestido con una túnica blanca, subido en lo alto de una pirámide y rodeado de mil mujeres que no paran de lanzarle pepinillos. Parece el típico pasota al que no le importa dar la nota y que va a todas partes con unas deportivas que tienen bigotes, orejas y hocico rosas de ratón.
El otro protagonista es un chico de 15 años que no deja de alucinar con todo lo que ve a su alrededor, como cuando va a clase y se encuentra una grabadora parlante sobre la mesa del profesor y el aula vacía.
La habitación que ambos comparten no tiene desperdicio: un dispensador de agua lleno de peces, y un señor que aparece por la puerta de entrada y se mete en la del armario silenciosamente, como un fantasma. Cuando lo van a buscar nunca encuentran nada. Resulta ser un antiguo alumno que perdió el rumbo porque lo único a lo que se dedicaba era a trabajar, le encantaba su trabajo, quería encontrar todas las respuestas, pero se olvidó de vivir.
En época de examenes, se ve la biblioteca llena de estudiantes sentados concentrados en sus libros y cómo de vez en cuando se levanta uno repentinamente profiriendo alaridos y sale corriendo sin parar de gritar, incapaz de hacer frente al stress.
Ser un genio no suele ser siempre tan estupendo ni tan divertido. Recuerdo a un compañero del instituto que tan sólo le hacía falta echar un breve vistazo a las hojas del libro para saberse la lección. Solían llamarle la atención en clase porque casi siempre estaba distraído mirando por la ventana, pues las clases le aburrían. Era alguien especial en todos los sentidos y por ello muy popular, pero a veces se salía de sus casillas cuando se le exigía alguna de sus genialidades y él no tenía ganas o no estaba de humor para sorprender ni divertir al personal. Se veía sometido a una gran presión, y parecía que tenía que estar demostrando contínuamente lo mucho que valía y el tener que estar superándose siempre a sí mismo.
Un compañero y una compañera no tuvieron la misma suerte, pues el hecho de ser superdotados les hacía sentirse distintos a los demás y tenían casi anulada su capacidad de relacionarse con el resto, estaban como bloqueados, siempre muy pálidos, y sufrían enormemente.
Luego los hay que son mentes prodigiosas pero no han nacido en el ambiente adecuado para desarrollarlas. Así pasaba en “El indomable Will Hunting”, cuando en una facultad empiezan a aparecer solucionados problemas de matemáticas que se cuelgan en los tablones de anuncios y que sólo unos pocos han podido resolver. Se descubre que es el chico de la limpieza, pero no será fácil hacerlo salir de la clase de mundo en el que vive, donde a lo que más se aspira es a tener un trabajo en la construcción. Uno de los profesores, que tiene no se cuántos premios en su haber, se desespera porque el chico es capaz de hacer en un momento cosas que a él le llevaría mucho tiempo hacer, y además sin importarle nada en absoluto. Lo malo es que tiene sus emociones bloqueadas y es incapaz de sentir como los demás.
El genio no suele necesitar mucho esfuerzo para manifestar su genialidad, es un don natural que aflora espontáneamente y que le permite “ver”, como si ya estuviera ante sus ojos, todo aquello que se propone hacer. Sólo su curiosidad o sus gustos le harán inclinarse por una determinada rama del saber: las ciencias, las letras y las artes están llenos de ellos.
Hay personas que están capacitadas para todo un poco, como el gran Leonardo da Vinci. Hace poco estuve viendo sus inventos y sus obras artísticas y no dejaba de alucinar. Cierto que hay mucho trabajo detrás de todo esto, pero sin duda su genialidad va por delante de sus esfuerzos.
Mi admiración para los genios. Es un privilegio poder estar cerca de personas así. Ellos son los que transforman el mundo.
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